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Salario ético: algunas preguntas técnicas


Se discute sobre salario mínimo, salario justo, salario ético. Preocupa a algunos, tal vez a muchos, que la remuneración por una jornada de más de 40 horas de trabajo a la semana no permita satisfacer necesidades básicas de un grupo familiar promedio de cuatro personas. No parece tratarse de una situación marginal, pues en Chile quienes ganan el salario mínimo o menos superan el millón de trabajadores dependientes de empresas privadas, trabajadores domésticos y trabajadores tercerizados en el sector público.

En Chile es persistente la sensación de que estamos siempre en una suerte de punto óptimo en lo que se refiere a salarios. A quien hace la pregunta incómoda de si esto es realmente así, se le responde: “Dudarlo es no entender cómo funciona la economía”. La misma respuesta recibe quien se pregunta por qué cabe juzgar como salario justo el salario ubicado en su punto de equilibrio. Y se le agrega: “Estamos en un sistema donde el concepto de ‘dignidad’ solo vale en el ámbito de la vida privada”.

Quienes rebaten el planteamiento favorable a elevar el salario mínimo legal hasta un nivel que permita solventar necesidades básicas, tal como lo ha planteado monseñor Alejandro Goic días atrás y desde hace ya varios años, sostienen que dicha petición ignora las realidades propias de los fenómenos económicos. Goic ha sido acusado de “buenismo”, incluso de incurrir en demagogia y populismo. Él no se daría cuenta del sinuoso camino que conduce al logro de metas económicas, ni de lo contraproducente que sería elevar el salario mínimo, pues iría en desmedro de aquellos a los que pretende proteger, los menos calificados, los más pobres y desvalidos, al imponer barreras de entrada más altas al mercado de trabajo e introducir presiones inflacionarias mediante los incrementos salariales, desincentivos a la contratación y menor competitividad a la economía chilena en su conjunto.

Sin duda estas razones técnicas piden ser tomadas con toda la seriedad que la gravedad del asunto implica. Lo que llama la atención es que estas mismas aprensiones que se refieren a los salarios más bajos están curiosamente ausentes cuando se trata de justificar la pertinencia de las remuneraciones más elevadas. Ante ello se responde que existe la necesidad de tales elevadas remuneraciones porque operan como incentivos a la productividad.

Ya que la cuestión parece ser técnica, permítasenos proponer alguna pregunta igualmente técnica. Las respuestas racionales a las preguntas técnicas caen en el campo de lo que Kant llamaba los imperativos hipotéticos de la habilidad, esto es, la identificación de los medios racionalmente más idóneos para alcanzar ciertos fines preestablecidos. Así, pues, se nos ocurre la siguiente pregunta técnica: ¿cómo consigue vivir dignamente un grupo de cuatro personas con un ingreso bruto de aproximadamente 10 UF mensuales, que luego de los descuentos por concepto de seguridad social se convierten en un ingreso líquido de 8 UF? No se nos negará que se trata de una pregunta técnica; pedimos, pues, una respuesta a la altura de la pregunta. Que venga un panel de expertos y nos lo diga; estaremos atentos.

[cita tipo=»destaque»]Se nos ocurre la siguiente pregunta técnica: ¿cómo consigue vivir dignamente un grupo de cuatro personas con un ingreso bruto de aproximadamente 10 UF mensuales, que luego de los descuentos por concepto de seguridad social se convierten en un ingreso líquido de 8 UF? No se nos negará que se trata de una pregunta técnica; pedimos, pues, una respuesta a la altura de la pregunta. Que venga un panel de expertos y nos lo diga; estaremos atentos[/cita]

