Últimamente la derecha política e ideológica ha arremetido en las agendas mediáticas clamando por priorizar el debate sobre la “calidad” en educación. Desde recurrentes editoriales de diarios y sus tribunas políticas, los intelectuales neoliberales desestiman por omisión las demandas sobre el derecho a la educación y las reemplazan por la exigencia de un sistema de “calidad”. ¿Por qué quiere la derecha que sólo debatamos sobre calidad de la educación? Podríamos aventurar algunas razones.
Una primera razón es la obstinación que existe en la derecha por evitar y deslegitimar la posibilidad de conseguir educación gratuita y de poner fin al lucro en educación. La consigna de la calidad es útil, en ese sentido, porque al ser “de sentido común” en una sociedad de consumo, resulta tan atractiva como obvia y, así, difícil de enfrentar en pocas palabras. La mayor fuerza de la idea de “calidad”, sin embargo, radica en que es un concepto polisémico y opera a un nivel subjetivo no consensual, donde todo y nada es posible a la vez. Así, la conversación diverge hacia un debate vacío sobre cómo mejorar una “calidad” que ni siquiera parece necesario definir. Un debate vacío y nebuloso cuyo mérito, en el contexto del debate contingente es, primero, entorpecer el proceso de negociaciones o reformas que se están intentando levantar desde el mundo social democrático; y segundo, mantener los márgenes de la disputa en tal posición que el proyecto educativo de la derecha – ilegítimo, autoritario, privado, privatizado, segregador, con lucro- siga teniendo peso político. En el fondo, enfocarse en la calidad es dar tiempo a la derecha para pensar cómo seguir enfrentando políticamente su aparente crisis de incidencia en la agenda de reformas.
Una segunda razón tiene que ver con el contenido ideológico y material de las transformaciones neoliberales en Chile. En el caso de la educación, la ideología neoliberal busca transformar la educación en una mercancía, toda vez que perdura una noción de que no pudiera ser tratada como tal. Esto es, la derecha busca crear un modelo en el cual un consumidor pudiese discernir que lo que puede comprar tiene cualidades equivalentes a un el precio de cambio. O sea, que dos productos de calidad equivalente tengan igual precio. Para ello fomentaron la maquinaria del SIMCE, que usa una medida de cobertura curricular de una escuela como la asociación a la “calidad” del “producto educación”, y por tanto permite asignarle un precio. Es decir, organizar un mercado de la educación en base a la diferenciación de “calidad” medible. La calidad, en este sentido, es un concepto que define ideológicamente la cancha donde los intelectuales neoliberales pueden influir de forma más eficiente en el debate sobre las reformas, pues organiza sus relatos de urgencia en sus propios términos (preocuparse de la calidad sería preocuparse de subir el SIMCE).
Por último, la “calidad”, como tema prioritario del debate en el sentido común, ahuyenta otras disputas ideológicas que son centrales en las narrativas que sostienen el modelo neoliberal y que generan contradicciones en los sectores progresistas. La principal de éstas tiene relación con la capacidad de justificar la existencia de la desigualdad social en base a criterios de “calidad” que los neoliberales denominan “méritos”, pero que toda relación indica que son privilegios. Esta es la narrativa que se arma en torno a la selección de estudiantes en liceos tradicionales, que justifica, basado en una medida de “calidad académica”, que la experiencia escolar de dos personas (pobres) se defina en base al juicio de méritos académicos. El suertudo, llamado meritorio, pasa a ser, potencialmente, la encarnación del éxito académico. El desgraciado, no meritorio, pasa a encarnar el fracaso. Que ese éxito-fracaso se refleje en condiciones materiales futuras es la base de la justificación de la desigualdad en base a medidas de “calidad”. Por ello es que algunos economistas correlacionan medidas como el SIMCE o la PSU y el ingreso futuro, describiendo así que el “mérito” (tener más puntos SIMCE o PSU) implica mayor acceso a recursos.
La compleja red de conceptos y consecuencias asociadas al debate que organizan los intelectuales neoliberales en torno a la “calidad” hace que debatirla distraiga al sentido común del inmenso potencial democratizador que trae consigo la movilización social que ha puesto el foco en la gratuidad, la oposición al lucro, y la igualdad en el acceso a la educación como derecho social. El debate sobre la calidad debe tener definiciones claras. Si se pugna por una educación inclusiva, democrática, que respete realidades locales, y que sea un vehículo de la felicidad humana, entonces no podemos seguir debatiendo la “calidad” en los términos que instalaron y defienden los intelectuales neoliberales. Lenguaje común como el capital humano, o los mismos resultados del SIMCE o cuanta prueba estandarizada exista, fortalecen las posiciones del debate en términos neoliberales.
La autonomía política de los nuevos movimientos sociales nace de la capacidad organizada de reflexión y formación de categorías conceptuales y analíticas propias, que le den sentido a las luchas por realizaciones humanas más vivibles. El velo de neutralidad tecnocrática que esconde la idea de la “calidad” responde a un proyecto histórico concreto e ilegítimo hacia el cual nos hemos rebelado: el neoliberalismo. El ciclo presente, propositivo y en disputa, que se ha abierto por décadas de luchas sociales y resistencias, llama a hablar sobre el sentido de la educación. Debemos mirar con escepticismo los intentos por desviar el debate hacia la “calidad de la educación”, a menos que exista una disputa clara por definirla en nuevos términos y debatir su sentido. No vaya a ser que los “dueños del país”, en nombre de la “calidad”, nos dejen con un nuevo ciclo de profundización neoliberal en el sistema educativo.
(*) Texto publicada en El Quinto Poder.cl