Publicidad
Nueva Mayoría: ¿Hacia una hegemonía de la reforma? Opinión

Nueva Mayoría: ¿Hacia una hegemonía de la reforma?

Publicidad
Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
Ver Más

En el último decenio hemos presenciado un viraje sustantivo respecto al institucionalismo imperante en los años 90, un decenio marcado por una concepción doctrinal de los consensos de gobernabilidad que operaron como dique de contención frente a los antagonismos sociales so pretexto de una reversión autoritaria. En ese sentid,o nos resulta de una innegable relevancia la confluencia de tópicos que van desde una Asamblea Constituyente a la Reforma Tributaria; desde la Nacionalización del Cobre a la Educación gratuita y de calidad –a modo de una nueva cuestión social–. Un proceso de metaforización en el lenguaje de la teoría hegemónica.


Durante el último decenio la sociedad chilena ha experimentado una extensión en el campo de los llamados “derechos seculares”. Como hemos podido apreciar, la cultura reivindicativa en torno a modificar los menguados –pero persistentes– “vestigios autoritarios” se expresa en una “efervescencia ciudadana” contra el sistema binominal promulgado bajo la Constitución de 1980; el cuestionamiento medial a la desregulación del sistema crediticio; hasta la inusitada irrupción de “movimientos de género” anclados en nuevas formas de subjetivación. La actual proliferación de demandas se inserta (parcialmente) en el contexto global de una interpelación a los límites de la democracia representativa y la emergencia de “Asambleas Constituyentes” en América Latina. En el caso chileno, la remoción del actual marco judicativo en materias como la Ley de Divorcio y una nueva legislación contra el femicidio; la discusión en materias asociadas al aborto terapéutico; las reivindicaciones feministas y la disidencia sexo-género, cuyo “corolario” viene dado por el recién aprobado Acuerdo de vida en pareja (AVP), revelan una abundancia empírica que corrobora el proceso en curso.

Lo anterior nos permite subrayar que los discursos más sustantivos del sistema de partidos durante el último decenio vienen girando –por la fuerza o la convicción– en una dirección “tibiamente” pluralista en materias de derechos culturales, inclusión social y reformas al sistema bancario. El actual despertar crítico devela fuertes inflexiones y una eventual agenda reformista en nuestro paisaje político, toda vez que estimula la extensión de los discursos de género, derechos sexuales, reproductivos, la valoración de una educación integral y las reformas laborales, etc.

Si bien admitimos la extensión del imaginario reivindicativo en el último decenio, sería aventurado pronosticar una transición estable hacia la constitución de un “espacio pluralista”, que restituya un programa de ciudadanía pendiente en virtud de la presión urbana ejercida por los movimientos sociales. De más está agregar que la evidencia histórica en Chile nos habla de un abultado peso Estatal (Estadolatría) y de un partidismo suprarrepresentativo en desmedro del tinglado público extraestatal. A modo de paréntesis, el “ajuste estructural” ejecutoriado en tiempos de la modernización autoritaria (1973-1989) encontró un abono en la debilidad de la esfera pública extraestatal. Las menguadas bases históricas del liberalismo chileno, hacen estéril toda discusión epistémica sobre el estatuto de nuestra esfera pública.

A modo de una comparación propedéutica, los contrastes con el caso argentino saltan a la vista. El “pragmatismo” liberalizante de Carlos Menem desencadenó una reacción pública de la sociedad argentina por las consecuencias de una  privatización patrimonial y la nefasta concesión de servicios públicos (fines de los 90). Nos referimos a las famosas “siete medidas”. Ello se expresó en el cambio de una “metodología de la privatización” a la iniciativa política impulsada por los Kirchner contra las instituciones multilaterales como el BID o el Fondo Monetario Internacional. Cuestión que se tradujo –entre otras medidas– en reponer la centralidad estratégica del Estado a la hora de apoyar el fomento a la producción y el fortalecimiento del mercado interno –con visos de la clásica cuestión nacional–.

