Que la universidad corre serios riesgos al ser cooptada por lógicas ajenas se ha vuelto la lingua franca de nuestro debate sobre la educación superior. Entre esas lógicas ajenas hay algunas cuya obviedad salta a la vista y que son fácilmente percibidas también por quienes ven el mundo universitario desde afuera. No hace falta tener demasiada familiaridad con la universidad para atisbar la transformación que puede sufrir al ser cooptada por partidos o intereses particulares. Pero el sometimiento a lógicas ajenas también existe como fruto del mismísimo intento por cumplir con lo que se predica como parámetros de calidad universitaria –un lado de la discusión que, comprensiblemente, suele ser tocado de modo más exclusivo por quienes se encuentran dentro del sistema universitario–.
¿Se ve efectivamente desnaturalizada la universidad por la frenética producción de artículos en que los académicos se ven envueltos con miras a demostrar la capacidad de investigación individual e institucional?
Los problemas son bien conocidos, aunque hay diferencias importantes de una disciplina a otra. En las humanidades, por lo pronto, una reciente publicación sugería que el 82% de los artículos que se publican no son citados nunca. No parece particularmente problemático si se compara con la otra cifra proporcionada: que solo el 20% de lo citado habría sido de hecho leído. Sea cual sea la seriedad y relevancia de estas afirmaciones (hay cosas que vale la pena estudiar aunque solo cinco contemporáneos te lleguen a leer), pocos niegan hoy que el mandato de mostrar productividad mediante la generación de papers ha tenido algún efecto corruptor sobre nuestras humanidades. En otras disciplinas, donde el paper ha sido siempre el medio principal de comunicación académica, similares problemas se hacen perceptibles en la obsesión por rankings de revistas, factor de impacto, número de citas, etc. (véase aquí lo alarmante que esto puede resultar también para un profesor de marketing).
Son varias las dimensiones del problema, pero también saltan a la vista aspectos positivos: si la proliferación de universidades sin verificable calidad ha sido uno de los problemas de nuestra reciente historia, no podemos al mismo tiempo quejarnos por uno de los factores que ha introducido jerarquía al sistema. Como bien ha notado Aicha Messina en este mismo espacio, el asunto merece un análisis matizado: después de todo, la “dictadura del paper” no solo ha movido a trabajar a quienes a veces se conformaban con poco, sino que ha forzado a los académicos chilenos a situarse en un circuito internacional en el que no estaban suficientemente integrados: “Profesores que hace diez años solo publicaban en revistas chilenas o en las revistas de sus institutos, ahora tienen diálogos enmarcados en el continente, redes intercontinentales, lectores diseminados en todo el mundo”. Por lo demás, bien caber recordar que aunque el paper no sea el formato principal para la investigación en humanidades, tampoco es un recién llegado para el que no haya lugar en la familia. Puede haber razones para cierta cautela e incluso para algo de ascetismo, pero no para el alarmismo.
[cita tipo=»destaque»] Estarse constantemente autoevaluando, se nos dirá, no tiene nada de malo. Efectivamente, pero esta no es una invitación al autoexamen socrático, ni a una forma colectiva del mismo, sino una expresión de la más obsesiva mentalidad cuantificadora. ¿Cuántas horas dedica cada profesor a las clases de pregrado, a las clases de postgrado, a la investigación, y a la investigación estrictamente vinculada con el programa que se acredita este año? A los fabricantes de formularios parece no pasárseles por la mente que al leer un libro no resulta del todo fácil decir cuántas líneas de cada página cabe imputar a cada uno de estos ítems.[/cita]
Pero tal vez lo más llamativo en toda esta discusión sobre los méritos y deméritos del paper es el disciplinado silencio que en paralelo se mantiene respecto de los procesos de acreditación. Porque si de universidad trastornada por lógicas ajenas se trata, no cabe sino temer que aquí algunos están colando el mosquito y tragando el camello. Son legión, en efecto, los que ante el paper ponen el grito en el cielo por cuanto representaría el “capitalismo académico” y, al mismo tiempo, son dóciles creyentes en las virtudes de más y más acreditación. Pero también ella representa un intento desmedido por estandarizar los productos del espíritu, como si en todo fuesen analogables a los productos de la industria. Lo de la acreditación no es capitalismo, claro está, pero la misma ideología gerencial es la que se despliega en ella.
