Publicidad
La gloriosa izquierda whiskera Opinión

La gloriosa izquierda whiskera

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
Ver Más

Mi izquierdismo ha sido siempre un poco incómodo para mí, se trata, más que de marxismo, de cierta rebeldía en contra de la injusticia y de las moralinas tiránicas, y de derechismo he tenido alguna vez unas fiebres pasajeras. He sido, sí, aunque no tenga grandes hazañas que exhibir al respecto, muy frontalmente opuesto a la dictadura, un régimen que mató o torturó o detuvo o hizo irse del país a muchos de mis amigos y a algunos familiares muy cercanos.


Mi abuelo Francisco Antonio, a quien le decían en casa don Franco, fue un patriarca del sur, que prosperó en Mulchén durante la vuelta del siglo XIX al XX, y del que me quedan una foto sentado en una silla de paja de patio, de barba blanca y fumando un puro con expresión de goce burlón, y otra imagen más antigua, de joven, en uniforme militar. De una digna familia de comerciantes venida de Rere, hizo negocios de campo y bosque, fundó aserraderos y barracas, apoyó la formación de la Sociedad Sinfónica de Mulchén, y con el pseudónimo de “Severo Paciencia” publicó artículos en el diario La Araucanía. Antibalmacedista, radical y muy probablemente masón, fue concejal, gobernador e intendente.

Se arruinó con la crisis del año 30, y la extensa familia debió vender la casa santiaguina de la calle Dieciocho que todavía está allí con sus tres pisos y sus formas algo caprichosas. Mi padre heredó de mi abuelo no el dinero pero sí la formación republicana y el gusto por la vida –que no son poca cosa–, aunque probablemente por su carácter, que se decía entonces “nervioso”, disfrutó en general menos que don Franco, reservándose, sí, la dicha de ser un creador, un innovador, un escritor y dibujante, un conversador de bares y sobremesas.

Para mí la vida es, como lo fue para ellos, esencialmente tomando un trago, disfrutando de una biblioteca, conversando con amigos, bromeando y riendo, galanteando o coqueteando o como se llame aquello, comiendo de todo lo que se pueda cocinar con gracia, especialmente sabores nuevos y diferentes, escuchando música, cultivando las facilidades artísticas o físicas o sociales que a cada cual le ha tocado en suerte, observando a las personas, hablando, por cierto, de política, y estudiando con curiosidad ojalá alegre todo lo que abra nuevos espacios a la mente, a la comprensión de este mundo incomprensible.

[cita]¿Se ven demasiado satisfechos de sí mismos los izquierdistas whiskeros? Puede ser. ¿Aparecen de pronto a su lado unos cuñados o sobrinas olfateando prebendas, unas tupidas redes que vienen desde el colegio o el barrio? Nadie es perfecto. ¿No quisiera uno, para seguir en un esquema simple de buenos y malos, que fuesen o abusadores malvados como los auténticos explotadores o, si no, víctimas apaleadas como los auténticos explotados? Quizá. Pero ellos, los gauchistas doré, no se dejan. Insisten en pasarlo bien cada día que viven, en ser ellos mismos, no renuncian a lo que tienen, e intentan dar a los demás humanos un trato de semejantes. Tienen modales. Conocen el mundo. Heredaron algunos privilegios pero, en lugar de sentir vergüenza, sienten orgullo. Son, a veces, detestables. Y tan queribles.[/cita]

La raigambre espiritual de mi padre y abuelo es enteramente laica. Mi padre, como Portales, o como don Joaquín Edwards Bello, que lo apreciaba (y de quien guardo alguna carta personal dirigida a mi papá), era un escéptico, no creía mucho en Dios, pero sí –decía él– en los curas. Sus ídolos intelectuales fueron republicanos, materialistas, tolerantes y gozadores: Voltaire, Oscar Wilde, Aldous Huxley, Bertrand Russell. Personas que por azar, como le ocurre a todo ser humano, nacieron en un medio relativamente acomodado aunque tampoco tanto, y no se sintieron jamás cómodos con el estrecho uniforme integrista de su ambiente.