[cita]En el caso chileno, el movimiento de ciudadanía ha representado una impugnación a la institucionalidad socioeducacional vigente mediante un rechazo frontal a las formas de exclusión social. El estallido urbano ha pasado a investir un imaginario antiinstitucional hacia la “mercantilización de la educación” y “el sistema crediticio”. De tal suerte, los partidos políticos buscan ampliar sus agendas programáticas. Existe en este fenómeno la apelación a una educación pública, en razón de las alarmantes estadísticas que denuncian una desproporción entre la producción masiva de profesiones y la impermeabilidad del mercado laboral[/cita]

Lo último se puede ilustrar a propósito de la nueva política económica que promueve el kirchnerismo desde el año 2003 en adelante; esta representa una ruptura con las desregulaciones impuestas por el menemismo. De especial relevancia es la restitución de un aparato productivo-industrial y una drástica revisión de las políticas crediticias del Banco Mundial bajo la “hegemonía de los noventa”. Toda esta resignificación tuvo lugar bajo la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007) y se ha prolongando –no exenta de algunos dilemas– bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner.

A diferencia de la secuencia de rupturas –caso argentino- con el denominado “Consenso de Washington”, el modelo chileno ha representado una peculiaridad “tristemente exportable” para la geopolítica latinoamericana. La modernización impuesta a fines de los años 70 (el famoso schok antifiscal) comprendió un experimento “draconianamente exitoso”, traducido en la célebre desresponsabilización del Estado en materias sociales: la privatización del conflicto; una tecnología de focalizaciones en el campo de la política pública. Todo ello en el trazado de una sociedad de bienes y servicios. Si bien, en la actualidad, se admite públicamente la obscena desigualdad en la redistribución del PIB (el  2% más rico de la población –que recae en 4.000 familias–absorbe el 30 % del ingreso nacional), existe una persistencia en establecer un crecimiento por puntos de empleabilidad que prescinde de ajustes tributarios. En el caso chileno, la “boutique” de los bienes y servicios ha sido un antídoto para lidiar con las aspiraciones socioestéticas de los “grupos medios” (neoliberalismo avanzado, según CEPAL…). Algunos autores del medio local han llegado a plantear la tesis de un neoliberalismo oligarquizante –dados los temibles niveles de concentración del ingreso nacional–.

Lejos de promover una “democracia sustantiva”, debemos recordar que durante los años de postdictadura (década de los 90) los antagonismos eran domesticados tras un tratamiento remedial que no interrogaba el marco institucional diseñado para perpetuar el proyecto modernizador (1976-1989). La transición chilena a la democracia busco por distintos métodos acotar el “momento antagónico” y relevar la estabilidad institucional. Ello se expresó en sus primeros mecanismos conciliadores (la catarsis del Informe Rettig…..), sin que tuviera en la base un pacto cultural fundado en el  respeto inalienable de los Derechos Humanos. Bajo la dicotomía “consenso-miedos”, cómo olvidar la invocación de mecanismos discrecionales para detener el procesamiento al hijo de Augusto Pinochet (El bullado caso de los pinocheques…) a nombre de “razones de Estado” (gobernabilidad neoliberal). Al margen del maridaje espurio entre consenso institucional y cultura de los miedos –traducido en un equilibrio de gobernabilidad–, la década de los 90 puede ser retratada como “el largo bostezo” del Chile de postdictadura. Aquí conviene consignar aspectos ubicados en la “larga duración”. Ellos provienen de una herencia histórica, a saber, la solvencia del campo representacional comprende un “ciclo virtuoso”, dada la articulación entre reformas y procesos de institucionalización, tal cual como fue presentado por Arturo Valenzuela en El quiebre de la democracia (FLACSO, 1986). El fortalecimiento institucional que va desde 1938 a 1973, donde el sistema de partidos políticos y la extensión del Estado social (en tradicionales ‘frentes amplios’ entre radicales, socialistas y comunistas), hasta la forzada “capitulación” de la Unidad Popular en 1973, integraban la conflictividad social en contextos institucionales.

