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El programa y la Presidenta: cuánto es culpa del mensaje y cuánto de la mensajera Opinión

El programa y la Presidenta: cuánto es culpa del mensaje y cuánto de la mensajera

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Otros piensan que aquí falló, principalmente, el material humano. Chilenas y chilenos seguirían receptivos al mensaje, pero ya no le creen a la mensajera –que les rompió el corazón en el caso Caval y eso no tiene arreglo–. La relación emotiva de Bachelet con la ciudadanía se emporcó definitivamente.


La relación que hay entre el programa de Gobierno y la Presidenta Michelle Bachelet es la de un mensaje y su mensajera. La mensajera no escogió el mensaje. Estaba inscrito en el corazón del movimiento social que atormentó al ex Mandatario Sebastián Piñera. Fue una partitura que se fue escribiendo marcha tras marcha, que hablaba de amenazas contra el medioambiente, educación como un derecho y regiones abandonadas por el centralismo. Sus compositores estrella fueron Camila Vallejo e Iván Fuentes, nombres que llegaron a doler en La Moneda. Entonces llegaron los intelectuales, los Atria y los Mayol, a darle forma y narrativa a lo que estaba pasando, a lo que Chile estaba –¡a gritos!– pidiendo. ¿Qué cosa? Básicamente revertir –o afectar sustantivamente– el modelo de desarrollo político, económico y social impuesto en dictadura.

Pero hacía falta un vehículo, una intérprete, una mensajera. A Michelle Bachelet le gustó como sonaba. La melodía se ajustaba a su timbre de voz. Su Gobierno anterior tuvo un sello protector, es cierto, pero no fue necesariamente transformador. Había llegado la feliz hora de esa militante socialista de convicciones a la izquierda de su partido. Un petitorio ambicioso no era un problema. Desde Chile le contaban que el horno sí estaba para bollos. Era cosa de volver y hacer la pega. Veni, vidi, vici, quizás pensó. Una canción pegajosa y una intérprete popular, qué mejor combinación. Bachelet no solo contaba con capital carismático a nombre propio sino además con una coalición para ponerle el hombro a la tarea de gobernar.

Al principio hubo que ecualizar. Le tomó un poco de tiempo a la mensajera entender el compás del mensaje. En su primera aparición pública en suelo chileno, dijo que le parecía de entera justicia pagarle a la universidad a su hija si tenía los medios para hacerlo. Fue reconvenida por los autores de la canción: la gratuidad en educación superior no era negociable. Bachelet aceptó que su rol no era añadirle falsetes al programa, sino cantarlo tal cual. Por su parte, la vieja Concertación contribuyó ampliando su capacidad de convocatoria. Vallejo y Fuentes –niños símbolo del movimiento social– corrieron bajo el inclusivo paraguas de la novel Nueva Mayoría. Dicen que la propia candidata presidencial intervino para que uno de los movimientos políticos nacidos al calor del 2011 –Revolución Democrática– llevara a su principal figura sin competencia en el distrito de Santiago. Mensaje y mensajera, simbióticamente coordinados.

El resto es historia: Bachelet ganó prácticamente caminando las elecciones presidenciales de 2013 y hoy está viviendo una situación complicada. Bastante complicada. La abandonaron los números –esos que se desvivían por ella– y poco a poco la van abandonando sus propios camaradas. Lo realmente difícil es saber qué culpa tiene el mensaje y que cuota de responsabilidad le cabe a la mensajera, qué tan mala es la canción o qué tan desafinada en la intérprete.

Algunos creen que el mensaje viene fallado. Que los chilenos, en el fondo, no quieren –y nunca quisieron– un cambio radical de la estructura de incentivos sociales ni de las distribuciones geoculturales de estatus. Que el modelo es perfectible –no hay nadie que celebre el abuso de los grandes contra los chicos– pero que las cosas que tenemos revelan cierta parte de nuestras preferencias reales. Que quizás sea cierto que la herencia de la dictadura caló hondo y echó raíces en nuestra manera de pensar, pero ya nos acostumbramos a vivir de ese modo y no es tan malo a fin de cuentas.

Esta es una teoría que, obviamente, encuentra simpatías en la derecha: quiere decir que, independientemente del intérprete, es la canción la podrida. De ahí la crítica de Piñera: no se trata de aminorar la velocidad de las reformas, sino de evitar las reformas. ¿Qué es eso de terminar con el financiamiento compartido? ¿Qué es eso de asesinar al FUT? ¿Se dimensiona acaso el efecto de las reformas en la economía? ¿Qué es eso de no aceptar el reemplazo en huelga? ¿Para qué diablos una nueva Constitución? Etcétera.

[cita] Algunos creen que el mensaje viene fallado. Que los chilenos, en el fondo, no quieren –y nunca quisieron– un cambio radical de la estructura de incentivos sociales ni de las distribuciones geoculturales de estatus. Que el modelo es perfectible –no hay nadie que celebre el abuso de los grandes contra los chicos– pero que las cosas que tenemos revelan cierta parte de nuestras preferencias reales. Que quizás sea cierto que la herencia de la dictadura caló hondo y echó raíces en nuestra manera de pensar, pero ya nos acostumbramos a vivir de ese modo y no es tan malo a fin de cuentas. [/cita]

Otros piensan que aquí falló, principalmente, el material humano. Chilenas y chilenos seguirían receptivos al mensaje, pero ya no le creen a la mensajera –que les rompió el corazón en el caso Caval y eso no tiene arreglo–. La relación emotiva de Bachelet con la ciudadanía se emporcó definitivamente, especialmente con los más humildes de nuestros compatriotas. Si esta hipótesis es correcta, el descalabro del Gobierno no tiene mucho que ver con la calidad de la canción sino con la calidad de la cantante. Y si el programa suena mal es porque cualquier cosa que cante ahora Bachelet recibirá las pifias de la platea.

Por tanto, es natural que algunas reformas emblemáticas prometidas en campaña hayan sufrido abollones en términos de aprobación ciudadana. Bien en el fondo, el programa goza de buena salud. La cancha sigue abonada para el otro modelo. La gente seguiría apoyando el espíritu de los cambios en educación, sistema tributario, régimen laboral o andamiaje constitucional. El problema es que tienen mala fama, pues la Presidenta está mufada, pringada, contaminada con el río de especulaciones, sospechas y medias verdades palaciegas. Lo que hay hacer, piensan, es salvar al programa para que sirva para otra guerra. Deshacer la simbiosis, antes que la maciza desaprobación presidencial hunda consigo a las reformas emblemáticas prometidas.

Esta última es la tesis que prefieren los movimientos de izquierda que trascienden la administración actual, aquellos que irrumpieron en tiempos de Piñera, aquellos que nunca se vieron a sí mismos como devotamente bacheletistas. Sería profundamente frustrante para estas nuevas generaciones progresistas que Chile fuera más conservador de lo pensado. Tendrían que aceptar que el apoyo mayoritario a causas como el matrimonio igualitario, el aborto (genéricamente) terapéutico y la relativa legalización del cannabis dice relación con una ciudadanía más liberal pero no necesariamente más socialista. Evidentemente, constatar esta realidad no implica quedarse de brazos cruzados. La política no solo es llevar a la práctica lo que la gente quiere, sino también persuadir de las ideas que se estiman correctas.

La pregunta, sin embargo, se sostiene. Como es difícil entregar una respuesta concluyente con base cuantitativa, no nos queda más remedio que seguir la divagación cualitativa: ¿A qué se debe –principalmente– la caída sostenida del Gobierno? ¿Es un virus en el mensaje –un error de diagnóstico, como se dijo en las columnas mercuriales– o es un vicio emergente del mensajero –una herida accidental y familiarmente autoinfligida que no va a cicatrizar en el corto plazo–?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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