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Águila bicéfala

Rodolfo Fortunatti
Por : Rodolfo Fortunatti Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Autor del libro "La Democracia Cristiana y el Crepúsculo del Chile Popular".
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«Aunque es comprobable que el águila bicéfala ha perdurado alrededor de tres mil años, es igualmente verificable que los gobiernos con dos cabezas no consiguen sobrevivir. Así lo entendió en su momento la Nueva Mayoría, que buscó precaver esta circunstancia a través de dos actas de compromiso cuya finalidad era garantizar un gobierno actuando en una sola dirección».


Castigar al consejero por las debilidades del ejecutor es como cortar el hilo por lo más delgado, cuando el nudo, esa intrínseca imposibilidad de arrebatar el timón a quienes no quieren las reformas, se halla en la parte gruesa de la hebra. El problema es estructural, y lo pone de manifiesto una vez más el incidente Burgos, redundante escenificación de un conflicto explícito que precipita crisis y rupturas en los principales partidos oficialistas.

Esta lucha, que no da tregua ni cuartel, resulta del predominio irreductible de dos visiones que jamás se encuentran. Como en el águila bicéfala que simboliza la mirada del poder hacia el Oriente y el Occidente, hacia la Europa del Este y la del Oeste, hacia el infinito pasado y el eterno futuro, pero también hacia el orden estable y el progreso que nos conmueve. Sólo que el ícono hitita trasciende a su tiempo porque es emblema, heráldica, insignia; jamás norma indicativa del ejercicio real del poder. Abolido en 1917 por la revolución bolchevique, Borís Yeltsin lo repuso en el escudo de Rusia tras la caída del comunismo. El fragmento de la estatua de un emperador romano, la empuñadura con el águila de dos cabezas, encontrada en 2005 en la antigua ciudad española de Alicante, demostraría que ya en el siglo primero la figura había sido apropiada por la cultura occidental.

Aunque es comprobable que el águila bicéfala ha perdurado alrededor de tres mil años, es igualmente verificable que los gobiernos con dos cabezas no consiguen sobrevivir. Así lo entendió en su momento la Nueva Mayoría, que buscó precaver esta circunstancia a través de dos actas de compromiso cuya finalidad era garantizar un gobierno actuando en una sola dirección.

La primera de estas actas fue el programa de gobierno, o sea, el consenso básico por el cual los partidos de la coalición confirmaron que se harían cargo de las expectativas y demandas del electorado. ¡Los partidos! No éste ni aquel parlamentario, ministro o dirigente, sino las jefaturas legítimas y representativas de la voluntad general y vinculante de la militancia manifestada en órganos internos de deliberación, fueron las que estamparon su firma.

La segunda acta fue el voto de confianza concedido por todos los partidos de la coalición, y en virtud de la cual prometieron mantenerse leales al gobierno, al programa y a la coalición todo el tiempo que durara el mandato presidencial, apoyando sus iniciativas en el Congreso y sirviendo con fidelidad y eficiencia las carteras ministeriales. Este voto de confianza acredita que es el Gobierno el que propone cómo se ejecuta el programa, y los partidos —mediante sus representantes en el Ejecutivo y en el Parlamento, concertados en instancias de coordinación— quienes contribuyen a enriquecer la política pública.

Se pueden violar dichas actas, pero el precio a pagar sería tan alto como dejar la fe pública a merced de aventureros y exaltados, desdeñando así las esperanzas de estabilidad y gobernabilidad cifradas en el pacto de coalición.

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