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Cristianismo, tolerancia y matrimonio igualitario

Carlos Oliva Vega
Por : Carlos Oliva Vega Periodista y poeta, miembro de Verdeseo. Su último libro se llama “Marginalia. Crónicas en verso”
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Años de investigación llevaron a Boswell a rastrear, a partir del rumor de un hombre que le divulgó la noticia de una supuesta unión sagrada entre amigos del mismo sexo en la antigüedad, unas extrañas uniones de hermandad durante el Medioevo. Así comenzaría la primera sospecha que tuvo de la realidad de las uniones homosexuales que la Iglesia consagraba, celebradas incluso entre sacerdotes.


El respetado Rolando Jiménez se equivocó rotundamente cuando afirmó que él y muchas de las personas del Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh) se consideran ateos debido al papel que ha tenido la Iglesia contra los derechos de los gays.

Jiménez explica: “Somos bastante ateos, entre otras cosas, por el rol que ha jugado la Iglesia católica en la difusión y promoción de la homofobia a nivel cultural a lo largo y ancho de su historia”.

El yerro de este activista no radica en su posición, sino más bien en esta apreciación, la histórica, porque por mucho que el clero desconozca los derechos de las minorías sexuales, torpedeando incluso su derecho a la unión civil entre personas del mismo sexo, el fenómeno no fue siempre así.

Se sabe que la homosexualidad fue una elección más que aceptada entre los griegos. Bastaría leer un poco a Platón y notar cuántos de los presentes en las discusiones llegaban emparejados a esos diálogos, empezando por el mismo Sócrates. No eran pocos. Reconocida incluso es la inclinación sexual de importantes dioses griegos como Zeus, quien secuestró al cazador Ganímedes para hacerlo su copero y acompañante. Los pueblos de la Hélade divinizarían durante siglos la figura de este efebo levantándole estatuas de todo tipo. Algunos dirán que es simple literatura, a lo que se debe responder que no, que aquello no estaba ni un ápice lejano de la realidad.

Ya Plutarco hablaba del batallón sagrado de Tebas: un ejército compuesto de más o menos 150 parejas homosexuales y que destacó por su infalible habilidad en las artes de la guerra en el siglo 4 a. C.

[cita]Años de investigación llevaron a Boswell a rastrear, a partir del rumor de un hombre que le divulgó la noticia de una supuesta unión sagrada entre amigos del mismo sexo en la antigüedad, unas extrañas uniones de hermandad durante el Medioevo. Así comenzaría la primera sospecha que tuvo de la realidad de las uniones homosexuales que la Iglesia consagraba, celebradas incluso entre sacerdotes.[/cita]

¿Qué decir de los romanos? No marcaban diferencia alguna ni distinguían entre heteros y homosexuales. Es más, a partir de la fundación del Imperio Romano, los primeros 200 años fueron regidos por hombres con altas inclinaciones homosexuales, según lo dicho por el historiador de la Universidad de Yale, John Boswell, en su aplaudida obra Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad (1980). Ejemplos hay varios, como la feroz devoción de Adriano por el joven bitinio Antínoo, quien, tras suicidarse, sería divinizado por el emperador no sólo en Roma sino también en todos los lugares que el romano visitaba, como ciertos países de África y Medio Oriente.

Para muchos, el comportamiento de estos pueblos encarna la prueba más palpable del libertinaje sexual de esas culturas politeístas. Pero es extraño que muchos pretendan extirpar del legado de griegos y romanos dicha situación, culturas de las cuales heredamos entre otras cosas la democracia, la filosofía, la ética o los modelos de un código civil, pero, por desgracia, nada de su tolerancia, tolerancia de la que incluso los primeros cristianos se alimentaron al punto de oficiar uniones sagradas entre personas del mismo sexo y entre las cuales hubo incluso mártires y, a la postre, santos de la Iglesia católica.

 Del matrimonio igualitario

John Boswell (1947-1994) no sólo fue un católico practicante sino también un filólogo que dominaba más de 12 lenguas. Se doctoró en Harvard para luego incorporarse a la planta académica de Yale como profesor de historia. Ahí llegaría a ser profesor titular y autor de varios libros, entre los cuales destacan Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad (ganador del National Book Award de Historia en 1981) y Uniones homosexuales en la Europa premoderna (1994). En ambos dedicó años de investigación, e incluso más de una década respecto al primero, un libro tan aplaudido que recibió incluso las flores de Michel Foucault.

Allí, Boswell nos cuenta, entre otras cosas sorprendentes, que la actual intolerancia social contra los gays se enquistó en el cristianismo recién entre los siglos tres y seis (d. C.), tras la disolución del Estado romano. Era la época en que las provincias comenzaron a ser el centro del poder, la época en que desaparecieron las subculturas urbanas, aumentaron los impuestos y la regulación gubernamental de la moralidad, además de la notoria presión pública del ascetismo en todo lo relativo a materia sexual.

“Muchos escritores paganos desdeñaron al cristianismo como religión precisamente por lo que ellos llamaron la perdición en materia sexual de sus seguidores. Incluso hubo apologías cristianas que defendieron su creencia para contrarrestar los libelos que denostaban dicha fe por su indulgencia sexual, incluyendo, por cierto, los actos homosexuales” (la traducción es mía).

La homosexualidad no sólo fue tolerada por los emperadores cristianos de Roma, sino también gravada con impuestos en las ciudades occidentales “hasta dos siglos después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial”.

Años de investigación llevaron a Boswell a rastrear, a partir del rumor de un hombre que le divulgó la noticia de una supuesta unión sagrada entre amigos del mismo sexo en la antigüedad, unas extrañas uniones de hermandad durante el Medioevo. Así comenzaría la primera sospecha que tuvo de la realidad de las uniones homosexuales que la Iglesia consagraba, celebradas incluso entre sacerdotes.

