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Las siete señales del cambio de paradigma en Chile: respuesta a Marcel Oppliger Opinión

Las siete señales del cambio de paradigma en Chile: respuesta a Marcel Oppliger

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
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La democracia y el mercado, como reconoce Oppliger, no están en juego en nuestras discusiones. La discusión se ubica en otro nivel, en todo caso, un nivel profundo: lo que se discute es el “paradigma” que nos venía rigiendo desde inicios de la Transición. Oppliger cree que no estaría puesto en cuestión. Yo creo que sí. Aquí quisiera dar un paso más y, antes que simplemente discutir la columna, referirme a movimientos o alteraciones significativos, cuya constatación permitiría dar cuenta de que sí nos dirigimos a una situación muy distinta a aquella en la que nos encontrábamos durante los pasados veinticinco años.


Le agradezco a Marcel Oppliger su clarificador comentario a mi columna sobre el libro que él escribiera con Eugenio Guzmán. Aquí, en un afán por contribuir a una necesaria discusión interna en la derecha, en la que Oppliger avanza con prestancia, me permito hacer una precisión y discrepar de su diagnóstico de que no habría en nuestro país algo así como un “cambio de paradigma”.

La precisión es como sigue. Si bien es cierto que el foco central del libro es el estudio de la realidad social, y en este sentido tiene en parte razón Oppliger al señalar que resulta inapropiado esperar de él una discusión ideológica, sin embargo, no es menos cierto que allí sí se lleva adelante también una discusión de carácter ideológico, como él mismo destaca cuando repara en sus críticas a las ideas de la izquierda. Es porque noté allí, junto con una descripción de hechos, además una discusión de ideas, no obstante que documentada de modo algo precario, que me pareció necesario incluir el libro en la serie que he ido publicando en El Mostrador.

Respecto al diagnóstico del referido libro, efectivamente la democracia y el mercado, como reconoce Oppliger, no están en juego en nuestras discusiones. La discusión se ubica en otro nivel, en todo caso, un nivel profundo: lo que se discute es el “paradigma” que nos venía rigiendo desde inicios de la Transición. Oppliger cree que no estaría puesto en cuestión. Yo creo que sí. Aquí quisiera dar un paso más y, antes que simplemente discutir la columna, referirme a movimientos o alteraciones significativos, cuya constatación permitiría dar cuenta de que sí nos dirigimos a una situación muy distinta a aquella en la que nos encontrábamos durante los pasados veinticinco años.

La primera alteración a tener en cuenta, es la disminución del miedo. Durante los gobiernos de la Concertación una nueva generación alcanzó la mayoría de edad. Es una generación postdictadura y post-Muro de Berlín, ajena a los múltiples temores con los que se vivía hasta los 80: miedo a la invasión soviética, miedo a los bombazos, miedo a los atentados, miedo a la tortura, a ser detenido, miedo a la pobreza, a la cesantía, al hambre, miedo a la guerra, miedo a la hecatombe nuclear. Una economía, en términos generales, bullente durante casi treinta años, terminó con el hambre. La Unión Soviética desapareció; MJL, DINA, MIR, DICOMCAR, CNI, FPMR, etc., la larga serie de siglas que asustaban en nuestra política interna, también. Y aunque el riesgo persiste, ya ni se piensa en la amenaza nuclear. Los jóvenes en Chile temen hoy menos perder el empleo, pues obtienen otro con menor dificultad. Si bien es cierto que no todos nuestros miedos han sido conjurados (tal cosa es –dada nuestra precariedad– un imposible), el hecho es que existían fuentes de miedo que fueron muy importantes en el pasado y que ya no están. El debate, entonces, puede volverse más intenso, pues no hay temor a tensionar la situación.