Hoy se les llama a estas personas “liberales”. En tiempos de mi abuelo eran, en Chile, “radicales”. Durante los años de la polarización allendista quedaron, quedamos, incómodamente arrinconados en una especie de izquierda, que se ha dado en llamar la izquierda whiskera, o el red set. Algunos obreros muy obreros y muy comunistas o socialistas se mofaban un poco de los niñitos de colegio católico que durante la UP andaban con poncho y melena rubia.

Crecí conversando con mi padre, que no era nada rubio ni usó jamás poncho, acerca de tantas cosas. Su cercanía intelectual me transmitió la admiración por la sencillez republicana y el desprecio por las tiranías o los usos intolerantes de las clases altas. Despreciaba por siúticos o pomposos los aires de los más ricos y no tenía aspiración alguna a vivir en una de esas mansiones o tener aquellos lujos, aunque millonario no le hubiera desagradado ser. Si había tenido de niño todo aquello, pensaba él, fue por casualidad, no por ningún rasgo esencial de mi abuelo ni por designios sobrenaturales, y más que tener, ellos, los Tejeda, había elegantemente “pasado a tener”, tal como luego perdieron con algo de buen humor –o de humor negro– aquello que habían tenido.

Mi padre amaba las bibliotecas en movimiento, las reproducciones de arte, el jazz, el tango, los rincones de la ciudad, la música de Mozart o de Bach, las curiosidades humanas, los bares olvidados, sencillamente porque le suavizaban el ánimo y le hacían más llevadera, a ratos hermosa, esta espera incierta de la muerte que es la vida.

Para disfrutar de la naturaleza no necesitaba ir al campo, le bastaba con un macetero donde brotara algo que observaba día a día. Amaba el cine aunque también le gustaba mucho salirse en mitad de la película o llegar cuando había empezado, le gustaban los días de lluvia, despreciaba el colonialismo europeo, censuraba el racismo norteamericano, lo inquietaban los golpes de Estado que una y otra vez daban los militares de países latinoamericanos en contra de gobiernos democráticamente elegidos, y tenía en muy pobre concepto el rol de los norteamericanos en esos turbios episodios. Estaba en contra de la pena de muerte y en contra de Hitler, le tenía buena a Churchill, a De Gaulle, a Roosevelt, a Aguirre Cerda, también a O’Higgins por su rol articulador y su entereza, celebrando de pasada algunas frases de Portales o ciertos gestos histriónicos de Mussolini. Le escuché entonar ocasionalmente canciones republicanas españolas. Sentía poco afecto por el estalinismo, riéndose del aspecto ceñudo o siniestro de Malenkov y de Beria. Era un poco ibañista y un poco antiibañista. Hablaba de la matanza del Seguro Obrero y del avión rojo.

Cabeza, pues, activa y libre la de mi padre. Él no tomaba whisky, pero sí vino embotellado, que en aquella época era algo mejor que el de chuico. Ponían la botella en una base metálica con un borde trabajado, como un púlpito. Escuchaba los noticiarios, leía los diarios (El Mercurio y el Clarín), consideraba que Batista era un tirano asqueroso, se entusiasmó con Fidel, pero mantuvo sus distancias con el régimen cubano, rechazando alguna invitación que le hicieron en su calidad de intelectual y periodista.

Fan de Rafael Agustín Gumucio, lo apoyó en sus campañas y lo siguió luego cuando abandonó la Democracia Cristiana para transformarse en allendista. Fue mi padre, como yo, un allendista no demasiado entusiasta, alguien siempre un poco fuera de la tribu, desapegado de cualquier tribu, celoso de su libertad y gozoso en sus merodeos solitarios.

Algunos de mis tíos maternos compartían con mi padre la necesidad de entender políticamente el mundo, de tener opinión, de debatir en la mesa los temas que convocaban o preocupaban a la gente. Y así eran sus amigos.

Me formé, pues, en una mentalidad republicana, consistente en tener opinión, vivir críticamente la vida, tratar de entender el escenario político nacional o internacional, no privarse de pensar o de hacerse preguntas, manteniendo al mismo tiempo una distancia un poco irónica, una cierta actitud de no creerse demasiado nada. Y tratar, sobre todo, de no ser arrollado por la vida, ojalá de disfrutarla.

