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Los muertos que no vamos a llorar (o la economía selectiva de la compasión)

Mathias Delori
Por : Mathias Delori Investigador del Consejo Nacional de la Investigación Científica (CNRS) en el Centro Emile Durkheim de Sciences Po Bordeaux.
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Esta pregunta retórica le permite apuntar al hecho de que en algunos mecanismos de poder muy potentes se camuflan tras escenas aparentemente anodinas y (literalmente) simpáticas de compasión con las víctimas de la violencia terrorista. Mecanismos de poder que se reflejan en lo que pudiéramos llamar la paradoja del discurso moderno y humanista.


Una sensación circula desde el atentado a Charlie Hebdo: estamos viviendo un «11 de septiembre» francés. Dejando a un lado la cuestión de volumen (cerca de tres mil de un lado, una docena del otro), el paralelismo entre los dos eventos es evidente. En ambos casos los atentados fueron perpetrados por personas que se reclamaban del Islam, dirigiéndose a civiles y a símbolos de la modernidad occidental (la prensa aquí, el capitalismo allá). También ambos aplican una estrategia terrorista, en el sentido que se trata de provocar una emoción de miedo en el país afectado. Tal idea de estar frente a nuestro «11 de septiembre» ha proliferado en las salas de redacción, haciendo que los comentaristas se cuestionen las lecciones a sacar del 11/09 norteamericano y, casi siempre, la actitud que adoptar frente a esta «amenaza».

En este sentido, dos interpretaciones parecen estructurar el relato público. La primera, claramente racista, afirma que el Islam declaró la guerra a Occidente y que este último tiene el derecho de defenderse. E Zemmour, M. Houellebecq, y otros islamófobos, serán seguramente subidos a la palestra en los próximos días. La consecuencia de esta visión del mundo es el miedo y odio al Islam, miedo y odio que las mencionadas personas no cuestionan. La segunda interpretación invita a no hacer analogías entre terrorismo e Islam, y a no declarar la guerra a este último. Tal enfoque, dominante en el discurso oficial y los editoriales de prensa «mainstream«, es más matizado que el primero, en la medida en que denuncia la burda operación consistente en asimilar a un millar de individuos los actos de un puñado. Se presenta, por lo tanto, como una postura «humanista», en el sentido que condena las ideologías odiosas e invita a reunirse, pacíficamente, solidarizando con las víctimas del atentado.

[cita]Esta pregunta retórica le permite apuntar al hecho de que en algunos mecanismos de poder muy potentes se camuflan tras escenas aparentemente anodinas y (literalmente) simpáticas de compasión con las víctimas de la violencia terrorista. Mecanismos de poder que se reflejan en lo que pudiéramos llamar la paradoja del discurso moderno y humanista.[/cita]

Completamente diferentes en un primer análisis, las dos interpretaciones tienen al menos un punto en común: su gran dimensión emocional. En efecto, se fundan no solamente en argumentos articulados, sino en una constelación (diferente) de sentimientos y afectos. Por una parte, los burdos islamófobos animados por emociones negativas: miedo y odio al otro, instintos revanchistas, etc. Por otra, los “humanistas», que aparecen animados, en principio y ante todo, por emociones positivas: compasión y simpatía con las víctimas, cercanía afectiva con las «virtudes» de la República (libertad de prensa, democracia liberal). La dimensión emocional de ambos marcos interpretativos es visible en el espacio público cuando un grupo de personas quema apasionadamente un Corán, y cuando otros coinciden con los ojos enrojecidos en las plazas de la república para compartir un espacio de recogimiento. Fueron estos dos tipos de escenas los que marcaron también el imaginario norteamericano después del 11 de septiembre. Internet y los medios franceses nos repiten sin cesar su equivalente tras el drama del 7 de enero.

El carácter público y colectivo de estos afectos nos recuerda que las emociones son todo salvo reacciones espontáneas. De hecho, los sentimientos que nos parecen tan personales, tan íntimos, tan «psicológicos» están en realidad mediatizados por los marcos interpretativos que los generan, los regulan, y les donan sentido. Detrás de las emociones se esconden los discursos, las perspectivas y las tomas de posición moral y política, cuya importancia tenemos que entender para poder medir sus efectos. Ahora bien, qué lección sacar de esta observación tan general sobre el carácter construido de las emociones y de eso que podríamos llamar el «precedente norteamericano».

La filósofa J. Butler se interesó en las reacciones emocionales que siguieron a los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos, dando cuenta de que estaban articuladas según las dos dimensiones evocadas más arriba: la dimensión negativa generadora de odio, miedo y deseo de venganza, y la dimensión positiva invitando a la compasión y la indignación moral frente al horror. Butler se interesó sobre todo en la segunda, debido a que no tiene, en apariencia, el carácter burdo y beligerante de la primera. Sus conclusiones interesarán quizás a aquellos y aquellas que se inscriban en el cuadro humanista, afirmando «ser Charlie» y queriendo pensar en concordancia con tales gestos políticos.

La primera observación que hace J. Butler es sobre el carácter extremadamente selectivo que tienen los sentimientos de compasión. Ella subraya que el discurso humanista organizó la conmemoración de las 2.992 víctimas de los atentados del 11 de septiembre sin tener palabras ni afectos por las víctimas, muchísimo más numerosas, de la guerra emprendida por Estados Unidos contra el terrorismo. Sin negar haber participado ella misma «espontáneamente» en estas escenas de conmemoración, interpela: “¿Cómo es que no nos dan los nombres de los muertos de esta guerra, incluidos aquellos a los que ha matado Estados Unidos, aquellas personas de las que no tendremos nunca una imagen, un nombre, una historia, nunca el menor fragmento de testimonio sobre sus vidas, algo que poder ver, tocar, saber?”.