Esa matriz institucional si bien sufre una importante fractura geográfica a fines de los años 70, en plena desregulación, tampoco determina el cese total de las representaciones políticas, que retornan con el fin de la Dictadura militar. De otro modo, si bien la topografía tradicional de la polis ha variado sustantivamente con el declive de los Estados nacionales, y ello comprende una mutación en el nuevo “sensorium” de las masas, tampoco podemos desahuciar el peso proyectual de la cultura partidaria –y el sistema de representaciones que permanecen cautivas–. Ello nos podría llevar, en futuros estudios, a examinar si es posible catalogar la matriz chilena como un campo de reformas incrementales de una probada vocación institucional –que a veces raya en el institucionalismo a/político, ya sea por una concepción mistofélica de la política (en el célebre caso del populismo Ibañista, el suprapartidismo de Jorge Alessandri Rodríguez, hasta la modernización autoritaria del pinochetismo), o bien, por una ancestral mitología heredada desde el orden portaliano que avanza sobre el policlasismo. Inclusive, un fenómeno que marca a fondo nuestro inconsciente político, nos referimos a la Unidad Popular, puede ser –globalmente– concebido en una línea de continuidad con reformas seculares sedimentadas desde 1920 bajo el gobierno de Arturo Alessandri, y posteriormente consolidadas bajo el Frente Popular (1938).

Sin embargo, esto último no guarda necesariamente relación con una retorización agonística de la esfera pública, de tipo nacional/popular, al punto de constituir al sujeto-pueblo (populus) mediante un juego de interpelaciones (dicotomización del campo  discursivo en amigo-enemigo) contra el establishment, como fue el caso de la sociedad argentina en los “años dorados” del peronismo (1946-1955). La construcción de una dicotomía del espacio discursivo entre un “ellos” y un “nosotros”, es un proceso complejo que ni siquiera alcanzó resultados definitivos bajo el gobierno de la Unidad Popular. Ahora nuestra encrucijada se relaciona con el estatuto axiológico de la demanda social, cuya proliferación movimientista se encuentra afiliada al “progresismo radicalizado”, a saber, Partido por la Democracia, Democracia Cristiana, Partido Socialista, MAS, y esta vez el ingreso del actor más postergado en la transición chilena a la democracia: el esperado potencial democrático del Partido Comunista de Chile.

Si bien el péndulo académico coincide en diagnosticar una extensión empírica de los territorios del ciudadano, la incompatibilidad de sus valoraciones post/materiales, no garantiza un “scanner único” en torno a la génesis del “movimientismo” y sus expresiones, como tampoco, la constitución de un programa de ciudadanía (radical). Lo anterior, sin desestimar en lo absoluto el aporte sustantivo del movimiento estudiantil en el periodo 2011-2013. A modo de ilustración, no cabe duda de las diferencias político-conceptuales existentes entre la historiografía del “bajo pueblo” de Gabriel Salazar, respecto de aquella politología cortesana representada por el grupo Expansiva, que hizo de soporte del “gobierno ciudadano” de Michelle Bachelet (2006-2010). Nuestra primera referencia, utilizando deliberadamente las categorías de la teoría hegemónica, se puede situar en el contexto de una nueva reforma social a modo de una “articulación equivalencial” de un conjunto de enunciados que se expresan en movilizaciones que tienen lugar desde el año 2011 (año de la inflexión). Resulta indudable mencionar demandas ecológicas como Hidroaysén y Punta de Choros, reivindicaciones populares en el campo de la vivienda social (Andha Chile), marchas de minorías sexuales (MOVILH), denuncias por cobros abusivos en el campo del “retail”, huelgas continuas de los trabajadores del sector público y –finalmente– el golpe de gracia cristalizado por el movimiento estudiantil como  punto nodal de una pluralidad de reivindicaciones anti-statu quo.

En el último decenio hemos presenciado un viraje sustantivo respecto al institucionalismo imperante en los años 90, un decenio marcado por una concepción doctrinal de los consensos de gobernabilidad que operaron como dique de contención frente a los antagonismos sociales so pretexto de una reversión autoritaria. En ese sentido nos resulta de una innegable relevancia la confluencia de tópicos que van desde una Asamblea Constituyente a la Reforma Tributaria; desde la Nacionalización del Cobre a la Educación gratuita y de calidad –a modo de una nueva cuestión social–. Un proceso de metaforización en el lenguaje de la teoría hegemónica.