Las razones de la disparidad con que algunos miran los dos fenómenos pueden ser variadas. Una de esas razones no es un misterio para nadie: ningún académico y ninguna universidad –los únicos potenciales interesados en los peligros del sistema de acreditación– querrá tener a la CNA de mal humor. Así, se sigue en general participando del juego del modo en que parezca causar menos daño –al fin y al cabo, es demasiado evidente el daño que causaría marginarse de él–.
Igualmente significativa es una razón de otro orden: en nuestro medio se ha desarrollado una justificada suspicacia respecto de la distorsión que puede proceder del mercado, pero a un punto que ha vuelto a prominentes miembros de la clase opinante ciegos a los modos en que la universidad puede ser ahogada por la presión del Estado. Pero dada la importancia cada vez mayor que irá cobrando la acreditación –como lo ha mostrado ya la discusión sobre la gratuidad–, no podemos darnos el lujo de seguir sustrayéndola a la discusión.
La CNA tenía sin duda un nombre por limpiar tras los escándalos descubiertos el 2012, y en buena medida lo ha logrado. Parte de dicho saneamiento ha pasado por no dejar lugar a dudas respecto del carácter exigente de los procesos. El resultado ha sido volvernos penosamente conscientes, si es que no lo éramos, de cómo la mediocridad atraviesa nuestro sistema de educación superior (en todos sus subsistemas y castas). Pero ese mismo fenómeno que ayuda a distinguir a aquellas universidades que están haciendo bien su trabajo, es capaz también de ahogarlas.
Hoy se ha vuelto normal que los miembros de una facultad participen un año de la acreditación institucional, al año siguiente de la de su propio pregrado, al año siguiente de la de su programa de magíster, al año siguiente de su doctorado. Aunque reciban los anhelados cuatro años que parecen hoy ser garantía de razonable calidad, estarán envueltos en un proceso eterno de reacreditación.
Estarse constantemente autoevaluando, se nos dirá, no tiene nada de malo. Efectivamente, pero esta no es una invitación al autoexamen socrático, ni a una forma colectiva del mismo, sino una expresión de la más obsesiva mentalidad cuantificadora. ¿Cuántas horas dedica cada profesor a las clases de pregrado, a las clases de postgrado, a la investigación, y a la investigación estrictamente vinculada con el programa que se acredita este año? A los fabricantes de formularios parece no pasárseles por la mente que al leer un libro no resulta del todo fácil decir cuántas líneas de cada página cabe imputar a cada uno de estos ítems. Quien asume de modo serio dirigir un proceso de acreditación –¡intentando responder preguntas como esa!– sabe hoy que al menos ese semestre de su vida se ha perdido y no precisamente en beneficio de sus estudiantes. Las aparentemente elevadas exigencias tienen, empero, un premio singular: los años de acreditación de una institución no guardan, como es sabido –o debiera serlo– relación alguna con que en ella haya siquiera una pretensión de investigación (una universidad puede en Chile sustraerse de ser evaluada en la materia).
Tal como con el paper, sin embargo, esto no tiene por qué implicar un acrítico rechazo del conjunto de la acreditación. Lo que implica es que las exigencias tienen que ser mayores y menores a la vez. Procesos sustantivamente simplificados, menos requisitos de procesos e indicadores para cada nimiedad, unificación de la acreditación de programas (magíster y doctorado) articulados entre sí son algunas de las cosas que debiésemos tener en la mira para una pronta mejora de nuestro sistema de acreditación. Es perfectamente posible realizar eso de un modo que siga implicando elevadas exigencias, que deje condicional a quien no cumple con los requisitos mínimos, pero que al mismo tiempo sea generoso –generosidad expresada en años de acreditación– en la confianza conferida a las instituciones que sí los cumplen.