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Nuestros muros de Berlín

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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A veces tenemos la sensación de que a pesar de que las experiencias de los países del socialismo real hayan fracasado y aunque esos experimentos de igualitarismo voluntarista se hayan corrompido e incluso hayan terminado aplastando a sus propios ciudadanos, algo se perdió, mucho se perdió con ese fracaso. Se perdió, al menos por más tiempo del que durarán nuestras vidas, la esperanza de habitar un planeta sin muros pero sin las exclusiones ni las injusticias extremas del “mundo libre”, el inhumano mundo globalizado en que nos hallamos sumidos.


El viejo Muro de Berlín ha vuelto a irrumpir en la política chilena. Como nuestra Presidenta y otros compatriotas encontraron refugio en la República Democrática Alemana, la RDA, detrás del Muro, y como el Partido Comunista forma parte de su gobierno, algunos lanzan a Michelle Bachelet la palabra «Muro» como arma arrojadiza. Roberto Ampuero, Carlos Peña, Alfredo Joignant, Ernesto Ottone, José Rodríguez Elizondo y otros espadachines han saltado al ruedo con argumentos varios, algunos tan pintorescos como el de José Ramón Valente, que sostiene que con medidas como «la nueva ley que regula el trabajo de las nanas… todos los chilenos terminaremos viviendo detrás del muro».

Las caricaturas abundan. Los chilenos que vivieron tras el Muro y mantienen silencio son tildados de “cómplices” de un régimen “criminal”. Quienes habiendo estado en la RDA despotrican contra el “muro de la vergüenza” son tratados de “tránsfugas” y “traidores”. A todos les cae el remoquete de “oportunistas”: unos por “haberse vendido al capitalismo”… otros por “haberse vendido a una dictadura comunista”.

En el debate, como que faltara una mirada más amplia, más contexto histórico. En el siglo XX, el de todos los horrores, Alemania inició la Segunda Guerra Mundial, la peor catástrofe planetaria de todos los tiempos: ¡entre 40 y 70 millones de seres humanos bombardeados, gaseados, aplastados, destrozados, quemados, acribillados, matados de hambre y de frío! Treinta millones más o 30 millones menos, según cómo se cuente: un pequeño “detalle”. Un país atacado que ya no existe, la Unión Soviética, la URSS, cargó con la mayor cuota de víctimas: 20 millones, según sus cifras. Las tropas soviéticas “liberaron” –así se decía– Berlín y la parte oriental de Alemania. Por acuerdo entre los “Cuatro Grandes”, se consumó la partición de Berlín y de Alemania en cuatro zonas de ocupación: soviética, estadounidense, británica, francesa.

[cita] A veces tenemos la sensación de que, a pesar de que las experiencias de los países del socialismo real hayan fracasado y aunque esos experimentos de igualitarismo voluntarista se hayan corrompido e incluso hayan terminado aplastando a sus propios ciudadanos, algo se perdió, mucho se perdió con ese fracaso. Se perdió, al menos por más tiempo del que durarán nuestras vidas, la esperanza de habitar un planeta sin muros pero sin las exclusiones ni las injusticias extremas del “mundo libre”, el inhumano mundo globalizado en que nos hallamos sumidos. [/cita]

Arrasada, la antigua Alemania belicista había dejado de existir. En mayo de 1949, EE.UU., Gran Bretaña y Francia fusionaron sus zonas y nació la República Federal de Alemania, RFA, la Alemania occidental capitalista. Cinco meses más tarde, en el sector soviético se fundó la República Democrática Alemana, RDA, la Alemania oriental socialista. Berlín, anclado en el corazón de la RDA, fue dividido en dos Berlines: el Occidental, capitalista, rodeado por la RDA; el Oriental, socialista, capital de la RDA. La Guerra Fría hizo el resto.

Todas las revoluciones del siglo XX fueron hijas de la mística. Cercadas y agredidas, se defendieron, triunfaron o fueron derrotadas, vivieron una épica. Así fue con la Revolución Rusa –atacada por 14 potencias–, la Mexicana, la China, la Vietnamita, la Cubana, la efímera Revolución Chilena… Lo mismo sucedió en las luchas de independencia de las colonias de Asia, África, el Medio Oriente… La RDA no fue hija de un levantamiento revolucionario ni de la mística, sino de la derrota y aplastamiento armado del nazismo, y geográficamente le tocó estar en el campo socialista encabezado por la URSS. Al término de la guerra, Winston Churchill proclamó que existía una Cortina de Hierro y la geopolítica se impuso. No solo Alemania quedó dividida. Europa quedó dividida, el mundo quedó dividido. Los habitantes de ese mundo bipolar tendíamos a mirar la realidad con un solo ojo –el derecho o el izquierdo–, según a qué lado de la Cortina de Hierro estuviéramos situados física o mentalmente.