[cita]La élite parece haber devenido oligarquía. En nuestro país el poder político y el económico se hallan altamente concentrados en ciertos grupos sociales o incluso familiares. Si bien los “clanes” no son un fenómeno autóctono, en la política y la economía chilena manifiestan una insólita eficacia. La dirigencia político-partidista está pésimamente evaluada y persistentemente en las pesquisas de opinión y se la asocia antes con ambición individual y banalidad que con la encarnación del interés general o intenciones serias y loables.[/cita]

Una segunda alteración tiene que ver con que en 2010 la derecha llegó al poder democráticamente, poniendo término a dos décadas de gobiernos de la Concertación. Si bien la derecha perdió estrepitosamente las elecciones y en parte contribuyó a desencadenar la ebullición social de los últimos años, no se ha de desconocer que su triunfo en las presidenciales marca algo parecido al final de la Transición, en el sentido preciso de que desde entonces la derecha y la centroizquierda se disputan el poder político principal en igualdad de condiciones, un poco más lejos que antes de las sombras de la Unidad Popular y la dictadura. La discusión ha logrado desplazarse desde los ejes firmes que la mantenían fija, volviéndose más insegura e inestable, pero también, de paso, comparable en parte con la que tiene lugar en países políticamente más avanzados.

Tercera alteración: si el conocimiento y la información son poder, el poder se ha repartido. Esto ocurre en varios sentidos. Pese a los graves problemas que arrastra nuestro sistema educacional, es un hecho que la matrícula en los estudios superiores se masificó. Este es un cambio que, aunque insuficiente, tiene un alto impacto en la vida concreta de los afectados y, por su gran extensión, al final, de la sociedad entera. Sucede que universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica no sólo difunden conocimientos, sino que, además de formalizar el comportamiento de los concernidos incorporando en sus vidas nuevos hábitos que les vuelven más aptos para el trabajo productivo, posibilitan el establecimiento de redes de contactos, operan como una especie de plaza pública para los alumnos, quizás como ningún otro tipo de instancia, ni aun las plazas reales de sus barrios.

A lo anterior hay que agregar que, a consecuencia, primero, del funesto exilio y, luego, de una política sostenida por gobiernos de diverso signo, existe una gran cantidad de chilenos que han estudiado en el extranjero y regresado gracias a becas extranjeras y chilenas. Estos contingentes de estudiantes de magíster y doctorado han experimentado culturas sociales, políticas, económicas y académicas distintas –usualmente más avanzadas– que la chilena. Con ello adquieren criterios de comparación y la distancia requeridos para juzgar acerca de los méritos del modelo chileno. Además, y fruto de sus estudios disciplinarios, vuelven con conocimientos y capacidades que les convierten en un factor de mayor influencia en el país. Su retorno significa entonces la distribución del poder del conocimiento y, a la vez, la introducción de un factor dinamizador –desordenador incluso– de la vida nacional. Cuentan con herramientas conceptuales como para realizar una reflexión de mayor calado sobre la situación y de redes suficientes como para hacer valer sus opiniones.

Cuarta alteración: desde hace tiempo que nuestro sistema económico viene dando señales de alerta. Los casos de colusión de las cadenas de farmacias y de las empresas avícolas, los de modificación unilateral de cláusulas a los clientes de cadenas de retail, fueron una campanada de alerta respecto de un fenómeno que se venía asentando en el país desde hace años. No es que los empresarios sean necesariamente malos en un sentido moral. Es, mucho más, en este caso la excesiva concentración de poder la que les hace fácil abusar de sus posiciones. Los teóricos políticos saben, desde Locke y Montesquieu (también de antes), que la concentración del poder genera posibilidades de abuso para quien lo ejerce. La distribución del poder, en cambio, es garantía para los más débiles. Esta máxima es válida para cualquier poder social, incluido el económico. En Chile, y fruto precisamente del nuevo sistema liberal instaurado durante la dictadura, se produjo una creciente concentración del poder económico. Los bancos, las avícolas, las empresas de fondos de pensión, de salud previsional, las farmacias, las librerías de libros y las de útiles y papelería, las jugueterías, las ópticas, el retail, los supermercados, las tiendas de comida, las cigarrerías, etcétera, son grandes cadenas que se han expandido a tal punto que casi todo –¡hasta el pan!– lo compramos hoy en ellas.

