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Movilidad e inclusión en el acceso a la educación superior

Fernando Muñoz
Por : Fernando Muñoz Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor de la Universidad Austral. Editor de http://www.redseca.cl
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¿Es el acceso a la educación superior un aspecto sobre el cual sea legítimo tomar públicamente decisiones políticas orientadas a influir en la composición de los grupos profesionales? ¿O debe estar la integración y conformación de las profesiones determinada por el mérito individual, sin que éste sea interferido de manera alguna? Si bien ambas tesis, así formuladas, parecen divergentes y contradictorias, quisiera sugerir que ellas no sólo son compatibles, sino que la primera es una condición de posibilidad de la segunda.

Para comprender la importancia del anterior planteamiento, es necesario tener en mente ciertas premisas sobre los valores que caracterizan a nuestra cultura. Nuestra sociedad sustenta sus instituciones políticas y jurídicas en concepciones filosóficas que hacen del mérito y el esfuerzo individual el fundamento de los derechos y deberes de cada quien. Si uno quisiese ponerle una etiqueta o nombre a dicha filosofía, habría que llamarla lockeana, pues una de sus primeras y más importantes formulaciones se encuentra en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de John Locke, publicado en 1689. Allí el filósofo inglés plantea que la legitimidad del orden político se funda en su capacidad de otorgar protección a la propiedad, que en ausencia de dicho orden se ve expuesta a múltiples riesgos. Para Locke la propiedad, en consecuencia, es un hecho pre-político; la propiedad preexiste al orden político (tesis que, por cierto, me parece profundamente equivocada). ¿Y cuál es el fundamento, entonces, de la propiedad misma? Según Locke, dicho fundamento es el esfuerzo, el trabajo, con el cual el individuo agrega valor a los objetos que encuentra en la naturaleza. Esta tesis filosófica inspira la concepción de lo suyo de cada uno –es decir, de la justicia– del liberalismo clásico: cada quien merece sólo aquello por lo cual se ha esforzado. Tal criterio sirvió como sustento a la reestructuración de instituciones políticas y jurídicas que el liberalismo llevó a cabo durante el siglo XIX en todo Occidente. El mérito individual es, entonces, el criterio que, para el liberalismo clásico, debe imperar en la asignación de bienes de carácter económico; entre los cuales se encuentra la educación, al menos en cuanto a que ella tiene implicancias sobre la distribución del ingreso.

Ahora bien, las sociedades occidentales contemporáneas son sociedades estratificadas trangeneracionalmente. Son sociedades estratificadas, en el sentido de que existen estratos, clases sociales conformadas por grupos de gente con más bienes económicos y gente con menos bienes económicos. Pero la estratificación social no sólo tiene una dimensión económica. Tal dimensión está presente, sin lugar a dudas, pero no es todo lo que hay. Los ingresos económicos están altamente relacionados con la libertad que positivamente se tenga para llevar a cabo planes de vida autónomos. Esto, a su vez, influye en las oportunidades que se tenga para obtener prestigio y reconocimiento por parte de quienes nos rodean, lo que a su vez redunda decisivamente en la valoración que uno tenga de sí mismo. La distribución de estos y muchos otros atributos dependen de la estructura social; y una estructura social estratificada significa que mientras algunos gozan plenamente de todos estos bienes, otros carecen considerablemente de ellos.

Esto, a la luz de la filosofía lockeana, no es problemático en sí, pues podría (y, en un mundo lockeanamente perfecto, debiera) ser el resultado del despliegue de distintos niveles de esfuerzo y mérito por parte de los individuos que integran cada estrato o clase. Si esto es así, si el lugar de cada quien en la jerarquía social depende de su esfuerzo y del mérito que hubiese desplegado, entonces la estratificación social es justa pues satisface el criterio de justicia lockeano: a cada quien según sus méritos. Lo realmente problemático desde la perspectiva lockeana está en el hecho de que estos estratos sociales son transgeneracionales: son, en otras palabras, hereditarios. Tienden a permanecer a lo largo de las generaciones en la forma de la prole, los hijos, de los integrantes de cada estrato. El problema aquí es doble.

En primer lugar, hay quienes debido a haber nacido en familias de altos ingresos acceden a niveles de bienestar que, en estricto rigor, a la luz de las ideas lockeanas sobre el mérito y el esfuerzo individual no merecen, pues no las han obtenido como resultado de su trabajo sino como regalo de sus padres. A la luz de las ideas de Locke, el bienestar de estos niños es sencillamente privilegio inmerecido, tan inmerecido como lo era la institución de la monarquía hereditaria (a cuya crítica Locke dedica el Primer Tratado sobre el Gobierno Civil). Ahora, la pregunta de qué merece alguien que no está en condiciones de esforzarse (y, por ello, de probar su mérito individual) debido a que no ha alcanzado su madurez intelectual y física es, ciertamente, difícil de contestar. Es importante que nos demos cuenta de que eso muestra una debilidad de la teoría lockeana, que necesita ser suplementada (y, quizás, en algunos casos reemplazada) por una teoría que sostenga y explique por qué en algunos casos el criterio de atribución de bienes no debiera ser el mérito sino la necesidad. Desde luego, es muy probable que incluso a la luz de dicha teoría, los niveles de bienestar de que gozan algunos retoños de familias acomodadas sigan siendo inmerecidos, esta vez no porque hayan sido obtenidos por los niños con el sudor de su frente (que sería el reproche lockeano) sino porque son sencillamente despilfarro.

