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¿Un país de clase media?

Claudio Alvarado
Por : Claudio Alvarado Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad www.ieschile.cl /@ieschile
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Todo indica que existe un Chile profundo que sencillamente no queremos ver. De hecho, una atenta lectura del informe final de la Comisión para la Medición de la Pobreza, presentado en enero de este año luego de más de un año de trabajo mancomunado entre representantes de organismos estatales y de diversas organizaciones sociales, pone de manifiesto que la «media de Chile» es muy distinta a la que solemos imaginar


“En Chile no hay clase media, no existe clase media” y “cuando uno no quiere ver la realidad por supuesto no la ve”, así de categórico fue Benito Baranda en la última edición de ‘Tolerancia Cero’. Esto debiera al menos llamarnos la atención, porque hoy en día líderes empresariales y dirigentes políticos de los más diversos sectores suelen afirmar todo lo contario. Y aunque no faltará quien cuestione la exactitud de las cifras entregadas por Baranda –afirmó que menos del 10% de la población gana la media nacional y que el 60% de los trabajadores chilenos recibe salarios que en Europa serían sinónimo de pobreza– el asunto exige una seria reflexión: ¿Es Chile un país de clase media?, ¿podemos realmente comprendernos como una sociedad de amplios grupos medios?, ¿en qué consistirían éstos?, ¿pueden ellos ser determinados sólo sobre la base de sus ingresos relativos o hay algún tipo de factor sociológico al que debiéramos atender?

Si algo han dejado en claro las últimas catástrofes es que estas preguntas están lejos de ser triviales: todo indica que existe un Chile profundo que sencillamente no queremos ver. De hecho, una atenta lectura del informe final de la Comisión para la Medición de la Pobreza, presentado en enero de este año luego de más de un año de trabajo mancomunado entre representantes de organismos estatales y de diversas organizaciones sociales, pone de manifiesto que la «media de Chile» es muy distinta a la que solemos imaginar: si bien “sólo” un 15,2% del país (alrededor de dos millones y medio de personas) vive en pobreza, otro 27,8% lo hace en condiciones de vulnerabilidad, lo que se traduce en un “dinamismo de la población en torno a la pobreza, con grupos que entran y salen de ella en períodos acotados de tiempo”. En términos simples, lo que este informe nos dice es que 4 de cada 10 chilenos viven en circunstancias de marginalidad, pobreza o vulnerabilidad.

[cita]Todo indica que existe un Chile profundo que sencillamente no queremos ver. De hecho, una atenta lectura del informe final de la Comisión para la Medición de la Pobreza, presentado en enero de este año luego de más de un año de trabajo mancomunado entre representantes de organismos estatales y de diversas organizaciones sociales, pone de manifiesto que la «media de Chile» es muy distinta a la que solemos imaginar.[/cita]

Lo anterior obliga a replantear los énfasis de nuestro debate político. Desde hace algún tiempo los problemas del país se comenzaron a pensar principalmente desde los grupos medios, al punto que hoy estamos preocupados de acceder a estándares de vida de los llamados países desarrollados. Este fenómeno tiene algo de inevitable: quienes gozan de un mayor acceso a bienes suelen poseer mayor capacidad de influencia. La pregunta es si acaso esto resulta justo. No es que los temas que dominan la agenda sean irrelevantes: estos grupos enfrentan dificultades reales y legítimas. El punto es que ellas son mucho menos apremiantes que las necesidades de aquellos que viven a diario el drama de la pobreza o la vulnerabilidad. Y estas realidades, que aquejan a casi la mitad del país, se han vuelto virtualmente inexistentes en la esfera pública. Hablamos de muchas cosas importantes, pero no de las más graves y urgentes.

Quizás alguien podría afirmar que, cuando la sociedad se mueve hacia arriba, se mueve entera y que, por tanto, no habría mucho de qué preocuparnos. Pero ello no está en absoluto garantizado, y para comprenderlo basta detenernos un momento a analizar nuestra situación en materia de salud y educación: las Isapres –con buenas razones– están en el ojo del huracán, pero incumben sólo al 20% de Chile, y quienes asisten a consultorios y hospitales ya se quisieran ese protagonismo público para sus carencias; queremos educación universitaria gratuita, pero el 80% de la población adulta sufre de analfabetismo funcional y la mitad de los escolares pareciera ir por la misma senda. ¿Son adecuados estos énfasis? ¿No nos estamos olvidando de aquellos que más ayuda y apoyo requieren?

Habiendo millones de chilenos que aún no satisfacen razonablemente ni siquiera sus necesidades más básicas, parece imprescindible replantear nuestras prioridades, en especial si realmente creemos que la política tiene algo que ver con la justicia: quienes más necesitan del Estado y de la sociedad civil –entre los que también se encuentran inmigrantes, presos, niños en riesgo social y personas discapacitadas– deberían ser ni más ni menos que nuestra prioridad pública. Y esto depende en buena parte de la política, que debe ser algo más que una mera receptora de las demandas ciudadanas: la mediación y el análisis resultan siempre imprescindibles, pero particularmente cuando se trata de quienes enfrentan tal nivel de dificultades que ni siquiera pueden alzar firmemente su voz.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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