Los cómplices o encubridores, ubicados en altos cargos públicos, en partidos políticos o en la actividad empresarial, impiden que los organismos competentes penetren en una verdadera maraña de ilegalidad, de delitos o de tráfico de influencias, que transforma a esa recurrida frase “hay que dejar que las instituciones funcionen” en una vulgar falacia.
Sin entrar en tecnicismos jurídicos, el diccionario da al término cómplice la acepción “persona que, sin ser autora de un delito o una falta, coopera a su ejecución con actos anteriores o simultáneos”; y a la palabra encubridor, “persona que oculta o ayuda a otra que ha cometido una falta o un delito para que no sea descubierta”.
Hablar de estos dos conceptos parece oportuno en el Chile de hoy, cuando de forma manifiesta hay personas que hacen lo imposible para que no se llegue a la verdad en los casos de corrupción que investiga la Justicia. Los cómplices o encubridores, ubicados en altos cargos públicos, en partidos políticos o en la actividad empresarial, impiden que los organismos competentes penetren en una verdadera maraña de ilegalidad, de delitos o de tráfico de influencias, que transforma a esa recurrida frase “hay que dejar que las instituciones funcionen” en una vulgar falacia.
La complicidad y el encubrimiento son transgresiones que están contempladas y castigadas en nuestra legislación y todos los ciudadanos deben acatar ese mandato. En el ámbito público, los funcionarios y con mayor razón los jefes de servicio, están obligados a denunciar ante los organismos pertinentes las supuestas violaciones a la ley que constaten en el ejercicio de sus funciones.
[cita] La historia y la vida democrática de este país muestran en la galería de los presidentes y personalidades públicas a muchos personajes que debieron posponer sus intereses políticos y personales para asumir con grandeza y estatura sus obligaciones de Estado. Hoy se hace necesario seguir esos ejemplos. Nada sería peor para Chile y para la propia Mandataria que, cuando las generaciones futuras analicen este período y la gestión presidencial, se enfrenten a un cruel y devastador dilema: ¿cómplices o encubridores?[/cita]
Por eso resulta inexplicable el silencio de la Presidenta de la República frente a situaciones que afectan a cercanos colaboradores suyos, como los casos del ministro del Interior, el director del SII y destacados miembros de su coalición, quienes no han entregado explicaciones coherentes respecto a la emisión de boletas, de aquellas denominadas ideológicamente falsas. El discurso pronunciado por la Mandataria al recibir el informe de la Comisión Engel era la gran oportunidad para que la máxima autoridad asumiera su responsabilidad administrativa y abordara esa realidad, además de aquella que afecta a su entorno familiar en el denominado caso Caval.
Lamentablemente no fue así y optó por un camino equivocado e inconducente a estas alturas de los acontecimientos. Si bien resulta importante el anuncio de afinar la legislación para combatir el financiamiento ilegal de la política, prefirió endosar la responsabilidad de la situación actual a los 18 millones de chilenos, como si todos hubieran sido beneficiados con la obtención ilícita de recursos o todos hubieran usado el tráfico de influencias para llevar adelante negocios espurios y enriquecimientos desmedidos. Frente a los chilenos la Mandataria se mostró dispuesta a encarar con fortaleza el futuro, pero con falta de voluntad para abordar, desde su rol de estadista, el oscuro panorama actual y la tarea que personalmente le compete. Tanto es así que, a modo de sorpresa, ofreció un ambiguo “proceso constituyente”, como si la Carta Fundamental fuera la panacea para hacerse cargo de la honorabilidad y la ética en el mundo de la política y los negocios.
En definitiva, la autoridad trata de construir el andamiaje del futuro soslayando la realidad del presente. Por decir lo menos, una misión imposible.
La historia y la vida democrática de este país muestran en la galería de los presidentes y personalidades públicas a muchos personajes que debieron posponer sus intereses políticos y personales para asumir con grandeza y estatura sus obligaciones de Estado. Hoy se hace necesario seguir esos ejemplos. Nada sería peor para Chile y para la propia Mandataria que, cuando las generaciones futuras analicen este período y la gestión presidencial, se enfrenten a un cruel y devastador dilema: ¿cómplices o encubridores?