La segunda razón por la cual el carácter transgeneracional de la estratificación social surge respecto de aquellos niños que nacen al interior de familias de menos ingresos. En este caso, las oportunidades, perspectivas, estímulos, y fuentes de autoestima de esos niños van de la mano con la posición social de sus padres. Las posibilidades con que cuentan para cultivar sus talentos, para disciplinar su carácter, para desplegar su potencial, son menores a medida que menores son los ingresos de sus padres, quienes, a su vez, habrán estado también en similares situaciones de desventaja. El ciclo de la pobreza dura muchas vidas.

No es de extrañarse que haya investigadores en sociedades como la inglesa que hayan rastreado las jerarquías sociales del presente a varios siglos atrás. Y Chile no es una excepción al carácter transgeneracional de la estratificación social; más bien, es un ejemplo particularmente agudo de ello. Bien sabido es que, en nuestra sociedad, la cuna influye considerablemente en las perspectivas de desarrollo personal y bienestar a las que cada quien puede aspirar. En gran medida ello se debe a que, como hemos visto anteriormente, cada quien tiene la libertad (negativa) de escoger para sus hijos la educación que esté en condiciones de pagar, sin interferencias (al menos, estatales). Y esto es muy relevante para empezar a comprender qué significa educación, y particularmente universidad, pública, es decir de todos. Una de las múltiples causas que producen la estratificación social, así como su mantención a lo largo de las generaciones, es la educación. Como el neoliberal nos lo ha recordado, la educación es una forma de enriquecimiento, no sólo en el sentido humanista de que perfecciona el ser de quien la recibe sino también, y sobre todo, en el sentido de que quien la recibe adquiere destrezas que le permitirán aumentar sus ingresos.

Pero antes de sacar conclusiones sobre los deberes sociales de la universidad en relación al impacto de “la cuna” sobre la estructura social, es necesario añadir otro elemento a la reflexión. Las circunstancias económicas de los padres no constituyen la única variable no relacionada con el mérito y el esfuerzo que influye en el acceso que cada quien tiene a los bienes asociados a cada posición dentro de la estructura social. También inciden poderosamente la raza (la mayor parte de la población indígena se encuentra en situación de pobreza), el género (el ingreso de las mujeres es menor al de los hombres), la identidad de género (¿cuántos abogados transexuales ha conocido usted?), la orientación sexual (son frecuentes los casos de personas que han perdido su trabajo y otras oportunidades debido a que se ha difundido su lesbianismo u homosexualidad). Estos factores son independientes de la situación económica de los padres. Pero, al igual que la situación económica, ellos no reflejan en lo más mínimo el mérito o esfuerzo individual. Y si bien es posible que el esfuerzo permita a alguien superar las carencias económicas de sus padres, no se puede “superar” la raza, el género, la orientación sexual o la identidad de género que se tiene. Estas no son “carencias” sino circunstancias personales que definen la identidad propia (y en las cuales el individuo debiera ser capaz de encontrar sentido y autorrealización, una situación que a menudo se ve frustrada por la actitud negativa de otros hacia él). Son, por lo demás, características cuya determinación está más allá del alcance del actuar individual. Ahora, en todos estos casos estamos frente a grupos o identidades que son discriminados; es decir, grupos o identidades respecto de los cuales existen estereotipos ampliamente difundidos en toda la población y reproducidos en múltiples manifestaciones culturales (de las obras de ficción y los anuncios publicitarios a la oferta disponible en materia de vestimenta y alimentación) que les imputan ciertas características negativas a quienes detentan los atributos en cuestión. A partir de esas representaciones negativas, la generalidad de los integrantes de la sociedad se sienten autorizados, obligados incluso, a negarles diversas oportunidades a los individuos en cuestión. El mérito y el esfuerzo de estos sujetos de la discriminación se ve, en consecuencia, desconocido y menguado, incluso simplemente anulado antes de poder desarrollarse.

Existe entonces una aguda disonancia o discordia entre el individualismo meritocrático de nuestros valores y el carácter estamental de nuestra estructura social, que tiende a distribuir premios y castigos en razón de factores ajenos al mérito individual. Esta disonancia, por a menudo implica que, a nuestros propios ojos, a la luz de nuestros propios valores, nuestra sociedad es radicalmente injusta.