Podríamos agregar otras preguntas. ¿Cómo es que en los países OCDE que tenían un PIB per cápita equivalente al que actualmente tiene Chile se podían pagar salarios mínimos más altos que el nuestro? Israel pagaba el año 2004 1,8 veces el salario mínimo que se paga hoy en Chile, lo mismo que Eslovenia; Nueva Zelandia en 1988 pagaba el doble; Canadá en 1978 y Francia en 1987 pagaban 2,7 veces; Australia en 1986 y EE.UU. en 1972, 3,1 veces; Holanda en 1987 y Bélgica en 1988, 3,3 veces. Si lo que se hace en nuestro país es racional, ¿qué es lo que hicieron mal estos otros países para diferenciarse del camino técnicamente racional que está siguiendo Chile de acuerdo a los defensores de mantener el salario mínimo en las condiciones actuales (no habría que descartar que algunos todavía lo consideren alto)?

Quizás el problema radica en otra parte. Al describir lo que llama el imaginario moral moderno, Charles Taylor identifica tres grandes columnas: una esfera económica objetivada, una opinión pública deliberante y un régimen político que descansa en alguna forma de soberanía popular. Pero en esa tríada se incuba una seria contradicción. La economía como realidad objetivada pretende mantenerse al margen de toda teleología, y se percibe a sí misma como una estructura en que la coincidencia no buscada entre el interés privado y el bien común se produce por el natural decurso de una causalidad eficiente que ordena los fenómenos del comercio al margen de cualquier agencia colectiva –como la que caracterizaría, por ejemplo, a la soberanía popular alimentada en el debate libre de la opinión pública–. En la larga marcha en que se fue incubando el imaginario social moderno en Europa, la ganancia económica era vista como “pasión tranquila”, llevada a cabo por sujetos disciplinados y trabajadores que hacían del comercio el sustituto de la guerra.

Mirando retrospectivamente este ideal y cómo han ocurrido las cosas, parece que los “buenistas” se ubican en otro lado del espectro. Prosigue Taylor señalando que un orden regido por una “mano invisible” es la negación de cualquier acción colectiva, y deja sin resolver cómo es que un orden espontáneo puede producir resultados virtuosos apelando a lo que surge de la interacción entre actores corruptos puramente egoístas –cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, después de todos los escándalos destapados en los dos últimos años–. En fin, este catecismo neoliberal solo puede sobrevivir sobre lo que Beck estimaba un “analfabetismo democrático”.

Monseñor Goic se ha referido a la codicia, ese deseo vehemente de poseer más allá de lo necesario, lo que tarde o temprano se extiende a la posesión de lo que otros necesitan. Algunos la han defendido como virtud. Pero en tal caso, si se trata de situarla en el terreno moral, preguntémonos si podemos desear su universalización. Rawls ha argumentado procurando una sociedad estable y bien ordenada, en la que todos los ciudadanos libres e iguales tienen bien asegurado el valor de sus libertades básicas, es decir, el acceso a los medios necesarios y suficientes para el ejercicio efectivo de esas libertades, y no solo su titularidad formal consagrada en los textos legales.

Una sociedad muy desigual alienta el surgimiento de lo que Rawls estimaba una envidia excusable, la que era socialmente corrosiva y se explicaba tanto en la desigualdad exagerada como en la renuencia de los que tienen más, su deseo de mantenerse favorablemente en ese escenario de desigualdad que lesiona la igual ciudadanía democrática. Cuando al cabo de casi treinta años de fuerte crecimiento económico aún hay voces que rezan, como el salmista, que “para distribuir primero hay que crecer”, y se constata que eso se decía cuando nuestra economía tenía un PIB per cápita inferior a los US$ 5 mil, y se dice hoy cuando supera los US$ 20 mil, les preguntamos a los técnicos: ¿cuándo será la hora de la distribución?

Humildemente les pedimos considerar que el tiempo juega en contra de su respuesta, cuando la insuficiencia de los ingresos de muchos que cumplen con trabajar legalmente, y la universalización de la codicia defendida por otros que hablan en nombre de la racionalidad de su comportamiento económico, se combinan en una “tormenta perfecta” si de cohesión y estabilidad social se trata. No nos tomen a mal, son solo preguntas técnicas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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