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Chile Actual: ¿ciudadanía pendiente o república del consumo?

Tomás Moulián y Mauro Salazar
Por : Tomás Moulián y Mauro Salazar Tomás Moulian. Sociólogo. Investigador ARCIS y Mauro Salazar J. Investigador asociado ARCIS
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A tres décadas del fin de la “dictadura modernizante” nos encontramos ante nuevos procesos liderados por mecanismos de gratificación adscritos al consumo como experiencia cultural. El estallido de otros patrones simbólicos (postmateriales), ha modificado radicalmente a los procesos “identitarios”, en una especie de validación del imaginario de emprendedores –como nueva metáfora de la sociedad del consumo–. Ahora se trata de un “consumidor activo”, cuya socialización descansa en las reglas del mercado; ello le da un estatuto más instrumental y menos programático a la demanda social (movimiento 2011 mediante).


Si nos proponemos “otear” nuestro paisaje político cabría admitir que en la última década la sociedad chilena (“en principio”) ha experimentado una extensión de la conflictividad social. La cultura deliberativa en torno a modificar los últimos “vestigios autoritarios” se traduce en una “efervescencia ciudadana” contra el sistema binominal promulgado bajo la Constitución de 1980. El cuestionamiento a las arbitrariedades del modelo crediticio, la inusitada irrupción de “movimientos de género” hasta la actual proliferación de demandas de cuarta generación, se insertan (parcialmente) en el contexto global de una interpelación a los límites de la democracia representativa y la emergencia de “Asambleas Constituyentes” en América Latina –iniciativa que el Partido Comunista ha tratado de impulsar en los últimos meses–. En nuestro caso, la remoción del actual marco jurídico en materias como ley de divorcio y una nueva legislación contra el femicidio; la discusión en materias asociadas al aborto terapéutico; reivindicaciones feministas y la disidencia sexo-género, revelan una abundancia empírica que corrobora el proceso en curso.

Lo anterior nos permite constatar que los discursos más sustantivos de la clase política –con la excepción del des/dibujamiento identitario de la UDI– vienen girando en una dirección tibiamente reformista en materias de derechos sociales, tributarios y reformas en el campo del retail. El actual despertar crítico (que algunos autores velozmente catalogaron como el “mayo chileno”) se expresa en una agenda de reformas. Si bien admitimos la extensión del imaginario reivindicativo en el último decenio, sería del todo aventurado pronosticar una transición hacia la constitución de un “espacio pluralista” que restituya un programa de ciudadanía pendiente en virtud de la conocida presión ejercida por los movimientos sociales.

A modo de útil contrapunto, los contrastes con el caso argentino quedan a la vista. El “pragmatismo” liberalizante de Carlos Saúl Menem desencadenó una reacción pública de la sociedad argentina por las consecuencias de la privatización patrimonial y la nefasta concesión de servicios públicos (mediados de la década del 90). Nos referimos a las famosas “siete medidas”. Ello se expresó en el cambio de una “metodología de la privatización” a la iniciativa política impulsada por los Kirchner contra las instituciones multilaterales como el BID o el Fondo Monetario Internacional.

Cuestión que se tradujo, entre otras medidas, en reponer la centralidad estratégica del Estado a la hora de apoyar el fomento a la producción y el fortalecimiento del mercado interno –con visos de la clásica cuestión nacional–. Lo último se puede ilustrar a propósito de la nueva política económica que promueve el kirchnerismo desde el año 2003 en adelante, esta representa una ruptura con las desregulaciones impuestas por el menemismo. De especial relevancia es la restitución de un aparato productivo-industrial y una drástica revisión de las políticas crediticias del Banco Mundial bajo la “hegemonía de los noventa”. Toda esta resignificación tuvo lugar bajo la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007) y se ha prolongado –no exento de algunos dilemas– bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner.

[cita] A tres décadas del fin de la “dictadura modernizante” nos encontramos ante nuevos procesos liderados por mecanismos de gratificación adscritos al consumo como experiencia cultural. El estallido de otros patrones simbólicos (postmateriales), ha modificado radicalmente a los procesos “identitarios”, en una especie de validación del imaginario de emprendedores –como nueva metáfora de la sociedad del consumo–. Ahora se trata de un “consumidor activo”, cuya socialización descansa en las reglas del mercado; ello le da un estatuto más instrumental y menos programático a la demanda social (movimiento 2011 mediante). [/cita]