Las pesquisas de Boswell lo llevaron a indagar en la relación entre dos santos de la Iglesia Católica: Baco y Sergio. Siendo soldados romanos bajo el mando del emperador Galerius, los envidiosos de su favoritismo ante los patricios acabaron por denunciar a las autoridades su secreto fervor por el cristianismo. Torturados, ambos morirían: Baco producto de los golpes y Sergio decapitado.

En relación a este tipo de “hermandad” de los santos testimoniada en documentos que Boswell publicó como apéndice del segundo libro dedicado a este tema, el autor explica: “Sergio y Baco no fueron hermanos biológicos –y nadie nunca ha dicho que lo fueran– y, en este sentido, el término hermandad debe ser entendido como el uso antiguo que le dieran las subculturas eróticas o como un reflejo de la usanza bíblica. Y como fuere, debería tener siempre connotaciones eróticas”.

Entre la extensa bibliografía que Boswell descubrió, destacan los casos de hermandad entre las santas Perpetua y Felicitas, entre San Nearco y San Polyecto, de San Theodoro de Sykeon con el patriarca Tomás de Constantinopla, de San Jorge y San Demetrio, etcétera, etcétera. Las uniones también sobrepasaban el ámbito del cristianismo, por cierto. Y ahí están la “hermandad” del emperador bizantino Basil I de la dinastía de Macedonia con Miguel III, y su posterior “hermandad” con otros dos hombres jóvenes tras la muerte de su “hermano”.

Y es que “las uniones del mismo sexo eran comunes en la sociedad bizantina medieval incluso entre hombres notables”, dice Boswell.

Distintos críticos han objetado de manera semántica la realidad de las uniones homosexuales, arguyendo que estas nunca fueron en verdad “matrimonios”. Pero el infalible Boswell nunca habla de matrimonio como tal, sino de uniones y hermandad. Pero así sea uno u otro, es interesante notar, como lo hace el historiador, que los matrimonios en la antigüedad fueron harto distintos a aquellas uniones modernas conocidas con el mismo nombre. De hecho, el fin de estos siempre fue la procreación o, en último término, el establecimiento de contratos de patrimonios entre las familias de los firmantes. Rara vez consistieron en alianzas de amor como las uniones de hermandad.

El propio San Agustín, muerto en el siglo cuarto (d. C.) condenada todo tipo de enredo carnal, ya fuera entre personas del mismo sexo o no. Para el Padre de la Iglesia, toda relación de este tipo alejada de la procreación merecía la peor de las condenas. Sin embargo, el sabio de Hipona también señaló que si un cristiano no vivía en acuerdo carnal con otro (en un matrimonio), debía hacerlo en “unión fraternal”, pero desistiendo de las relaciones físicas.

A diferencia de San Agustín, los cristianos de siglos postreros, como ahora, sólo condenarían las relaciones entre personas del mismo sexo, y nada dirían de las relaciones carnales fuera del matrimonio entre hombres y mujeres.

No es difícil entender la intolerancia actual de la sociedad para con los minorías sexuales, una sociedad que mata y maltrata a todos aquellos que insinúan su orientación, cuando los mismos ilustrados siguen imponiendo la religión en medio de las políticas civiles. De ahí que no sea extraño, entonces, que Rolando Jiménez dispare contra la Iglesia. Después de todo, los políticos locales siguen legislando con el evangelio bajo el brazo, olvidando que un Presidente como Alessandri Palma separó la Iglesia del Estado hace casi un siglo.

La reductio ad absurdum que los conservadores arguyen para derribar cualquier opción de matrimonio entre personas del mismo sexo, afirmándose en el libertinaje y la promiscuidad que esto llevaría, carece de toda lógica.

Aún recuerdo a Evelyn Matthei decir en un programa de televisión que, de aceptarse el matrimonio homosexual, “¿tendríamos que aceptar que dos mujeres convivan (sic) con un hombre y se casen los tres? Tengo amigos homosexuales, todo el respeto y el cariño para ellos, que si quieren tener un nuevo estado lo tendrán. Pero el matrimonio es entre un hombre y una mujer”.

¿Cómo responder a semejante necedad?

En un texto hermoso escrito por Andrew Sullivan en 1989 para la prestigiosa revista The New Republic, en donde defendía el matrimonio entre personas del mismo sexo, se daban razones del por qué los conservadores terminaban ganando más que cualquier otro grupo con la legalización del matrimonio igualitario. Decía:

“Legalizar el matrimonio ofrecería para los homosexuales la misma sociedad contractual que hoy se ofrece para los heteros: una aprobación social más general, además de ventajas legales específicas a cambio de un compromiso férreo con otro ser humano. Al igual que el matrimonio heterosexual, el matrimonio entre personas del mismo sexo fomentaría la cohesión social, la seguridad emocional y la prudencia económica. No habría razón de fondo para prohibirles adoptar o fomentar la paternidad, pues también coadyuvaría a la crianza de los niños. Así, legalizarlo no sería para nada un quiebre a las costumbres sociales. Por esto, los conservadores que deploran la promiscuidad entre los homosexuales deberían ser los primeros en apoyar esta legalización“.

A días de que la Corte Suprema de EE.UU. se negara a declarar ilegal los matrimonios de parejas del mismo sexo sostenidos en distintos estados, que en Chile se aprobara en primera instancia el muy perfectible Acuerdo de Vida en Pareja (AVP), y que el nuncio del Vaticano acusara a tres sacerdotes por su opinión en pro del matrimonio igualitario, muchos de quienes están en contra de esta igualdad civil debieran hablar menos y leer a más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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