Junto con el oligopolio, es relevante mencionar el hecho preocupante de que las empresas chilenas aportan, en general, poco valor a sus materias, que la industria del país es incipiente, que las extensas jornadas laborales tienen baja productividad. Raphael Bergoeing muestra que la eficiencia agregada se ha desacelerado desde 1998 en adelante y está muy por debajo de la que tienen países desarrollados.

Algo que en general destacan también los expertos es el altísimo nivel de desigualdad que existe en el país. Es un hecho que el despliegue integral de Chile, incluso su competitividad económica, pero sobre todo la consecución de un desarrollo que sea más que cifras, exigen una mejor distribución de la riqueza.

Quinta alteración: de modo parecido que hace un siglo, la élite parece haber devenido oligarquía. En nuestro país el poder político y el económico se hallan altamente concentrados en ciertos grupos sociales o incluso familiares. Si bien los “clanes” no son un fenómeno autóctono, en la política y la economía chilena manifiestan una insólita eficacia. La dirigencia político-partidista está pésimamente evaluada y persistentemente en las pesquisas de opinión y se la asocia antes con ambición individual y banalidad que con la encarnación del interés general o intenciones serias y loables.

Sexta alteración: incremento del centralismo. El tamaño ínfimo de las regiones en las que se agrupan nuestras paupérrimas provincias es completamente inadecuado para propiciar una efectiva descentralización, que no sólo sea administrativa, sino política. Regiones demasiado pequeñas impiden lograr la concentración suficiente de cuadros humanos y recursos en cada una de ellas. El centralismo hace muy difícil alcanzar decisiones correctas en terreno y el resultado es una pérdida de capacidad del Estado, el cual se vuelve un mecanismo que, en la medida en que crece, aumenta, en general, su ineficiencia. Chile necesita un Estado fuerte, vigoroso y dinámico, apto para desenvolverse con prestancia en las diversas situaciones. Hoy en día, en cambio, el centralismo exagerado, la ausencia de regiones poderosas, hacen que el Estado se parezca muchas veces más a una gran y floja burocracia que a un centro de impulsión múltiple y efectivo del despliegue de las capacidades de la nación. El resultado de esta carencia es, por de pronto, una serie de conflictos que se agravan en regiones, en La Araucanía, en Punta Arenas, en Aysén –aún aislado–, en el norte, en la misma medida en que las autoridades dotadas del poder para adoptar decisiones eficaces, por la distancia en la que se encuentran, simplemente no saben en concreto de las disputas y de sus diversos factores. El centralismo exacerbado es el responsable de una falta de integración de pueblo y territorio: nuestra nación no se esparce por su paisaje, la mayor parte de ella se hacina en la capital, no se cae en la cuenta de que la naturalidad de los mares y los campos, o ciudades vinculadas armónicamente con su entorno, importan posibilidades fundamentales de experimentar sentido a las que se está renunciando. Entre nosotros, si el norte es un desierto inhóspito, el sur ha sido convertido en un gigantesco parque nacional, impidiéndose así su colonización.

Séptima alteración: empobrecimiento espiritual. El abandono de grandes grupos de jóvenes y la expansión del consumo de drogas peligrosas, especialmente en las grandes ciudades; la fragmentación familiar y la ausencia de vínculos sociales dotados de una fortaleza y capacidad afectiva comparables; la falta de un ambiente vecinal, social y natural estimulante, de caminos visibles de despliegue intelectual, estético y moral; opciones laborales de perfil muy bajo y escasas posibilidades de desarrollo personal, trabajos mal pagados, poco prestigiados, producen un contexto especialmente propicio para la decadencia y el empobrecimiento de las conductas humanas y el deterioro en el nivel espiritual y material de los concernidos.

La pregunta de si estamos entrando en un cambio de paradigma o se hallan firmes las bases del modelo que nos rigió durante los años finales de la dictadura y la Transición, tiene que hacerse cargo de estos siete cambios. A mí me parece que son lo suficientemente importantes y su efecto agregado sí permite decir que nos dirigimos a un cambio de paradigma. Saberlo, para la derecha, es fundamental, pues de eso depende que no sean las ideas de la izquierda las que lo terminen conformando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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