En el gobierno de la RDA fueron instalados los líderes sobrevivientes del Partido Comunista alemán, partido digno y combativo, que Hitler casi había borrado del mapa. La RDA nació también con el síndrome del cerco y el acoso, y sus dirigentes, como Erich Honecker, cuyos restos yacen en suelo chileno, se abocaron con eficiencia alemana a crear una nueva Alemania antifacista que debía ser invulnerable ante los enemigos internos y externos. Para lograrlo había que blindar las fronteras, impedir el “contrabando ideológico del enemigo”, bloquear toda ilusión de emigración de los “osis” –ciudadanos germano-orientales– hacia el campo de enfrente. Berlín Occidental era un “cáncer capitalista” enquistado en el corazón de la Alemania socialista: de ahí el Muro.

Los gobernantes de la RDA realizaban una agitación ideológica permanente contra el pasado nazi de Alemania y a favor del socialismo. Esa labor era muy intensa y cuando el 11 de septiembre de 1973 llegó de Chile la noticia de lo que estaba pasando, las calles de Berlín Oriental, de Leipzig, de Rostock y otras ciudades de la RDA fueron inundadas por cientos de miles de personas de todas las condiciones, jóvenes y ancianos, niños, hombres, mujeres que se volcaron espontáneamente a protestar por la muerte del presidente Allende y el golpe militar. La reacción de su propio pueblo sorprendió a los gobernantes y al Partido, que vieron en ello el fruto de la educación socialista y la prédica antifascista que llevaban a cabo. Celebraron reuniones de emergencia y, en pocas horas, el Partido, la Juventud, las organizaciones oficiales se pusieron a la cabeza de las protestas, asumieron su dirección. Como corolario, la RDA acogió a una gran cantidad de refugiados, facilitó el funcionamiento de los órganos del exilio chileno y se convirtió en motor importante de la solidaridad con los perseguidos de nuestro país. Carlos Contreras Labarca, embajador de Allende, quedó a la cabeza de Chile Antifascista, la flamante entidad instalada en el mismo edificio en que antes estaba la embajada. Las dos veces que viajé desde Moscú, donde residía, a reuniones del exilio en Berlín, fui recibido en el aeropuerto con cordialidad oficial. En mi tercer viaje, realizado en auto como simple turista pocas semanas antes de la caída del muro, recibí un trato agresivo y grosero de parte de los guardiafronteras de la RDA. La tensión estaba en el aire.

Cuando se dice que la RDA era una “cárcel”, que “todos” sus ciudadanos querían irse, se está exagerando o, por lo menos, simplificando. El Muro duró 28 años, la RDA 41 y en ese tiempo pasaron muchas cosas. Sucedió que el capitalismo tiró a la RFA hacia arriba y que el socialismo impulsó a la RDA a paso mucho más lento. La agitación permanente, las constantes campañas publicitarias, la vigilancia de la omnipresente Stasi, los balazos en el Muro contra los fugitivos no lograron frenar las ansias de apertura y, así, apenas Gorbachov soltó la rienda, el Muro fue deconstruido por los berlineses piedra a piedra. El Muro se había convertido en símbolo de la Guerra Fría y su caída fue recibida con alivio y alegría en todo un planeta que vivía bajo la amenaza de la guerra atómica.