A diferencia de la secuencia de rupturas –caso Argentino– bajo el denominado “Consenso de Washington”, el modelo chileno ha representado una peculiaridad “tristemente exportable” para América Latina, por cuanto se hizo parte desenfadadamente de una “metodología de la privatización”. La modernización impuesta a fines de los años 70 (el famoso shock antifiscal) comprendió un experimento “draconianamente exitoso”, traducido en la desresponsabilización del Estado en materias sociales, la privatización del conflicto y crisis de la acción colectiva en sus más distintas modalidades. A ello hay que sumar una tecnología de focalizaciones en el campo de la política pública. Todo esto en el trazado de una sociedad de bienes y servicios. Si bien, en la actualidad se admite públicamente la obscena desigualdad en la redistribución del PIB (el 2% más rico de la población –que recae en 4.000 familias– absorbe el 30 % del ingreso nacional), existe una persistencia en establecer un crecimiento por puntos de empleabilidad que torna necesarios (y “controversiales”) los ajustes tributarios. En el caso chileno, la “boutique” de los bienes y servicios ha sido un antídoto para lidiar con las aspiraciones socioestéticas de los “grupos medios” (neoliberalismo avanzado, según CEPAL). Algunos autores del medio local han llegado a plantear la tesis de un neoliberalismo oligarquizante –dados los temibles niveles de concentración del ingreso nacional–.

Lejos de promover una “democracia radical”, debemos recordar que durante los años de postdictadura (década de los 90) los antagonismos eran domesticados tras un tratamiento remedial que no interrogaba el diseño institucional (Boeninger y otros) para perpetuar el proyecto modernizador (1976-1989). La transición chilena a la democracia buscó con distintos recursos acotar el “momento antagónico” y fortalecer la estabilidad institucional. Ello se expresó en sus primeros mecanismos conciliadores (mesas de diálogo y la catarsis del Informe Rettig), sin que tuviera en la base un consenso cultural fundado en el respeto inalienable de los Derechos Humanos. Bajo la dicotomía “consenso-miedos”, cómo olvidar la invocación de mecanismos discrecionales para detener el procesamiento al hijo de Augusto Pinochet (el bullado caso de los pinocheques) a nombre de “razones de Estado” (gobernabilidad neoliberal). Al margen del maridaje espurio entre consenso institucional y cultura de los miedos –traducido en un equilibrio de gobernabilidad–, la década de los 90 no establecía ningún horizonte de trazabilidad en el Chile de postdictadura.

La experiencia chilena no se mueve necesariamente en el marco del populismo clásico (sin perjuicio del debate historiográfico sobre la “dupla” Alessandri/Ibáñez), como tampoco en el contexto de sus reactualizaciones que dejan atrás los atributos peyorativos de esta noción. El caso chileno (1938-1973) caracterizado por la Estadolatría (empleomanía), no guarda relación con una politización de la esfera pública, de tipo nacional/popular, al punto de constituir al sujeto-pueblo (popŭlus) mediante un juego de interpelaciones (dicotomización del campo discursivo en amigo-enemigo) contra el establishment, como fue el caso de la sociedad argentina en los “años dorados” del peronismo (1946-1955). La construcción de una dicotomía en el espacio público entre un “ellos” y un “nosotros”, es un proceso complejo que ni siquiera alcanzó resultados definitivos bajo el gobierno de la Unidad Popular. En otro universo histórico, difícilmente el bacheletismo (de la reforma) se moverá en una dirección parcialmente similar.

El peso de la noche: el emprendedor universal

Si bien el péndulo académico coincide en diagnosticar una extensión empírica de los territorios del ciudadano y las nuevas demandas de orden post/material, ello no garantiza un “escáner único” en torno a la génesis del “movimientismo” y sus expresiones, como tampoco, la constitución de un programa de ciudadanía consistenteLo anterior, sin desestimar en lo absoluto el aporte del movimiento estudiantil en el periodo 2011-2013. Nuestra primera referencia, se puede situar en el contexto de una nueva reforma social, que se apoya en las movilizaciones que tienen lugar desde el año 2011 (año de la inflexión). Como antes mencionamos, en el último decenio hemos presenciado un viraje respecto al institucionalismo imperante en los años 90, un decenio marcado por una concepción doctrinal de los consensos de gobernabilidad y por la erradicación del conflicto.

Entonces, nos enfrentamos a un dilema de profundas implicancias proyectuales. De un lado, la actual extensión del campo político-institucional en Chile se sirve de una emergente pero no consolidada hegemonía de la reforma, que si bien profundiza el horizonte de “lo político”, restituyendo una especie de retórica populista, ello deja al descubierto que nuestra sociedad civil no goza de “capacidad fractural” sobre el institucionalismo legado de los años 90 –es más, prolonga mediante ritos de institucionalización–. De otro modo, la ampliación de demandas tiende a operar en el marco de la democracia representativa so pena de estimular “ambientes deliberativos” que a largo plazo también podrían deteriorar la desgastada representatividad del régimen político chileno –pero eso es solo una posibilidad–.

A tres décadas del fin de la “dictadura modernizante” nos encontramos ante nuevos procesos liderados por mecanismos de gratificación adscritos al consumo como experiencia cultural. El estallido de otros patrones simbólicos (postmateriales), ha modificado radicalmente los procesos “identitarios” en una especie de validación del imaginario de emprendedores –como nueva metáfora de la sociedad del consumo–. Ahora se trata de un “consumidor activo”, cuya socialización descansa en las reglas del mercado; ello le da un estatuto más instrumental y menos programático a la demanda social (movimiento 2011 mediante). Esto puede ser la expresión del empirismo inglés que en Chile hizo su aparición mediante la razón experta (1976) y las leyes infalibles del monetarismo científico representadas por la Escuela de Chicago. En el Chile Actual identificamos la constitución de una ciudadanía empoderada (empowerment) en diversas formas de interpelar materias valóricas, sociales y culturales de la actual institucionalidad –que bien puede ser la culminación de una racionalidad utilitaria gestada a fines de los años 70–. Cabe consignar que el emprendedor bien puede devenir en el prototipo de la refundación neoconservadora iniciada a fines de los años 70. Este encarna un conjunto de atributos de la modernización hegemónica vinculados a la liberalización de los modos de vida: la figura del emprendimiento representa un caso paradigmático a este respecto (PNUD, 2001).

En un conocido libro que ha adquirido ribetes de best-seller, nos referimos a Modernidad Líquida (2007), el conocido sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha caracterizado al sujeto globalizado como un ciudadano líquido, profundamente desafectado y atribulado en demandas difusas. Un sujeto “glucoso” en sus opciones culturales que no puede ser inscrito en las estratificaciones de la sociológica “convencional”, dado que no responde a patrones culturales estables, sino más bien a los símbolos etéreos de una sociedad de bienes y servicios. Los patrones de “solidificación” distan mucho de la inclusión que operaba en el marco del “tiempo” desarrollista. La sociedad actual –al decir del autor Polaco– se caracteriza por la licuofacción, por identidades nómades que han alterado radicalmente las formas secuenciales de entender ritos clásicos como infancia, juventud y adultez. Por ello, nociones como fluidez y volatilidad serían “atributos” del ciudadano postestatal que establece una reivindicación gestional. En el caso chileno, todo ello ha dado lugar a una verdadera “cultura del collage” que obliga a redefinir los marcos normativos de la organización social. El “ciudadano líquido” –parafraseando la conceptualización de Zygmunt Bauman– alude a un “actor ubicuo”, de una movilidad social oscilante, cuyos patrones culturales expresan un malestar difuso con la institucionalidad socioeducacional, al tiempo que mucho más empoderado en la demanda por empleabilidad, eficacia y gestión. Lo anterior requiere explorar los nexos entre el diagnóstico sugerido y los nuevos procesos de subjetivación en el Chile Actual.

Es decir, la esfera de la ciudadanía, sus modos de afiliación, y formas de acción quedan desplazadas por unas prácticas “afectivas” que no apelan al marco político en el sentido de cultivar un discurso programático de acuerdos y disensos con la clase política; se trata de un espacio distópico, porque se impone la ausencia de tendencias proyectuales y, en cambio, tienen lugar reivindicaciones atmosféricas (consumidor activo), más bien vinculadas a la tecnoimagen y a la crisis de sociabilidad institucional. La tesis a este respecto es que se trata de un cúmulo de demandas que no establecen un proceso de articulación que pudiera pensar la política bajo un proyecto hegemónico para los nuevos movimientos sociales. Asumida la tendencia a la diseminación en diversas reivindicaciones signadas por la instrumentalidad, queda al descubierto un déficit programático de la acción colectiva. Esta última posibilidad –dados los grados de penetración de la modernización suntuaria– es parte de un diagnóstico sociológico que podría comprometer severamente la capacidad hegemónica de un programa genuinamente reformista. En el Chile Actual, la demanda aparece asociada a una subjetividad crediticia y ello revela un torrente de cohortes (grupos medios) que migran desde una peculiar socialización por la vía del mercado. Lejos de apelar a la tesis del “mayo chileno”, también nos encontramos ante una resignificación de la demanda al campo de la gestión y los servicios, especialmente en el caso de los grupos medios. En nuestro caso, más allá de la evidencia empírica, no sabemos con certeza si predomina un proyecto genuino por modificar las bases estructurales del modelo educacional y restituir un marco regulatorio general o, bien, una “reivindicación por eficacia”, gestión y rentabilidad en la calidad de los servicios –incluido aquello que Sebastián Piñera denominó (dixit) como un “bien de consumo”–.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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