Así como mis compañeros de curso del Liceo Alemán me han motejado, cuando los he visto, muy de tanto en tanto, de comunista o anarquista o izquierdista o artista o cualquier otra etiqueta terminada en “ista”, así también algunos, de los que por mi profesión o aventura vital he debido tratar, ven en mí a un miembro de la izquierda whiskera, y me lo dejan caer con una sonrisa. Es como si uno fuera desenmascarado al pretender formar parte, por progresista, de una clase menos favorecida a la que en verdad no pertenece, aunque sin perder el estatus de su auténtica clase social. Como si quisiera lo mejor de los dos mundos.

En realidad, no hay nada de eso. Mi izquierdismo ha sido siempre un poco incómodo para mí, se trata, más que de marxismo, de cierta rebeldía en contra de la injusticia y de las moralinas tiránicas, y de derechismo he tenido alguna vez unas fiebres pasajeras. He sido, sí, aunque no tenga grandes hazañas que exhibir al respecto, muy frontalmente opuesto a la dictadura, un régimen que mató o torturó o detuvo o hizo irse del país a muchos de mis amigos y a algunos familiares muy cercanos. Al mismo tiempo, la moralina hipócrita de los curas me ha ido resultando, con el tiempo, cada vez más insoportable. Trato de resistirme a cumplir con los roles muertos que otros (a veces yo mismo) han diseñado para mí.

Cero vergüenza me da no ser de una clase más encopetada o de una menos pudiente, soy sencillamente del medio que he sido y no me siento responsable ni de que haya clases sociales ni de pertenecer a una de ellas aunque sea de modo borroso, ni de que a mi papá le haya gustado ir al Roxy a tomarse unos vinos con duraznos, ni de tener yo siempre en casa, desde hace años, una botella de Ballantine’s (no siempre la misma, por cierto), que ahora cuesta más o menos lo mismo que una de tinto de buena calidad.

No creo que el mal esté fuera de nosotros e irrumpa casualmente de repente, como un virus o una bacteria, en forma de delincuente, terrorista, torturador o abusador, a la manera de lo que se cuece en las películas norteamericanas, con música y luces especiales. Creo más bien en la dialéctica, en el juego de contrarios, en que la vida lleva en sus genes a la muerte: todos los seres humanos podemos transformarnos, según cómo, en ángeles o en chacales y, por eso, tan importante como la responsabilidad individual de nuestros actos es el entorno o paisaje donde se desarrollan los dramas humanos, el tono de la convivencia. Y si por mi propia vida debo de vez en cuando hacer algo para mejorarla, también lo correcto es sentir que somos parte de eso que llamamos “los demás”, y en alguna cosa podemos contribuir, sin invadir por cierto a nadie, para que lo que es de todos nos resulte más aceptable y ojalá agradable.

Tal como hay un clasismo autoritario e intolerante de derechas, hay también un clasismo o anticlasismo intolerante de izquierdas o de lo que sea, una suerte de resentimiento. En todos los casos el deporte es etiquetar o motejar a unos u otros, descalificándolos por haber nacido en la familia que nacieron y llamando a la inmovilidad, a la resignación determinista. Qué cosa más absurda. Como si eso fuese algo que se pudiera elegir.

El resentimiento es cobrarle a alguien de hoy, con mucho retraso, unos agravios hechos por otros que ya están muertos, tal como el clasismo es cobrarles a otros el haber nacido en una familia o raza que no son las del cobrador. Esas deudas son todas inexistentes, y nadie debe pagarlas, ni tampoco hacer tales cobros.

Es evidente en cambio que Chile, como país, sí tiene una deuda con la gente de menos recursos, o con algunas comunidades que han sido rudamente postergadas por razón de su identidad. Está bien colaborar para que las diferencias no sean humillantes, y en eso anda Chile hoy en día, en buena hora. Si la prosperidad alcanza para todos, ¿por qué no compartir un poco? Nadie tiene sentirse humillado por ser quien es, por el contrario, lo que procede es el orgullo.

