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¿Para qué leer, si puedo mirar? Errores crónicos en el fomento lector

Andrés Montero
Por : Andrés Montero Escritor y cuentacuentos.
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Resulta que uno piensa que se van a poner las pilas. La importancia de la lectura y del fomento lector parece estar siendo realmente tomada en cuenta en las políticas públicas de nuestro curioso país (aunque eso haya sido sólo después de aparecer en los tristes últimos puestos de comprensión lectora de los rankings latinoamericanos: nuestro país reacciona con más urgencia por rankings que por terremotos).

Entonces uno, ciudadano común y corriente, ve que la gente se empieza a llenar la boca con el fomento lector y dice, bah, benditos rankings, parece que ahora sí que le vamos a dar a la literatura y a la lectura en general el sitial que se merece. Pobres e ingenuas aves.

No quisiera pensar que hay mala intención. De verdad, no lo creo. Pero sí hay una altura de miras irrisoria, hay gente inepta decidiendo cosas y eso, como siempre, es terrible.

¿Por qué, don joven e inexperto columnista, por qué dice usted eso?

No, es que usted no me va a creer. Dígame nomás, que pa’ eso lo estoy leyendo. A ver, le pregunto a usted primero: ¿Qué entiende por fomento lector? Fomento lectooor… fomento lectooor… bueno, me imagino que es motivar y fomentar la lectura de libros. ¡Correcto, señor! ¿Y qué más? Ehmm, supongo que ese fomento va dirigido principalmente a los niños, porque el resto de los mortales como que si no leyeron nunca, no van a empezar ahora. Sí, tiene razón, el fomento lector es sobre todo para los más chicos, que todavía tienen oportunidad de convertirse en lectores. Aunque también se hacen esfuerzos para que los adultos lean, no lo vamos a desconocer.

¿Y en Chile se hace suficiente fomento lector, don columnista, qué cree usted? Así como suficiente-suficiente no, pero a mí me parece que vamos bien. Digo, que está en el debate público, que hay fundaciones dedicadas a eso, que es un TEMA, en definitiva. Incluso hay un Plan Nacional de Fomento de la Lectura, que se llama Lee Chile Lee, fíjese. Ah, pero eso está muy bien. ¿Y entonces por qué trata de ineptos a los que la llevan? ¡No sea así, respete! Quisiera hacerlo, don lector, pero primero tendríamos que definir qué es la lectura. Yo pienso como usted, pero me parece que allá arriba no piensan lo mismo. Explíquese que no le entiendo. Me explico, don lector, aunque no le hace falta más que darse una vuelta por cualquier biblioteca infantil y comprenderá solo. O tal vez no comprenda nada y en ese caso será mejor que se vaya a trabajar en políticas públicas.

Hubo un tiempo en que los libros para niños (o la mal llamada “Literatura infantil”) no tenían ilustraciones ni dibujos. A veces ni siquiera estaban escritos, sino que sólo eran escuchados por los pequeños de la casa de boca de sus padres o abuelos. Todo el mundo sabe que los niños entran con facilidad en las historias narradas oralmente, desde el principio de la humanidad. También lo hacían en esas historias escritas que, a veces, había en las casas, aunque eran pocas. Pero después, don lector, después llegó la televisión y las historias pasaron a verse reproducidas en movimiento, con imágenes y todo, hasta en colores. ¿Cómo competir contra eso? No se les ocurrió nada mejor que empezar a dibujar en los libros, para así parecerse un poco más a la televisión. Aun así la competencia era dura. Ilustraron e ilustraron.

Algún niño (mi padre, por lo menos, pero supongo que deben haber habido más) quiso reclamar: a él le gustaba imaginar las cosas que pasaban en los libros, no que le dibujaran todo. Él se imaginaba a ese hombre como un gordo con barba y camisa de granjero, y a la página siguiente el hombre era un flacucho esmirriado y lampiño. Touché, doña imaginación, aquí manda el discurso oficial, manda lo que se le ocurrió al ilustrador y usted, don niño, olvídese de su gordo con barba porque no existe. ¿Resultado? Un gordo asesinado. La imaginación de un niño asesinada.

Podríamos pensar que era imposible empeorar las cosas, pero no. Las generaciones pasaron y luego solamente hubo niños que desde siempre tuvieron libros con ilustraciones. En la escuela, los obligaron a leerlos (otra genialidad de las políticas educativas, obligar a leer), y puede que hasta les hayan gustado. Pero crecieron y los siguieron obligando a leer: cada vez que arrendaban el libro que tocaba, lo abrían para revisar todos los dibujitos primero y contar cuántas páginas de lectura se AHORRABAN gracias al pincel del ilustrador (si se sintió identificado no se sienta mal, es una realidad). En algún momento, posiblemente hacia 6to. básico, los libros dejaron de tener ilustraciones. Ergo, los niños dejaron de leer. Lea sino el estudio de Fundación La Fuente sobre la edad en que los niños dejan de leer y verá qué sorprendente es que coincida con la edad en que los libros dejan de tener dibujitos. La imaginación perdía 6-0, 6-0 y apenas empezaba el tercer set.