Pese a lo anterior, nos enfrentamos a un dilema de profundas implicancias proyectuales. De un lado, la actual extensión del campo político-institucional en Chile se sirve de una emergente –pero no consolidada– hegemonía de la reforma que, si bien profundiza el horizonte de “lo político” restituyendo una especie de populismo sui generis, aún no goza de “capacidad fractural” sobre el institucionalismo legado de los años 90. De otro modo, la ampliación de demandas tiende a operar en el marco de la democracia representativa so pena de sedimentar “ambientes deliberativos” que a mediano o largo plazo también podrían deteriorar la desgastada representatividad del régimen político chileno.

A tres décadas del fin de la “dictadura modernizante” (Moulian, 2010), nos encontramos ante nuevos procesos liderados por mecanismos de gratificación adscritos al consumo en tanto experiencia cultural. El estallido de otros patrones simbólicos (post-materiales), ha modificado radicalmente los procesos “identitarios” en una especie de validación del imaginario de emprendedores. Ahora se trata de un “consumidor activo” cuya socialización descansa en las reglas del mercado; ello le da un estatuto más instrumental y menos programático a la demanda social. Esto puede ser la expresión del empirismo ingles que en Chile hizo su aparición mediante la razón experta (1976) y las leyes del monetarismo científico representadas por la Escuela de Chicago. En el Chile actual identificamos la constitución de una ciudadanía empoderada (empowerment) en diversas formas de interpelar materias valóricas, sociales y culturales de la actual institucionalidad –que bien puede ser la culminación de una racionalidad utilitaria gestada a fines de los años 70–. Ello puede representar un atributo de la modernización hegemónica, pero también se explica por la liberalización de los modos de vida: la figura del emprendimiento representa un caso paradigmático a este respecto (PNUD, 2002).

El carácter liberalizante de la modernización chilena, pese a su génesis autoritaria en los años 80, pavimentó el camino a la versión vigente (1990-2010) que ha cristalizado en un nuevo mapa cultural. Se trata –parafraseando las clásicas categorías de García Canclini– de “identidades híbridas”, por cuanto los procesos de modernización se encuentran yuxtapuestos entre el desarrollo subestatal, la frustrada palanca industrial, la imposición de una vía de servicios y una ancestral vía primario-exportadora. En medio de diacronías yuxtapuestas, los llamados derechos de cuarta generación (sociales, ecológicos, sexuales, de género, et ál.), se implementaron a modo de una “modernización sin modernidad” (Lechner, 1991). Esto le otorga un estatuto casi enigmático al proceso de secularización referido a los territorios del ciudadano moderno.

En el caso chileno, el movimiento de ciudadanía ha representado una impugnación a la institucionalidad socioeducacional vigente mediante un rechazo frontal a las formas de exclusión social. El estallido urbano ha pasado a investir un imaginario antiinstitucional hacia la “mercantilización de la educación” y “el sistema crediticio”. De tal suerte, los partidos políticos buscan ampliar sus agendas programáticas. Existe en este fenómeno la apelación a una educación pública, en razón de las alarmantes estadísticas que denuncian una desproporción entre la producción masiva de profesiones y la impermeabilidad del mercado laboral. Al mismo tiempo, se habla de educación inclusiva en términos de un programa de ciudadanía y formación de sujetos, cual es un programa heredado del reformismo elitario (mesocracia chilena) del período 1950-1970. Ambas interpelaciones, si bien se ubican en registros distintos, pretenden terminar con los criterios de rentabilidad impuestos de facto por la modernización postestatal (1976 en adelante…).

A pesar de todo lo anterior, estamos ante una encrucijada mayor. No sabemos, más allá de la evidencia fáctica, si predomina un proyecto genuino por modificar las bases estructurales del modelo educacional y restituir un marco regulatorio general, o bien, una “reivindicación por eficacia” que busca optimizar la gestión, la rentabilidad y los indicadores de logro y transparentar el modelo mercado-educación. Este es el dilema que enfrenta la sociedad chilena; ¿ciudadanía pendiente o república del consumo? De momento nos interesa consignar el carácter difuso de las demandas involucradas y la compleja consistencia social de sus resultados, a propósito del estatuto “real” del malestar público.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad