La ficción mítica más jocosa que se ha intentado instalar en estos días es la de un Aylwin que cambió el sistema económico instaurado por la dictadura. La responsable de esta ficción es Mariana, su hija mayor.
La sociedad chilena actual está acostumbrándose a generar mitos para hacer que una realidad de tensiones y contradicciones cada vez más agudizadas adquiera algo de sentido. De ahí las ficciones míticas, profusamente difundidas e instaladas, de “la reducción de la pobreza”, “la equidad de género”, “la transición ejemplar”, “el éxito del modelo” o “la democratización de las vacaciones en el sur de Chile” (!!!).
Ninguna de estas ficciones míticas, sin embargo, ha alcanzado los niveles de irracionalidad y distancia con la realidad que hoy muestra el “mito Aylwin”, especialmente activo en estos días. El “mito Aylwin” es el conjunto de relatos fantasiosos sobre el “prohombre de la transición”, Patricio Aylwin, y sus “gestas heroicas” para “alcanzar la equidad” (sic), “dignificar a las víctimas de violaciones a los Derechos Humanos” (sic) y “consolidar” la oligarquía electiva al servicio de los principales grupos económicos hoy vigente en Chile que algunos/as, un tanto perdidos/as, llaman “democracia” (sic).
Formuladas y difundidas fundamentalmente por activos funcionarios y/o apologetas del pinochetismo (Andrés Allamand, Juan Antonio Coloma, Víctor Pérez, Andrés Chadwick, Hermógenes Pérez de Arce, Hernán Larraín), sus correligionarios cercanos y en particular su hija Mariana, las ficciones míticas sobre Patricio Aylwin, de gran acogida en los medios controlados por los oligopolios comunicacionales, han alcanzado tal eficacia, que las representaciones colectivas sobre su papel en distintos procesos históricos se alimentan, precisamente, de mitos y no de hechos. O dicho de otro modo: la fuerza del mito Aylwin es tal, que al juzgar su papel en la historia de Chile han dejado de importar los hechos.
¿Qué ficciones míticas sobre Patricio Aylwin han sustituido, desplazado y, en no pocos casos, incluso ocultado los hechos históricos? Cuatro en particular: la ficción mítica del Aylwin paladín de los derechos humanos, la ficción mítica del Aylwin demócrata, la ficción mítica del Aylwin unificador y articulador y, finalmente, la ficción mítica del Aylwin antineoliberal.
La primera y más sorprendente de las ficciones míticas es aquella que plantea que Aylwin es prácticamente un paladín de los derechos humanos y que su gobierno mostró un profundo compromiso con su defensa. Según Wálter Sánchez, director del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile y uno de quienes han sostenido públicamente esta ficción, la constitución de la comisión Rettig y la petición de perdón en cadena nacional en la presentación del informe respectivo, con calculado y forzado quiebre de voz incluido, serían prueba irrefutable del irrenunciable compromiso aylwinista con los derechos humanos.
Es cierto que cada quien es libre de interpretar los hechos como estime conveniente. Pero esta interpretación es, como poco, curiosa. La Comisión Rettig no fue una victoria en la defensa de los derechos humanos, sino todo lo contrario. Fue el reconocimiento, y ni siquiera tan tácito, de que el genocidio y la barbarie cometidos en los 17 años de dictadura no podían recibir justicia y, por lo tanto, solo podían ser objeto de “reconocimiento” y, a lo sumo, de “reparación”. En consecuencia, operó como un sucedáneo simbólico (y también económico, es cierto) de la justicia que la sociedad chilena requería en 1990 pero que la oligarquía concertacionista no estaba dispuesta a conceder para que no le pusieran pelos a la sopa de su primer gobierno. Si la justicia equivale a la centolla, la Comisión Rettig y su informe fueron un simple kanikama; son, por ello, el signo de un reconocimiento y una verdad pobres, famélicos.