Alguien pudo darse cuenta y detener el caos: ¡a nadie le interesaba ya leer, sino sólo ver dibujos! Es decir, la misma lógica que la tele: es entretenida porque no hay que hacer grandes esfuerzos, porque no hay que juntar palabras para entender significados, simplemente hay que mirarla hasta que alguien la apague y nos demos cuenta de que seguimos vivos en el mundo. Como la televisión iba ganando, entonces la empezamos a imitar.

Así que no, nadie detuvo el caos. Y le diré más, aunque puede que usted ni siquiera me crea. De un tiempo a esta parte, los libros para niños son… ILUSTRACIONES con una línea de palabras cada dos páginas. Se lo prometo. Pero le juro que es verdad. Vaya, vaya a la Biblioteca de Santiago a ver los libros infantiles y créame, que no le miento. Ilustraciones preciosas de dos planas con cinco palabras escritas abajito, a la izquierda. El libro completo puede tener unas cuarenta palabras, si es más o menos largo. Cuarenta palabras. Piense lo agotados que quedaran esos niños leyendo los cuentos de Santiago en Cien Palabras cuando anden en metro. Cien palabras seguidas, con una pura ilustración. Es criminal.

Hay que decir que apareció hace poco un nuevo formato llamado “Libro-álbum”. Está basado en la ilustración, claro, y tiene muy poco texto, pero a veces texto e imagen se complementan, de modo que uno es incomprensible sin el otro. No me gustan tampoco los libros-álbum, pero al menos hacen pensar un poco a los niños. Todo el mundo los ama, lo sé. Pero cuidado, que eso no es fomento lector. Es fomento “perceptor”, si se quiere, pero un adicto a los libros-álbum no se va a poner a leer a Borges pasados los años. Al menos no por ese camino. Yo no digo que se eliminen los libros-álbum ni critico el bello trabajo de los ilustradores.

Sólo digo que están trabajando en el recipiente equivocado. Un buen libro-álbum sería perfecto para ser trabajado en el ramo de Artes Plásticas, pero no tiene nada que hacer en Lenguaje y Comunicación. Porque no es fomento lector. Eso es lo que nadie parece entender.
Pero eso no es todo. Le cuento algo: pensando en todos estos temas decidí entrar al Diplomado en Fomento de la Lectura y Literatura Infantil y Juvenil, de la Universidad Católica y la Fundación La Fuente. Sí, era bueno saber más, ver cómo se estaban enfrentando estos problemas que le comento en la alta academia. Y durante una jornada presencial, la directora del diplomado nos quiso invitar a escuchar un cuento. Y apretó play y en el proyector apareció un libro para niños en su versión para iPod y Tablet.

Un cuento cuyas páginas avanzan si se hace click, y donde los monstruos se tiraban peos verdes si se hacía doble click. Y entonces comprendí que estamos fritos, don lector: la literatura se va a parecer cada vez más a la televisión. Nos mostraron eso en el diplomado patrocinado por una de las fundaciones más serias de fomento lector y por una de las dos mejores universidades de Chile. A ese nivel. Y todo el mundo lo encontró la raja. Dijeron que así se acercaba a los niños a la lectura. ¿Pero de qué lectura hablaban, si no había nada que leer?

Así está el mundo y las cosas, y se llenan la boca con su fomento lector inútil. Inútil porque hay de todo, menos lectura. ¿Soluciones? Yo no veo ninguna mientras se siga avanzando en este camino tan equivocado. Pensaba que tal vez hay que empezar a ponerle dibujitos a los libros de Bolaño, de García Márquez, de Proust. Digo, para que algún día alguien los lea. Así como va la cosa no veo más soluciones. Pienso también que el daño es tan profundo que deberíamos regresar a la narración oral, a los cuentacuentos. Yo mismo me dedico a eso, y mucha gente lo está haciendo. ¿Pero qué pasa?

Que muchos de los narradores actuales hacen sus presentaciones disfrazados y con amplia utilización de objetos, lo cual, supuestamente, es más atractivo para los niños (con lo cual yo estoy en franco desacuerdo). De modo que pasa lo mismo: los niños no pueden imaginar nada de lo que le cuentan, porque ahí está el paraguas amarillo, porque ahí está esa máscara que me dice cómo era el personaje, porque además me desconcentro mirando el disfraz de ratoncito del cuentacuentos que además me habla como si yo fuera idiota y pone diminutivos en todas sus palabras.

¿Por qué hacen todo eso? Yo pienso que es porque no creen que los vayan a tomar en cuenta si no se disfrazan, sino utilizan la imagen, así como en los libros para niños. Creen que ellos – los niños – son tan tontos que sólo les gusta la televisión, por lo que no hay más opciones: hay que tratar de parecerse a ella, a su majestad la tele, y por eso hemos llegado ya a hacer libros de cuentos que funcionan con clicks, y por eso se disfrazan los cuentacuentos y utilizan objetos y hablan como si fueran retrasados, ellos y su público.

Porque no creen, realmente, en los niños.

Por eso no hay ningún plan de fomento lector que sirva si este es el camino. Yo me pregunto: ¿por qué ponerle colores a la palabra, si la palabra ya contiene todos los colores?

Y me respondo, solo, triste: porque, en realidad, ya nadie cree en la palabra. Por eso la disfrazan y la esconden. y/o retiro de la imaginación por lesión crónica.

Usted gana, doña TV.

(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl

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