Se afirma que los alemanes orientales añoraban el “mundo libre” y que en aras de ese ideal entregaron la vida los 125 ciudadanos que cayeron tratando de escapar. Contabilizar a las víctimas, comparar unas muertes con otras siempre tiene un lado perverso: entre un muerto y otro no es aceptable hacer diferencias, todos los muertos valen individualmente como seres humanos lo mismo. Pero durante mi generación que las ha visto todas, EE.UU. lanzó dos bombas atómicas sobre ciudades japonesas –yo tenía siete años y recuerdo hasta hoy el impacto terrorífico de la noticia– con un total de muertos superior a 150 mil personas, en su mayoría civiles, y con apoyo de sus aliados libró la guerra de Corea, donde se calcula que murieron cerca de un millón de coreanos y chinos y 40 mil norteamericanos, y la de Vietnam, donde las víctimas vietnamitas fueron más de un millón de soldados y más de dos millones de civiles y las estadounidenses sumaron cerca de 60 mil. Posteriormente, EE.UU. ha exportado la guerra a Afganistán, Irak, y mantiene el campo de concentración de Guantánamo… En nuestro continente, en poco más de medio siglo las víctimas de la violencia en Colombia han superado el millón y en los seis años del anterior presidente de México murieron violentamente 200 mil personas, según dicen, y recientemente hemos visto lo que ha pasado… Y Chile … El terrible mundo libre…

En el campo contrario, con el correr del tiempo, los amaneceres revolucionarios fueron dando paso a sistemas autoritarios, burocráticos, a menudo caricaturescos, algunos terriblemente represores y crueles. El régimen de Stalin puso la lápida al humanismo socialista, con decenas de millones de muertos –se dan cifras contradictorias– como resultado de sucesivas oleadas represivas, deportaciones y traslado de poblaciones, y de la colectivización forzada del agro. El engendro «revolucionario» de Pol Pot y los Jemeres Rojos de Cambodia llevará a cabo el escalofriante genocidio de unos dos millones de nacionales del propio país, un cuarto de la población. El terrible mundo de la revolución…

No hay dudas de que la caída del Muro fue ampliamente celebrada por los “osis”. Sin embargo, es sabido que la “reunificación” con la RFA fue vivida por muchos de ellos como una anexión, en la que pasaron a ser ciudadanos de segunda de la nueva Alemania. El chileno Manuel Guerrero, que a los 18 años terminaba sus estudios secundarios en una escuela de Berlín Oriental, ha evocado las emociones del día en que él y sus compañeros pasaron al otro lado. Pero hablando de los ciudadanos que cruzaban el muro en masa compacta, señala: “Una sorda desesperanza noté en ellos, no un entusiasmo revolucionario como soñaba Kant la experiencia moderna e ilustrada de la libertad y la autonomía… Algo había en el aire que los alemanes del Este notaban, algo que escapaba a su control. Un silencioso desencanto con todo, con lo propio y lo ajeno. Aún no desaparecía la RDA como país, pero ya se vivía el cambio, se observaba la canalización del proceso democratizador en otra cosa extraña que se jugaba no en la calle, en la plaza, en lo público, sino tras bambalinas de otra magnitud geopolítica”. Y recuerda: “A los años de ocurrido el 9 de Noviembre, mi amigo Thomas se suicidó. Su hermana también lo hizo. Y mi director del colegio también. Y varios más. No es que no celebraran la democracia, no es que quisieran regresar a lo que había…”.

Los chilenos que vivieron en la RDA, así como los que fuimos recibidos «detrás de la Cortina de Hierro o de caña» en otros países socialistas de entonces, guardamos un agradecimiento profundo hacia quienes nos acogieron en momentos en que nuestro mundo se derrumbaba. Allí vivíamos en función de la situación chilena, dedicados a denunciar los crímenes de la dictadura y a bregar por el restablecimiento de la democracia en Chile. Recibíamos el apoyo del país que nos cobijaba, no nos metíamos en sus asuntos y mirábamos en derredor cautelosamente y, fieles a la época, tendíamos a hacerlo con un solo ojo. Nos topábamos, es cierto, con no pocos burócratas de doble moral, pero conocimos también a muchos compañeros sinceros y abnegados, movidos por el viejo idealismo bolchevique y la esperanza de alcanzar una sociedad justa y fraternal: éstos fueron y siguen siendo nuestros amigos a la distancia, algunos han fallecido y no los olvidamos.

A veces tenemos la sensación de que a pesar de que las experiencias de los países del socialismo real hayan fracasado y aunque esos experimentos de igualitarismo voluntarista se hayan corrompido e incluso hayan terminado aplastando a sus propios ciudadanos, algo se perdió, mucho se perdió con ese fracaso. Se perdió, al menos por más tiempo del que durarán nuestras vidas, la esperanza de habitar un planeta sin muros pero sin las exclusiones ni las injusticias extremas del “mundo libre”, el inhumano mundo globalizado en que nos hallamos sumidos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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