Esta grave y fundamental disonancia interpela a la universidad de varias maneras. Desde luego, le exige asumir un rol reflexivo; es decir, le exige pensar en las implicancias filosóficas y las consecuencias prácticas de nuestra incoherencia. Pero también le exige adaptar sus formas de actuar para no ser, como dice el refrán, parte del problema sino que de la solución.

La universidad es parte del problema de la estratificación social cuando su función de certificación profesional sirve para replicar y amplificar el carácter estamental de nuestra sociedad. En otras palabras, la universidad es una fuente de estratificación social cuando sus egresados son mayoritariamente hijos de profesionales y, en general, de familias acomodadas, prósperas. Esto deslegitima la estructura de las profesiones, pues evidencia que su conformación e integración no proviene principalmente del mérito y el esfuerzo sino que del privilegio hereditario.

¿Cómo pueden las universidades ser parte de la solución y no del problema? Esto se logra sólo conceptualizando claramente los dos grandes objetivos que debe existir al respecto, así como las circunstancias que en cada caso conducirán al mismo. Digamos que el primer objetivo es la movilidad social. El segundo objetivo, entonces, será la inclusión.

La movilidad social es un asunto que involucra la estratificación social. Para ser confrontada, ella exige crear mecanismos que garanticen el ingreso a las carreras universitarias de al menos de un determinado porcentaje de alumnos provenientes de los primeros quintiles. La determinación del mecanismo idóneo para alcanzar este objetivo (la creación de cupos para alumnos de los primeros quintiles, la elaboración de exigencias diferenciadas de puntaje, etcétera) ha de ser materia de análisis técnicos. Lo importante es que quede establecido el objetivo, generar movilidad social a través del acceso a la universidad, fin respecto del cual los mecanismos serán simples medios.

Ahora bien, el logro de este objetivo involucra también hacerse cargo de que dichos alumnos finalicen sus estudios. Debido a las carencias formativas que a menudo tienen dichos alumnos, deberán existir programas apropiados de reforzamiento de saberes y competencias, los así llamados propedéuticos. Debido a las difíciles condiciones que muchos de ellos enfrentan durante sus estudios, deberán existir programas adecuados de bienestar estudiantil, incluyendo atención psicológica y médica, así como espacios adecuados de recreación y de deportes. Todo ello, desde luego, debe estar disponible para todo el alumnado; pero la presencia en la universidad de números significativos de estudiantes provenientes de hogares donde presumiblemente las facilidades y comodidades son menores le exigen a la universidad contar con la infraestructura adecuada. Tanto programas de refuerzo académico como medidas de bienestar estudiantil son medidas imprescindibles, desde una perspectiva estrictamente pedagógica, para incrementar los niveles de logro en la formación profesional.

Ahora bien, hemos dicho que junto al objetivo de la movilidad social existe también el de la inclusión. Esto nos llevará a agregar algunas metas adicionales. En primer lugar, la unidad respecto de la cual debiera alcanzarse el objetivo de contar con alumnos de los primeros quintiles ha de ser cada carrera: no cada macrounidad académica (las facultades, escuelas, o institutos, dependiendo de la nomenclatura respectiva), tampoco cada universidad. De otra manera se corre el riesgo de que existan carreras o macrounidades completas de ricos y pobres. En segundo lugar, e incorporando ahora las demás variables que hemos examinado, deben existir medidas orientadas a garantizar el ingreso de alumnos pertenecientes a minorías y grupos desaventajados de todo tipo, incluyendo no sólo pueblos originarios o minorías sexuales, sino también personas con discapacidad e inmigrantes. Específicamente en lo que respecta a la relación numérica entre hombres y mujeres, la composición del alumnado debiera tender a la paridad. En tercer lugar, los alumnos provenientes de distintos contextos socio-económicos no deben ser simplemente arrojados a una misma aula sin más. Deben haber iniciativas deliberadamente orientadas hacia la integración, el respeto mutuo, la valoración de la diversidad.

En ningún caso debiera pensarse, sin embargo, que la universidad deba ser la única, ni siquiera la principal fuente de movilidad e inclusión social. Otros instrumentos de planificación y gestión pública deben ser empleados con ese fin: desde luego, la educación escolar, pero también la estructura tributaria, el diseño de los espacios públicos y el equipamiento urbano, los procesos de representación política, la producción artística y cultural en general. Por último, y como sugería al observar que la universidad debe reflexionar sobre las implicancias filosóficas de nuestra disonancia valórico-social, las propias premisas individualistas de nuestra cultura deben ser discutidas. No sería de extrañar que lleguemos a la conclusión de que el carácter estamental de nuestra sociedad se deba, precisamente, a los valores individualistas en los que se sustenta, y que lleguemos a la conclusión de que una sociedad donde todos y cada uno de sus integrantes cuenten con la posibilidad de alcanzar su máximo desarrollo espiritual y material posible es una sociedad fundada en otros valores.

(*) Texto publicado en Red Seca.cl

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