Esta pregunta retórica le permite apuntar al hecho de que en algunos mecanismos de poder muy potentes se camuflan tras escenas aparentemente anodinas y (literalmente) simpáticas de compasión con las víctimas de la violencia terrorista. Mecanismos de poder que se reflejan en lo que pudiéramos llamar la paradoja del discurso moderno y humanista. Mientras dicho discurso le otorga a priori un valor igual a todas las vidas, en realidad lo que hace es organizar la jerarquización de los sufrimientos y la indiferencia de facto (o la indignación pasajera) en relación a cierto tipo de muertes, entre ellos: los muertos de la «fortaleza europea» (19.144 muertos en las fronteras de la Unión Europea desde 1988, según datos de la ONG Fortress Europe) y los niños de Gaza –por poner dos ejemplos estudiados por Butler– o incluso las 37 personas muertas en un atentado perpetrado en Yemen el mismo día del drama de Charlie Hedbo, para nombrar un caso más reciente.

El corolario práctico de esta observación es que las ceremonias de conmemoración están lejos de ser triviales. Tras su apariencia de neutralidad positiva son, en realidad, actos simbólicos performativos. Estas ceremonias nos enseñan qué vidas conviene llorar, pero, sobre todo, cuáles otras permanecerán excluidas de esta economía moderna y humanista de la compasión.

Aplicado a la actualidad francesa, el estudio de J. Butler aporta claridad a la reacción oficial y dominante –es decir, «humanista» y «compasiva»– respecto al drama de la redacción de Charlie Hebdo. Este análisis invita a tomar distancia e interrogarse sobre los efectos de los relatos y gestos de compasión, incluso si no está claro que los efectos destacados por los partidarios de tal discurso sean los dominantes. Se nos dice que estos discursos de simpatía ayudarían a las familias afectadas a sobrellevar su duelo, pero dichas familias (y los lectores de Charlie Hebdo que han generado lazos de apego con las víctimas) ¿no preferirán hacer esa tarea en la intimidad? Luego se nos dice que este tipo de gestos y relatos son una manera de ratificar el principio de libertad de expresión, ¿pero quién piensa realmente que tal derecho fundamental este hoy en día amenazado en Francia?, sobre todo cuando consiste en caricaturizar a la población musulmana, que es –y probablemente seguirá siendo– frecuentemente burlada, caricaturizada y estigmatizada.

El trabajo de Butler enseña que dichos gestos y discursos producen efectos beligerantes. De hecho, no podríamos pensar que las guerras están basadas solo en emociones negativas. Al contrario de una idea fuertemente extendida, el odio entre los «boches» y los «Franzmänner» (nombres peyorativos con que se denominaban alemanes y franceses) no fue el primer motor de la Primera Guerra Mundial. Ella se basó inicialmente en los sentimientos más positivos que pueden existir: la compasión por las víctimas nacionales de antiguas guerras, el arraigo a la comunidad nacional, e incluso el amor a virtudes universalistas como la «civilisation» en Francia y la «Kultur» en Alemania.

Tenemos derecho a pensar que la guerra contra el terrorismo islámico es legítima, aunque es necesario ser consciente de la realidad estadística. En treinta años el terrorismo islamista ha cobrado alrededor de 3.500 víctimas occidentales, es decir, en promedio, un poco menos de 120 por año. Estos 120 muertos anuales son catástrofes personales y familiares que merecen reconocimiento. El número es en todo caso bastante inferior a estas otras dos cifras: 9.855 (número de muertos por armas de fuego en Estados Unidos el 2012) y 148 (número de mujeres asesinadas por sus parejas en Francia el 2012). Esta necro-economía (E. Weizman), que es por cierto más fría, nos enseña que nuestras actitudes políticas están empañadas por nuestra sensibilidad diferenciada respecto a la violencia. En efecto, nadie tendría la idea de enviar bombas de 250 kg sobre las casas de los homicidas en Estados Unidos. De igual manera, ningún jefe de Estado pensaría decretar estado de excepción habiendo conocido el número de asesinatos sexistas e intrafamiliares en Francia. ¿Por qué entonces la unanimidad, en la prensa de esta mañana, respecto a la importancia de no bajar los brazos en el contexto de la guerra (militar y no metafórica) al terrorismo islámico?

La economía selectiva de la compasión produce un segundo efecto vinculado con la percepción de la violencia de Estado occidental. Los discursos comunitaristas dogmáticos o racistas tienen la particularidad de desplegar ruidosamente su violencia. A la inversa, el discurso moderno y humanista es ciego en relación a su propia violencia. ¿Quién tiene alguna idea, aunque sea aproximada, del número de muertos producidos por la guerra de Estados Unidos en Afganistán el año 2001, por la de Estados Unidos e Inglaterra en Irak el 2003 o, incluso, por la intervención francesa en Mali el 2013? Cada una de estas guerras eran quizás legítimas, pero el hecho de que nadie sea capaz de dar una estimación del número de muertos que acarrearon debe hacer que nos cuestionemos. En estos momentos en que estamos inundados por las emociones, resulta interesante pensar en dichos precedentes y sus muertos, los que ha habido y los que vendrán, esos que no vamos a llorar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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