Puedo entender que a otra gente no, pero a mí sí me han atraído siempre el red set, la izquierda whiskera, o la gauche divine, como se llamen. Creo que sus valores existen, son sólidos, y provienen no de una culpa cristiana, sino de la virtud pagana y clásica. Quizá los artistas e intelectuales tengan muy viva esa actitud. Pienso en libros de arte, en familias que combinan los lazos con las libertades personales, en el amor por la belleza, en el sentido del humor, en el glamour personal, en la buena cocina, en la curiosidad por la vida…

Lo que cuenta en la visión humanista es que cada hombre se ponga de pie ante sí mismo y sepa ser quien es y como realmente es, con valentía y generosidad. Que ningún desarrollo específico (ganar dinero, hacer familia, ir a muchas fiestas) altere la humanidad esencialmente multidireccional de nuestra existencia: estamos hechos para la vida, para crecer y desarrollarnos, para encontrar y conservar amigos, estamos conformados para el amor, para el placer, también para la decepción y el dolor, para lo individual y para lo colectivo, buscamos la comodidad aunque busquemos a veces también el riesgo y el combate en buena lid.

Necesitamos vivir en sociedad (solos no sobrevivimos) y si nuestra sociedad es desgraciada probablemente lo seremos también nosotros, por muy ricos o famosos que lleguemos a ser. Lo relevante no es ser más que los demás, sino ser en cada momento más de uno mismo, cada cual en su substancia y en sus cualidades.

Quizá por eso es que son los izquierdistas whiskeros, o liberales, o escépticos, o intelectuales de izquierda, o redseteros –a estas alturas da lo mismo el nombre–, algo descreídos de religiones, de infiernos y de cielos, y también un poco distantes, aunque no ausentes, del tráfico capitalista que lo convierte todo en oferta, en mercancía, en consumo forzado y banal, en corrupción y tráfico de influencias. Tener y ganar, sí, pero sin volvernos locos. Las matemáticas, hasta cierto punto.

¿Se ven demasiado satisfechos de sí mismos los izquierdistas whiskeros? Puede ser. ¿Aparecen de pronto a su lado unos cuñados o sobrinas olfateando prebendas, unas tupidas redes que vienen desde el colegio o el barrio? Nadie es perfecto. ¿No quisiera uno, para seguir en un esquema simple de buenos y malos, que fuesen o abusadores malvados como los auténticos explotadores o, si no, víctimas apaleadas como los auténticos explotados? Quizá. Pero ellos, los gauchistas doré, no se dejan. Insisten en pasarlo bien cada día que viven, en ser ellos mismos, no renuncian a lo que tienen, e intentan dar a los demás humanos un trato de semejantes. Tienen modales. Conocen el mundo. Heredaron algunos privilegios pero, en lugar de sentir vergüenza, sienten orgullo. Son, a veces, detestables. Y tan queribles.

A los izquierdistas whiskeros les han sacado en cara a uno el yate en Algarrobo, a otro la taza de té en Washington, al de acá el dedo, a los de más allá las amistades o los parientes o los viajes o los apellidos o algún zigzagueo… Igual han hecho, cada uno de ellos, su contribución al país desde sus valores, sus limitaciones y su humanidad.

Algunos han padecido por ser fieles a sí mismos. Otros, por similares razones, han disfrutado de la vida y la han concluido en paz, rodeados de bienestar, lo que despierta a veces alguna envidia, qué le vamos a hacer. Todos ellos han contribuido, creo yo, a dejar un mundo más rico, más sabroso, más justo y más humano. Han logrado sortear, los whiskeros, a esas ponzoñas tan chilenas que son la prepotencia, la resignación, la culpa y el resentimiento. No han renunciado al placer ni a la solidaridad ni a la lectura, y así han vivido, han sufrido y han disfrutado, creativamente y sin mucho guión previo.

No estoy tan seguro de a qué personajes reales podemos poner en el red set, y seguro que tanto su adscripción a este grupo como sus trayectorias serán discutibles. Todos ellos arrastran sus defectos junto a sus virtudes –son humanos–, pero igual yo quiero levantar mi vaso de Ballantine’s y saludar desde este rincón del invierno chileno a don Fernando Castillo Velasco, a Salvador Allende, a don Pedro Aguirre Cerda, a Carmen Waugh, a Ricardo Lagos, a Gabriel Valdés (tanto al padre Subercaseaux como al hijo Juan Gabriel), a Nicanor Parra (que es más de tecito), a Rafael Agustín Gumucio, a Marta Rivas, a Isidora Aguirre, a Bernardo Leighton, a Nicolás Eyzaguirre… y no sé si todos han sido whiskeros o de izquierda o lo siguen siendo, pero yo ya entiendo lo que quiero decir. Salud.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias