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El don de la ubicuidad

Sergio Ramírez
Por : Sergio Ramírez Escritor y ex vicepresidente de Nicaragua.
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Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar como despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.


Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él es que, cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos. Algo así, no hay necesidad de que alguien se haya tomado el trabajo de inventarlo haciendo acopio de ingenio, porque tiene todos los visos de ser cierto.

Crees que está sentado a tu lado en la mesa a la hora del desayuno en el hotel mientras los escritores vienen y van hablando de Michelangelo, en alguno de esos aquelarres internacionales donde parecemos estar todos y no está ninguno, oyes que cuenta una anécdota de las suyas y esperas la carcajada de los contertulios, el final siempre ingenioso, y de pronto lo vez en una mesa lejana conversando con alguien, o entrevistándolo, o está contigo pero a la vez está con el celular al oído hablando con una de sus hermanas en Canarias, o con Soledad Gallegos, la corresponsal de El País en Buenos Aires, o con Iñaki Gabilondo en Madrid, lo cual quiere decir mucho, porque siempre trato de imaginar cómo era la vida de Juan antes de los celulares, desde dónde se comunicaba, salía o no salía de su habitación en los hoteles esperando o haciendo una llamada, cuántas veces al día corría hacia alguna cabina telefónica, las monedas en la mano, y debía aguardar impaciente si la hallaba ocupada.

Qué vida más desolada entonces la de Juan sin celular, obligado a concentrarse en él mismo y ser uno solo y no tantos juanes como ahora, lo que quiere decir que entonces estaba más contigo, no tenía más remedio. Con Pilar no hay falla. Pilar siempre está. Tranquila, suave, reposada, segura de sí misma, sabe que a cada minuto debe domar a una fiera inquieta pero sin uñas que es su marido a su costado. Y lo que le ha costado…

Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo 38, altos de la librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del Señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente. Hortensia Campanella, uruguaya exiliada en Madrid cuando la dictadura militar, quien entonces fungía como mi agente literaria oficiosa, había arreglado la cita.

Fue mi bautismo en Alfaguara. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que, en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores, y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar cómo despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.

La siguiente vez que nos vimos en Juan Bravo fue a finales de octubre de 1997, cuando le llevé los originales de Margarita está lindar la mar, que acababa de terminar después de un mes de trabajo intenso de corrección final en una finca entre Alcudia y Pollensa, en Mallorca; el nombre que le había puesto era Fin de fiesta, tras una infructuosa búsqueda de título, y Juan me contó entonces que se había abierto el concurso para adjudicar por primera vez el Premio Internacional de Novela Alfaguara, y me sugirió que por qué mejor no participaba con esa novela, al fin y al cabo, si no ganaba, y quedaba entre los finalistas, aquello ayudaría a las ventas, y al plan de seguir haciendo de mí un escritor con nombre de escritor.

No le dije ni que sí ni que no, me llevé los originales de vuelta conmigo para pensarlo, y esa noche Hortensia me aconsejó que sí, que debía participar, y ella misma se encargó al día siguiente, en que yo volvía a Managua, de sacar en una tienda de fotocopias las copias reglamentarias del libro y entregarlas, todo bajo el seudónimo de Benjamín Itaspes, el nombre con que Rubén Darío se disfraza en su novela autobiográfica Oro de Mallorca, y la plica correspondiente. Cuando al mes siguiente hablé con Sealtiel Alatriste, el director de Alfaguara en México, me advirtió que Juan estaba en un error, los finalistas del premio no serían anunciados, había un ganador y punto; pero vuelta atrás ya no había ninguna…

Esta es la manera en que comienza mi libro de memorias literarias Juan de Juanes, publicado por Alfaguara a finales del año pasado, en su medio siglo de existencia.

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