Publicidad

Un instrumento al servicio del protagonismo ciudadano

Matías Valenzuela
Por : Matías Valenzuela @mnetcl Comisión Política Izquierda Ciudadana
Ver Más


Jugaban a ignorar el peligro: jugaban a pensar que el descontento era cosa de pobres y el poder asunto de ricos y nadie era pobre ni era rico, al menos no todavía en esas calles”

Formas de volver a casa, Alejandro Zambra

El año 2011 abrió un nuevo ciclo político que, más allá de su masividad, expresó una situación de tensión entre lo que sucede en las calles y el país de las instituciones heredadas del pinochetismo. Las jornadas de movilización lograron impactar en un sector de la clase política, en un Programa de Gobierno y en el diseño mismo de la Nueva Mayoría.

Parece necesario recordar que nuestro país durante décadas estuvo sumergido en un gran inmovilismo, expresión de la “eficacia” de los mecanismos institucionales que establece la Constitución del 1980, del proceso de cooptación de una parte de los sectores que lucharon contra la dictadura (situación manifiesta en los recientes casos de corrupción que la opinión pública conoce), del desgaste o destiempo de discursos reformistas que no supieron leer los cambios culturales ni las nuevas aspiraciones de los chilenos, conformándose con reproducir un relato que fue interpretado por la mayoría de la sociedad como una idea fuera de lugar y, por último, una radical falta de iniciativas políticas “competentes” por parte de las izquierdas y sectores progresistas.

El mapa político chileno ha estado medianamente fijado y sus posiciones ancladas, los enclaves autoritarios aseguraron la reproducción del pacto transicional, neutralizando a la política, como sostiene Fernando Atria. El carácter marginal de las críticas al duopolio se entiende mejor inscrito en ese contexto. Hoy sin sistema binominal, con una agenda de probidad y transparencia impulsada por el Ejecutivo, y un proceso constituyente que tenderá a (des)ordenar posiciones, algunos se apresuran en sacar cuentas de lo que viene, al punto de obstaculizar la entrada de nuevos actores, como se pudo ver en la discusión del Proyecto de Ley de Partidos Políticos.

Puestas así las cosas, resulta necesario mirar con atención los datos del último informe de Desarrollo Humano del PNUD 2015, Chile en los tiempos de la politización, para llegar a la siguiente conclusión: existe una brecha social, que se expresa mediante una amplia mayoría ciudadana que ya no cree en las promesas ni leyendas de la élite. Síntoma de lo anterior es la erosión creciente de la idea de que la ley es igual para todos (noción clave para ejercer el orden desde arriba), con lo que se atenta contra la propia concepción liberal de ciudadanía, produciéndose una sensación de estafa generalizada (contradicha a la luz de los privilegios de algunos y los escándalos de corrupción). Lo que ha quedado en evidencia es que el actual orden elitista funcionó (y funciona con más dificultades que antes) ordenando desde arriba y desorganizando por abajo a través de una trama institucional atiborrada de contenciones, entramado que reduce el ejercicio de la ciudadanía a una práctica minimalista.

Ahora bien, en el cuestionamiento del modus operandi de la clase política y empresarial, emerge la posibilidad de que la ciudadanía (esta multitud heterogénea y polifónica), definida más bien por una negación (por un “no ser de la élite”), se constituya en voluntad política, en un proyecto de reconstrucción nacional y regeneración democrática tras la barbaridad de la minoría privilegiada, ese 1% que concentra el poder político y económico. En el nuevo encaje que proporcionan las aspiraciones subjetivas de los chilenos y chilenas se juega la estabilidad del país. Se requiere, si pretendemos ser serios, superar la democracia de los silencios (mal llamada de los consensos) y lograr nuevos acuerdos entre las partes, sin omitir la conflictividad inherente de estos procesos.

Esta situación anormal, de crisis orgánica y de cambio de etapa, permite –y exige– un tipo de identidad política más ambiciosa y transversal que las contenidas en el escenario político “de la transición”, que hace aguas. En un contexto de disputa por quién va a hegemonizar el proceso constituyente, definiendo la naturaleza misma de él, muchos más podrían ser interpelados y seducidos por nuevos actores. Debemos ir más allá de empujar a la izquierda o a la derecha el contrato social de los chilenos y chilenas, sino de rehacerlo, puesto que está hecho trizas como resultado de la ofensiva oligárquica (en palabras del sacerdote Pepe Aldunate). Lo que estamos viviendo demuestra en los hechos que la oligarquía no tiene un proyecto que ofrecerle al país, las elites muestran signos abiertos de descomposición.

El mismo informe de PNUD antes aludido señala que la inmensa mayoría de nuestros compatriotas tiene convicción de que este es el momento de hacer los cambios que se necesitan. Lo anterior no es baladí ni sucede por puro espontaneísmo: los acuerdos políticos, las instituciones y los partidos cumplen funciones hasta que comienzan a perder la capacidad de proponer metas, seducir y tejer comunidad política. Y entonces, tras períodos de intersticio o de desgaste y decaimiento más o menos rápido y más o menos contenido, son superados por nuevas propuestas.

Michelle Bachelet y su Programa de Gobierno representaron la última oportunidad para que las élites se autorreformaran, incluyendo a nuevos sectores, no obstante, todo parece indicar que el esfuerzo ha quedado corto.

Es el momento de la gente que no siente representación y que reclama el ejercicio de la soberanía popular, de iniciar un proceso de revolución ciudadana e irrupción plebeya, de formación de una voluntad político-colectiva nueva que dé lugar a una apertura constituyente. Todo parece indicar que no hay figuras emblemáticas en las filas de la “vieja política” con la capacidad de recuperar la ilusión en los de arriba y que –insistir con ello– puede significar una amenaza de desarme general.

Es por esto que el pasado 15 de febrero Izquierda Ciudadana presentó las firmas necesarias para inscribirse como partido político. Nacemos con una orientación que podríamos definir, reeditando a Gramsci, de “nacional-popular”: una política patriótica vinculada a los derechos sociales (como agregadores político-emocionales), radicalmente democrática, que hace coincidir los heterogéneos intereses de las calles con el interés general de la sociedad. Esta política, creemos, es posible en un contexto en el que las élites han defraudado la confianza puesta en ellas, amenazando incluso la convivencia cívica. También, reconocemos la orfandad cultural y política de la sociedad civil y de la ciudadanía no organizada y su consiguiente fragmentación: el colapso o ausencia de símbolos, mitos, referentes y liderazgos con los que construirse como un “nosotros” con vocación mayoritaria. La articulación de una nueva agencia reformista/rebelde/revolucionaria debe basarse en una amplia agregación de insatisfacciones en torno a nuevas y diversas expresiones que haga coincidir las éticas y estéticas de los movimientos sociales (y presencias colectivas) en el esfuerzo de levantar un horizonte refundacional que delimite solidaridades y otorgue responsabilidades. La transversalidad del discurso no se traduce en la eliminación de las oposiciones, sino más bien en su redefinición.

Aún así es necesario hacer algunas precisiones, en Chile la hipótesis nacional-popular se despliega asumiendo la diversidad de sus gentes tanto en la dimensión de las regiones (y no es menor comprender la emergencia de poderes periféricos en el contexto de un ajuste de cuentas con el Estado centralista), como en el de las naciones (la condición plural de nuestro país no asumida por el carácter colonial del Estado).

[cita tipo=»destaque»]Las candidaturas presidenciales de Ricardo Lagos y Sebastián Piñera son respuestas viejas ante las nuevas preguntas que la ciudadanía ha colocado sobre la mesa. Vivimos otro momento histórico, lo que significa también una renovación de los elencos dirigenciales.[/cita]

Lo (pluri)nacional y popular-ciudadano, se relacionan con una variable que es inestimable si se quiere intervenir (con rigurosidad), el respeto por los “formalismos” institucionales que se deben considerar y que, dado el irrespeto por arriba de los mismos, puede servir de resorte a lograr mejores posiciones en el campo de la política.