En la práctica, la Comisión Rettig, la concreción de la “justicia en la medida de lo posible”, terminó siendo la derrota de la causa de los Derechos Humanos en Chile. Y, por esta vía, el primer manto de impunidad con el que se quiso tapar y enterrar la barbarie de la dictadura. Pues, habiendo “reconocimiento y reparación”, ¿para qué perseverar por la justicia a través de la vía judicial?
Curiosamente, la política de la impunidad de Aylwin terminó haciendo escuela. La misma maniobra de enterramiento y desactivación del asunto a través de comisiones y beneficios económicos fue reiterada por los/as siguientes presidentes concertacionistas cada vez que en años posteriores las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura amenazaron con convertirse en problema público. Nada de promover las cosas barbáricas y sudacas que hacen los/as argentinos/as, peruanos/as, bolivianos/as o guatemaltecos/as de meter en prisión a sus dictadores. No, señores, Chile no hace esas salvajadas revanchistas; Chile es civilizado y deja que sus dictadores mueran contentos y tranquilos sin haber estado ni un segundo tras las rejas…
Pero lo de Aylwin, de acuerdo a Wálter Sánchez, sería más fantástico y épico aún que la mera instauración de la Comisión Rettig. Según plantea (y cito textualmente para evitar malos entendidos),
“… La historia demostró que Aylwin estaba en lo correcto. Con el gesto de perdón público cimentó las condiciones para avanzar en la verdad, la justicia y la reconciliación…” (Walter Sánchez González, “Aylwin y los derechos humanos”, en La Tercera, 23 de abril de 2016).
Simpático, ¿no es cierto? Para Sánchez González, hemos avanzado tanto en justicia gracias al gesto mítico de Aylwin que seguramente Pinochet no murió libre, tranquilo, de viejo y disfrutando de los suculentos bonos que se había pagado a sí mismo con recursos públicos. Y seguramente hemos avanzado tanto en verdad histórica que los aspavientos con los que hasta los/as relacionadores/as públicos/as de la Concertación (por ejemplo, Patricia Politzer, aquí y aquí) se quejan de los pactos de silencio que impiden avanzar en las causas de violaciones a los derechos humanos son meros ataques de histeria. Y, a no dudarlo, hemos avanzado tanto en reconciliación que Elisa Toledo, madre de los hermanos Vergara Toledo, no se vio en la necesidad de golpear en los genitales a Pablo Honorato, pues, en aras de la reconciliación, él ya manifestó públicamente su arrepentimiento por ser cómplice de los aparatos represivos con sus actos de desinformación sistemática, como ocurrió con “su reporte” del asesinato de Augusto Carmona… Así como pinta el panorama Sánchez González, Chile es definitivamente la copia feliz del edén en materia de justicia, verdad y reconciliación gracias al “quiebre de voz” de Aylwin en cadena nacional.
En cualquier caso, incluso si concediéramos, con fines solo retóricos, por supuesto, que la Comisión Rettig y su informe constituyeron un acto de lucha por y compromiso con los derechos humanos y no una herramienta para pavimentar la impunidad judicial, incluso en ese caso, decía, los antecedentes que engalanan el currículo de Aylwin siguen desmintiendo la ficción de cualquier papel heroico suyo en esta materia. De hecho, muestran lo contrario.
Por ejemplo, a partir de septiembre de 1973, cuando un grupo importante de abogados del partido que él presidía –Andrés Aylwin, Jaime Castillo Velasco, entre otros– optaron por sumarse a la Vicaría de la Solidaridad u otras organizaciones similares para entregar asistencia judicial a familiares de víctimas de detenciones, torturas, asesinatos y desapariciones, el también abogado Patricio Aylwin hizo lo opuesto: se dedicó a defender a la dictadura ante la prensa internacional y a hacerse el sueco con los crímenes que cometía, como se muestra más adelante con detalle. Si en Chile hay algún Aylwin que se ha jugado hasta la vida por los derechos humanos, ese es Andrés. No Patricio. Y tampoco ningún Aylwin Oyarzún, ciertamente.
Pero, y esto es lo más importante, el currículo de Aylwin muestra no solo que no fue un paladín de los derechos humanos, sino que, al contrario, fue responsable, al menos político, de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado de Chile entre el 11 de marzo de 1990 y el 11 de marzo de 1994. Con la excusa de desmantelar a “los grupos subversivos” que para entonces operaban en Chile (el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, el MIR, pero fundamentalmente el Movimiento Juvenil Lautaro), el gobierno de Aylwin asesinó a al menos 33 de sus militantes y a otras 63 personas sin militancia conocida. En parte importante de los casos, los asesinatos ocurrieron a través de ejecuciones sumarias y con montajes para simular enfrentamientos, tal como lo hacía la CNI y como lo siguieron haciendo posteriormente otros aparatos represivos en sus ejecuciones sumarias, como, por ejemplo, en el asesinato de Matías Catrileo.
Radio Villa Francia ya ha publicado una lista detallada de los y las militantes de izquierda asesinados/as por el gobierno de Patricio Aylwin. Pero para dimensionar la gravedad de las violaciones a los derechos humanos cometidas por él, permítaseme reseñar brevemente un par de casos elocuentes:
Osman Yeomans Osorio, militante de las Juventudes Comunistas, el 26 de junio de 1990 recibió un balazo en el cráneo de parte de un policía de civil cuando pintaba un mural en honor a Salvador Allende. El responsable nunca recibió sanción alguna.
Marco Ariel Antonioletti, militante del Movimiento Juvenil Lautaro (MJL), fue asesinado el 15 de noviembre de 1990 por funcionarios de investigaciones con un disparo entre los ojos, típica forma de hacer ejecución sumaria, luego de que, tras fugarse de la Cárcel Pública, fuera delatado por Juan Carvajal –principal asesor comunicacional de Michelle Bachelet durante su primer gobierno– a su amigo Ricardo Solari, entonces subsecretario de la Presidencia. Fueron a capturarlo 50 funcionarios y, por supuesto, simularon un enfrentamiento, pese a que la evidencia pericial indica que no hubo posibilidad alguna de uno.
Enrique Torres, Ignacio Escobar y Sergio Valdés, también militantes del MJL, fueron asesinados el 18 de diciembre de 1991 en Coquimbo por Carabineros tras ser capturados después del robo a un banco. Los testigos del arresto concuerdan en que, una vez detenidos y reducidos en el suelo, fueron baleados y dejados sin asistencia, muriendo a la postre en el mismo lugar.
Alexis Muñoz y Fabián López, militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), fueron asesinados el 22 de enero de 1992 al entregarse después de mantener secuestrada a una familia.
José Miguel Martínez, Mauricio Gómez y Pedro Ortiz, también militantes del FPMR, fueron acribillados a balazos el 10 de octubre de 1992 tras ser capturados en un intento de fuga de la ex Penitenciaría. Se encontraban atrapados, desarmados y heridos al momento de ser ejecutados.
Yuri Uribe, Raúl González y Alejandro Sosa, militantes del MJL, son baleados el 21 de octubre de 1993 en un bus al que se habían subido tras intentar asaltar un banco en Manquehue con Apoquindo. Los lautaristas se habían rendido y el bus se encontraba repleto de pasajeros, pese a lo cual carabineros dispararon aproximadamente 300 balas. Tres de los pasajeros también murieron.
(Para más antecedentes sobre algunos de estos casos y sobre las violaciones a los derechos humanos en general por parte del gobierno de Aylwin, se recomienda especialmente la tesis Rebeldía y utopía, castigo y represión: políticas represivas en el primer gobierno de la concertación, de Susana Cells Ramírez, Escuela de Periodismo, Universidad de Santiago, 2010).
Como se puede apreciar, el primer gobierno de la Concertación no tuvo contemplación alguna hacia los derechos humanos de estas personas. Ningún gobernante que sea un paladín de los derechos humanos, como se ha querido hacer creer estos días en relación con Aylwin, comete esta cantidad de crímenes y en estas circunstancias.
La segunda de las ficciones míticas, en su versión sensiblera y de consigna, plantea que Patricio Aylwin no solo fue un gran demócrata sino que, además –así lo han expresado literalmente Andrés Allamand y Patricio Walker–, se lo puede considerar como “… el padre de la democracia chilena”.
Los hechos, por supuesto, también desmienten categóricamente esta ficción. Patricio Aylwin no fue un gran demócrata. Al contrario. Fue un golpista. Y uno de tomo y lomo. Desde su pedestal de presidente del Senado entre 1971 y 1972, primero, y desde su privilegiada posición de presidente de la Democracia Cristiana a partir de abril de 1973, después, hizo todo lo que estuvo a su alcance para desestabilizar la institucionalidad democrática con el propósito de que un golpe de Estado militar “ordenara la casa” y, hecho esto, le entregara a Frei Montalva y a su partido el poder político que eran incapaces de ganar en las urnas. Esta es fue la apuesta táctica de la directiva falangista encabezado por Aylwin que en su época se conoció como “el camino propio”.
La “maniobra táctica” (?) del “camino propio”, que consistía en empujar a Chile hasta el límite de un quiebre institucional para hacerse con el poder, se conoce hoy gracias a las declaraciones del propio Pinochet y al todavía insuficientemente analizado intercambio epistolar entre Bernardo Leighton y Frei Montalva. ¿Qué papel le cupo a Patricio Aylwin en este diseño? Uno muy fundamental: invocar al golpe de Estado militar y, una vez consumado, blanquear todo su accionar.
Según informa Alberto Zaldívar Larraín, diputado falangista para el 11 de septiembre de 1973, Aylwin, como presidente de la Democracia Cristiana, fue, junto al ultraconservador Francisco Bulnes, el ideólogo, principal gestor y redactor del famoso acuerdo de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973 que declaraba “inconstitucional” al gobierno de Allende (!!!) y hacía una convocatoria explícita a una intervención de las Fuerzas Armadas, “acuerdo” que tanto las fuerzas políticas opositoras a la UP como los propios militares consideran como el mandato político que le dio “legitimidad legal” al golpe militar. Y cuatro días después, el 26 de agosto, el mismo Aylwin volvió a invocar a los militares a quebrar la institucionalidad y derrocar a Allende en una archiconocida entrevista al Washington Post en la que manifestó que si le dieran a elegir “… entre una dictadura marxista y una dictadura de nuestros militares, yo elegiría la segunda”. Con ambos actos, el entonces presidente de la DC enviaba el mensaje de que su partido, o al menos la directiva, se iba a cuadrar con el derrocamiento de Allende por la fuerza. Es decir, mostraba sin pudor alguno su inclinación golpista.
El compromiso de Aylwin con el golpe de Estado se hizo especialmente patente en los días inmediatamente posteriores al 11 de septiembre. Primero lo justificó y defendió de las críticas internacionales ante todos los medios extranjeros que lo entrevistaron; en las entrevistas más conocidas llega incluso a decir que el golpe había “salvado al país”, exactamente la misma tesis que fue defendida por Frei Montalva ante los cuestionamientos de Mariano Rumor al comportamiento político falangista. Pero luego Aylwin hizo más patente aun su compromiso y completa aquiescencia con el golpe cuando redactó y firmó, en su calidad de presidente del partido, una declaración pública que lo respalda y lo azuza.
Con su declaración pública Aylwin no solo se limita a cuadrar a la Democracia Cristiana con el derrocamiento de Allende. Pretende además desautorizar y aislar a la posición constitucionalista y pro democrática al interior del falangismo que hoy se conoce con el nombre del “Grupo de los 13”, que, liderados por Bernardo Leighton y que incluía al ya nombrado Andrés Aylwin, hermano de Patricio, redactó un manifiesto que, contra la inclinación golpista de su directiva, rechazaba “categóricamente” el golpe y el quiebre institucional.
Aislar a los opositores a la posición golpista de Aylwin suponía reforzar “el camino propio” y las pretensiones de Frei Montalva de hacerse con el poder una vez que la tarea de los militares de limpiar la casa y ponerla en orden hubiera acabado. En esto no hay dos lecturas: Aylwin invocó, propició, impulsó y respaldó incondicionalmente al golpe de Estado y la dictadura que se instaló una vez consumado. Su respaldo solo se quebró cuando la junta militar hizo sonar una tapa que se escuchó de Arica a Punta Arenas cuando Frei Montalva le fue a pedir que le entregaran el poder. De hecho, según confesó en una entrevista concedida a la Revista Análisis en abril de 1987 (reproducida por Ciper Chile), Aylwin había autorizado al menos hasta 1976 (año de su renuncia) que los militantes falangistas fueran funcionarios y colaboradores de la dictadura. He aquí sus curiosas acotaciones al respecto:
–Periodista: En una declaración formulada a la revista Cosas usted dijo que hasta el año 1976 habían autorizado a militantes democratacristianos para ocupar cargos en el régimen.
–P. Aylwin: Es efectivo.
–Periodista: A principios de 1976, la Iglesia católica había denunciado ante los tribunales de justicia 445 casos de detenidos-desaparecidos. Son los peores años de la represión. ¿No se arrepiente de haber autorizado a militantes de su partido a participar de la acción criminal de este régimen?
–P. Aylwin: … La verdad es que su pregunta me impacta. Realmente la información que uno tenía en esa época sobre estos hechos era bastante rudimentaria. Personalmente no tenía información sobre todos los casos que después conocimos. No entendimos esa presencia en labores subalternas como un aval a la política de represión.
Nótense bien los alcances de estas declaraciones. Hacia 1976 no solo las violaciones a los derechos humanos en Chile eran ya ampliamente conocidas gracias al trabajo de la Vicaría de la Solidaridad y otros organismos internacionales. Además, un año antes, la DINA, que en 1974 ya había asesinado con gran bullicio a Carlos Prats, atentó contra la vida del democristiano Bernardo Leighton en Roma. Y por si fuera poco, Patricio era hermano de Andrés Aylwin, uno de los abogados de derechos humanos más activos y combativos después del golpe. Por su actividad judicial en defensa de víctimas de la dictadura, en 1978 Andrés fue “relegado” a una localidad –Guallatire– ubicada a casi 5.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Pero su actividad de defensa de los derechos humanos no data de esos años; se remonta a los días inmediatamente posteriores al 11 de septiembre. Fue, de hecho, uno de los abogados más activos en la denuncia a tribunales de varios de los más cruentos y bestiales crímenes de la dictadura cometidos ya el propio año 1973: la causa conocida como “Paine”, con 70 campesinos detenidos, torturados y asesinados entre septiembre y octubre de 1973, de un lado, y el arresto, la tortura y el asesinato en el Cerro Chena de 11 dirigentes sindicales de la maestranza de San Bernardo, ocurridos a partir del 28 de septiembre de 1973, del otro lado. Y no solo eso. Andrés Aylwin presentó un escrito a la Corte Suprema el 1 de agosto de 1975 demandando que se designase un ministro en visita para investigar la Operación Colombo, presentación que fue muy sonada y de gran impacto, aunque, por supuesto, no fue objeto ni siquiera de un acuse de recibo.
Proviniendo del chileno o la chilena promedio, la excusa de la falta de información para justificar el silencio frente al genocidio nada disimulado que estaba practicando la dictadura es inverosímil y hasta básica. Pero que la invoque alguien del capital cultural y social de Patricio Aylwin no puede considerarse sino como un insulto a la inteligencia. ¿“Información rudimentaria”? ¿Lo dijo en serio? Que el presidente de un partido que vio cómo uno de sus militantes más emblemáticos casi muere baleado en Roma, que mantuvo una relación de estrecha amistad con el creador y principal motor de la Vicaría de la Solidaridad y que más encima era el hermano de uno de los abogados más valientes y bulliciosos en la denuncia de la barbarie cometida por las Fuerzas Armadas, que una persona como Patricio Aylwin, con tal nivel de acceso a información, hubiera autorizado a sus correligionarios/as a trabajar para la dictadura solo puede interpretarse como un acto, ni siquiera muy tácito, de beneplácito y respaldo.
Resumiendo el punto, entonces, los hechos históricos muestran que, en contraposición a lo que manifiesta la ficción mítica, Patricio Aylwin no solo no fue un demócrata, sino que, al contrario, fue un golpista. Promovió y azuzó el golpe del 11 de septiembre de 1973 y luego defendió y respaldó, con autorización a la colaboración falangista incluida, a la sanguinaria y barbárica dictadura que le siguió. Quebró con ella solo cuando la junta militar se negó a entregarle el poder a Frei Montalva.
Pero Aylwin no solamente no fue un demócrata por haber actuado para propiciar un golpe de Estado al que después, además, defendió a brazo partido ante toda la prensa internacional y respaldó a pesar de las violaciones a los Derechos Humanos. Patricio Aylwin no fue un demócrata porque no tenía inconveniente alguno con los chanchullos electorales. El Carmengate, que, hasta donde se sabe, probablemente le arrebató la nominación presidencial a Gabriel Valdés, dirigente DC que, a diferencia de Aylwin, se había jugado la vida combatiendo a la dictadura en las calles, fue un acto de fraude electoral cometido por el comando aylwinista y hasta el día de hoy no se ha aclarado si con el conocimiento o no de quien a la postre sería Presidente. Según cuenta Manuel Salazar, cuando Eduardo Frei Ruiz-Tagle demandó invalidar las primarias falangistas a raíz del escándalo, Aylwin respondió que las suyas eran “impertinentes reflexiones acusadoras” y que él había ganado las elecciones, así que no tenía por qué renunciar.
¿Será necesario mencionar que, a diferencia de lo que hizo Aylwin, un demócrata no tiene temor a repetir una elección las veces que sean necesarias para que ningún acto de fraude descubierto in fraganti empañe o desvirtúe la voluntad popular?
Ricardo Lagos Escobar, un asiduo de las ficciones míticas, sobre todo si versan sobre sí mismo, manifestó en su discurso fúnebre que Aylwin, como “primus inter pares” (sic) y portador de “fuerza moral” (sic), había sido el gran gestor y artífice “de la convergencia y unidad de los demócratas” (sic), del “humanismo cristiano y el humanismo laico” (sic) que hizo posible “derrotar a la dictadura” (sic). Y con esto queda meridianamente claro que la Concertación es la principal fábrica de mitos en Chile. ¿Cómo es que se puede dar por derrotada a una dictadura que, triunfalmente, se ha perpetuado en las instituciones y el sistema económico que creó? ¿Cómo se puede considerar responsable de su derrota a una coalición política en la que militan Gutenberg Martínez, Mariana Aylwin, Camilo Escalona u Osvaldo Andrade, principales defensores actuales de su obra? He ahí una palmaria ficción mítica.
Pero lo más curioso de lo que plantea Lagos es esta idea de Aylwin como preclaro gestor de convergencias y unidades. ¿Por qué curioso? Porque, como en los casos ya analizados, hay en este planteamiento mucho de mito y poco de hechos. Los hechos muestran que, al contrario, Aylwin fue uno de los políticos falangistas más sectarios y menos amigos de los entendimientos. En su calidad de presidente de la Democracia Cristiana, no solo fue responsable del fracaso del diálogo entre su partido y el gobierno de Allende que Silva Henríquez había gestionado para evitar el quiebre institucional que se produciría con el acuerdo de la Cámara de Diputados de agosto de 1973. Además, en su calidad de presidente de la Democracia Cristiana, Aylwin fue durante casi una década el principal obstáculo para la conformación de un frente amplio unido de todas las fuerzas opositoras a la dictadura. En un principio porque su apuesta táctica era apoyar a la dictadura para, luego, posibilitar el “camino propio”, pero, a la larga, por puro y simple sectarismo.
Para entender esto recuérdese que, inmediatamente después del golpe, el Partido Comunista y varias de las distintas facciones en que se encontraba dividido el Partido Socialista llamaron a conformar el frente unido ya mencionado, invitando, por supuesto, también a los sectores de la Democracia Cristiana que, contra su directiva, se oponían al golpe de Estado y a la dictadura. Según relata Rafael Gumucio (el viejo), representantes del “Grupo de los 13”, en particular Bernardo Leighton y Renán Fuentealba, fueron partidarios y participaron de las instancias de encuentro para la formación del frente. Pero la directiva democristiana encabezada por Aylwin los condenó y los reprendió porque no iba a aceptar alianzas con comunistas y socialistas almeydistas.
El Partido Comunista fue el que más insistió en la conformación de este frente amplio que, de acuerdo a su secretario general de la época, Luis Corvalán (“Nuestro Proyecto democrático” en Tres períodos de nuestra línea revolucionaria, Berlín: Zeit im Bild, 1982) decididamente debía incluir a la Democracia Cristiana, pero también a los sectores no fascistas de las Fuerzas Armadas.
Compárese esa posición con la que Aylwin manifestara en la entrevista (ya citada) de abril de 1987, concedida a la Revista Análisis:
“El PS de Núñez está en una línea razonable para volver a reconstruir la democracia en Chile. El PS de Almeyda, al querer reconstruir el eje socialista-comunista, está siendo un estorbo para recuperar la democracia.”
Hacia 1987 Aylwin y la DC ya habían abandonado la tesis del “camino propio”. Pero aun así el sectarismo que expele esta última declaración es evidente. La marginación del PC de cualquier “convergencia democrática”, a pesar de ser dicho partido uno de sus principales propulsores, es de concurso. Si fuera cierto que, como dice Lagos, la “unidad y convergencia de los demócratas” (¿sin las demócratas?, ¿solo machotes?), hizo posible “derrotar a la dictadura” (?), entonces Aylwin no fue su principal gestor, sino, durante casi una década, su principal obstáculo.
En efecto, de seguirse el razonamiento causal ramplón de Lagos, al haber sido la “la unidad y convergencia de los demócratas” la causa de la derrota de la dictadura, y al haberse demorado una década dicha unidad y convergencia a causa del sectarismo de la directiva que Aylwin presidió hasta 1976, entonces cabría concluir que este último fue responsable de haber facilitado la permanencia de Pinochet en el gobierno varios años más de los necesarios.
La ficción mítica más jocosa que se ha intentado instalar en estos días es la de un Aylwin que cambió el sistema económico instaurado por la dictadura. La responsable de esta ficción es Mariana, su hija mayor. En una entrevista concedida a Teletrece, la ex ministra de Educación afirma lo siguiente:
“… Es una frase cliché decir que [Aylwin] siguió el modelo cuando el Estado tuvo un rol mucho más activo. El crecimiento con equidad era bien opuesto al modelo de libre mercado sin regulación, sin intervención, sin inversión del Estado que hubo durante el régimen de Pinochet…” (sic)
[cita tipo= «destaque»]La tarea histórica de Aylwin fue desmovilizar y desarticular al movimiento popular para que la ingobernabilidad no espantara a las inversiones extranjeras, que, como también lo manifiesta Ricardo Lagos en el video ya enlazado, en los años previos al plebiscito se habían esfumado del país como consecuencia del levantamiento popular de 1983-1986.[/cita]
Frente a una afirmación como esta no cabe sino seguir luchando sin descanso y con mayor convicción por una educación gratuita y de calidad. Un “modelo económico” no depende de la magnitud de la inversión pública o de las regulaciones de los mercados. Depende de elementos estructurales. En efecto, todo modelo económico tiene pilares o bases que lo definen y diferencian de otros modelos. Y prácticamente ninguno de los pilares o bases del neoliberalismo radical instaurado por la dictadura (economía de iniciativa privada, subsidiariedad, apertura al comercio exterior y las inversiones extranjeras, mercados con regulaciones mínimas, movimiento sindical atomizado y desarticulado) fue cambiado por el gobierno de Aylwin. Aumentar la inversión pública con los pilares y bases del modelo “ceteris paribus” es intensificar el principio de subsidiariedad, no eliminarlo o sustituirlo por otro. Elemental, Watson.
Ya lo decía Ricardo Lagos en la franja del “No”: para la Concertación nunca estuvo en cuestión “el sistema económico”; y el “crecimiento con equidad” es parte de no cuestionarlo. Las tareas económicas del gobierno que vendría después de la dictadura debían ser el aumento de la participación de los trabajadores (sic; solo los trabajadores machotes, no las trabajadoras) en la riqueza generada por el sistema económico, incrementar la inversión (privada), fomentar las exportaciones y controlar la inflación. O sea, exactamente todo lo que hizo precisamente el gobierno de Aylwin. Y todo lo cual, además, no era otra cosa que ampliar, reforzar y profundizar el modelo económico de la dictadura. De muestra un botón: a través de la Ley 18.768 del 29 de diciembre de 1988, se instauró el “financiamiento compartido”, en que se sustenta la educación escolar neoliberal actualmente vigente en Chile. Dicha ley permitía la posibilidad de un aporte voluntario de los padres y/o las madres al colegio particular subvencionado al que asistieran sus hijos/as. Pero fue el gobierno de Aylwin, a través de su ministro de Educación Jorge Arrate, el que, con la promulgación de la Ley 19.247 del 15 de septiembre de 1993, permitió que los colegios, ya particulares subvencionados, ya municipalizados, cobraran un monto de pago obligatorio. Con esto se termina de aniquilar a “la educación como derecho” y se instaura definitivamente la neoliberal “educación como bien de consumo” (sic) que opera hasta el día de hoy. Y eso, nuevamente, ocurrió en el gobierno de Aylwin, no en el de Pinochet.
Como bien lo ha dicho Gabriel Salazar, la tarea histórica de Aylwin fue desmovilizar y desarticular al movimiento popular para que la ingobernabilidad no espantara a las inversiones extranjeras, que, como también lo manifiesta Ricardo Lagos en el video ya enlazado, en los años previos al plebiscito se habían esfumando del país como consecuencia del levantamiento popular de 1983-1986. Pero eso suponía dejar completamente intactas las bases del modelo. Cualquier arreglo cosmético o aplique ornamental modesto y de poca monta, que no estorbe a la acumulación, bienvenido. Pero nada de tocar los cimientos fundamentales del neoliberalismo.
Gracias a las políticas de Aylwin Chile vivió un fenómeno muy peculiar que ha sido descrito con mucha precisión por Naomi Klein:
“Durante un breve período pareció que el movimiento neoliberal no podría desentenderse de los crímenes que había cometido en el Cono Sur y que estos le desacreditarían por completo antes que pudieran expandir su primer laboratorio [Chile]” (La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Buenos Aires: Paidós, 2008, p. 159).
Que Aylwin continuara con el modelo económico de la dictadura, mientras, paralelamente, desplegaba su política de impunidad en la medida de hasta lo imposible, terminó exculpando al neoliberalismo por el genocidio que se cometió para que las ideas de esta doctrina (que no dogma) pudieran ponerse en práctica. En este marco, más que padre de la democracia, Aylwin califica más como el padre de una falsificación histórica: un neoliberalismo inocuo, imposible sin la barbarie de los 17 años más oscuros de la vida de Chile.