Un discurso democrático que reivindique que “la patria es la gente” o, como dijera Cristina Fernández de Kirchner, “la patria es el otro”, ha de realizar necesariamente un encaje en lo múltiple y plural, que reconozca en pie de igualdad diferentes realidades nacionales y regionales con las que construir un proyecto común basado en el libre acuerdo y la diversidad. Esta es la forma de no poner a competir los diferentes y simultáneos procesos de cambio que se están dando en nuestro país, y ponerlos a colaborar y a sumar fuerzas. No podemos ganar en eficacia si no ampliamos nuestra panorámica (más allá de cómo se organiza el poder en nuestro país, hasta hoy no hay un “proyecto país”, pese a que los chilenos asumen que el país está compuesto “por partes”). Es necesaria una política responsable capaz de alumbrar un horizonte compartido. Se dice que “Dios está en todas partes pero vive en Santiago”, el humor, siempre necesario, puede darnos la oportunidad de una hermosa lección de fraternidad entre regiones y naciones. Rostros representativos de nuestro país, para hacer coincidir los rostros de las mayorías nacionales con las de un horizonte democrático de justicia, libertad y felicidad.

Como dificultad a lo anterior, debemos asumir el encuadre que han jugado los procesos de modernización neoliberal en la formulación de una cultura política de escasa relación con lo público, desde abajo, básicamente redes clientelares e indiferencia con determinadas problemáticas sociales, desde arriba la utilización de las instituciones de todos en función de objetivos particulares. Aquello, necesariamente impacta el desarrollo de diversos procesos de participación ciudadana, debido a que se encuentran resistencias culturales suficientes en el tejido comunitario. Lo “plebeyo” tiene mucho de sentido común conservador decepcionado/frustrado por las élites, de expectativas de ascenso social truncadas o de indignación ambivalente. Una política hegemónica es aquella que abre posibilidades nuevas con materiales heredados, que no le hace asco a construir un sentido nuevo en las grietas del sentido común dominante. Que se mancha de Chile, para manchar a Chile de lo que somos. En consecuencia, una irrupción plebeya en la política se parecerá al Chile real.

Estas dos iniciativas, la de las alianzas plurinacionales y regionales, la de las incorporaciones de una sociedad civil rica, mucho más avanzada que “la vieja política” y el foco en disputar instituciones mediante la competencia electoral, han cimentado nuestra organización.

Las candidaturas presidenciales de Ricardo Lagos y Sebastián Piñera son respuestas viejas ante las nuevas preguntas que la ciudadanía ha colocado sobre la mesa. Vivimos otro momento histórico, lo que significa también una renovación de los elencos dirigenciales. Todo el tiempo que ganen para prolongar la decadencia será tiempo perdido para actualizar el nuevo acuerdo que requiere nuestro país, para modernizar y para constituirnos como una sociedad que no deje a ningún chileno ni chilena atrás.

El escenario actual, nos obliga no solo a (re)imaginar el país que queremos proponer sino, también, las aproximaciones que hacemos de la escena. En el país real se ha hilvanado un cambio que no tiene correlato en las instituciones ni en los mapas representacionales que ordenaban la escena política durante la transición. Un cambio profundo y radical y, al mismo tiempo, contradictorio y complejo que oscila entre las polaridades de ruptura y seguridad. La Nueva Mayoría entendida como una herramienta trasformadora que articula al centro reformista y a la izquierda resulta insuficiente para la expresión del descontento huérfano, heterogéneo y, en muchos sentidos, contradictorio. Básicamente por dos razones.

Primero, si bien ha tenido incuestionables logros, ha sido incapaz hasta ahora de materializar una agenda reformista que renueve lo público y (re)articule los consensos que daban solidez a los vínculos entre los ciudadanos y las instituciones. Por el contrario, la hondura de la desafección y el descrédito del sistema político es tan profundo que políticas públicas (como, por ejemplo, la enorme cantidad de estudiantes que estudiarán de forma gratuita) que en otro contexto hubieran elevado la popularidad del gobierno hasta el paroxismo, hoy no logran revertir una situación de profundo descrédito. Si bien en el caso del gobierno esta situación está en buena medida condicionada por la pérdida de capital político provocada por el caso Caval, sería ingenuo pensar que una desafección como la actual tiene sus orígenes exclusivamente en los escandalosos e inaceptables casos de corrupción. Los casos de corrupción lo que hacen es hiperbolizar una situación, no generarla. En tal sentido, el castigo de los corruptos, si bien ayudaría sustantivamente a renovar lo público, sería completamente insuficiente, tal cual lo es la Nueva Mayoría para los desafíos que vienen.

Izquierda Ciudadana nace para la mayor unidad posible, para hacer que la gente llegue al Gobierno.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias