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El mito de los ministros de Hacienda y su infalibilidad papal Opinión

El mito de los ministros de Hacienda y su infalibilidad papal

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Así llegamos hasta Valdés, quien volvió a la ortodoxia pro cíclica en la política fiscal y no se mueve un ápice de su ideología neoliberal y los “shocks de confianza”. Como nuevo buen mayordomo (aquel que está a la cabeza de la casa) de nuestra oligarquía, se puso del lado de la presión del gran empresariado.


Luego de conocerse las cifras de desempleo que evidencian en el Gran Santiago un aumento significativo, situándose ya casi en dos dígitos, inmediatamente las miradas críticas se volcaron sobre el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, por su soberbia y terquedad y por apostar a implementar solo políticas de contracción y ajuste fiscal, desechando la ejecución de medidas contracíclicas que no solo economistas sino también políticos vinculados a la coalición recomendaron y que suelen emplearse en países con economías abiertas cuando arrecia la crisis.

La sugerencia no inocente de la ministra Ximena Rincón, de que pueden ser las medidas de restricción y ajuste fiscal las responsables de tal aumento, evidenciaron una vez más la crítica de sectores oficialistas al manejo ortodoxo de las crisis que han hecho los ministros de Hacienda en el último tiempo.

Y si bien La Moneda, a través de su vocero, salió a respaldar a Valdés, lo cierto es que buena parte de la coalición encuentra argumentos para justificar que el titular de Hacienda está repitiendo los mismos errores que Aninat y Velasco cometieron antes, que no hicieron otra cosa que actuar tarde y bastante mal, agudizar la desaceleración y atrasar la recuperación económica del país.

Esta especie de fuero para equivocarse sin pagar costos o la infabilidad papal de la que presumen, nos hace preguntarnos cómo y cuándo se originó este mito.

De Rengifo a Valdés: el mito de la cientificidad de los economistas

En los años 80, cuando estábamos en la enseñanza media y campeaba sin contrapeso la ideología conservadora, los textos de estudio de Historia de Chile que más se empleaban eran los de Frías Valenzuela: un resumidero de héroes, presidentes, batallas y obras que nos ponían somnolientos y/o la Historia de Chile de Sergio Villalobos y otros que nos repetían, hasta aburrirnos, el rol de dos hombres serios (Portales, el empresario que, con desgano y desprecio, casi como un sacrificio personal, se hizo cargo de una vilipendiada actividad) y el economista Manuel Rengifo (nuestro primer “mago de las finanzas”) en la construcción del país prudente que supuestamente somos.

Si bien Villalobos decía adscribir a la escuela historiográfica de los Annales y la importancia de los procesos de larga duración, y que solo al final de la dictadura se rebelaría contra el mito portaliano, lo cierto es que su mirada era conservadora.

No es casual que el principal ministerio que está ubicado al lado de La Moneda, y donde precisamente cuelga en sus salones centrales un retrato de Rengifo, sea el de Hacienda, cuyo origen es la Hacienda Real que, luego, se traspasó a la incipiente República. En países como Inglaterra, Estados Unidos o Francia, de hecho tienen otro nombre o uno compuesto y la mayoría de las veces los dirigen actores políticos, como ocurre en la Alemania de Merkel, con Wolfgang Schäuble, uno de los jefes políticos de la CDU germana.

Y es que, en la lógica de la oligarquía fundadora del Estado, el Ministerio de Hacienda pasó a ser una hacienda más, que se administraba con la misma lógica del latifundio.

No es casualidad que, desde Rengifo en adelante, la Hacienda pública fuese dirigida por unos capataces que velaban, no por el interés nacional sino por el de la oligarquía agraria, minera y comercial que dominaba el país desde que se insertó en la economía mundial como monoexportador de materias primas –primero trigo y luego salitre–.

La oligarquía chilena hizo crecer la deuda externa, contratada entonces en la City de Londres desde los inicios de la República, y la inflación que licuaba su deuda interna, fenómenos que acompañaron de forma dramática la historia nacional hasta hace no mucho tiempo.

Frank Fetter (en su texto clásico “La inflación monetaria en Chile”) llegó a decir que ella fue provocada conscientemente por los banqueros y terratenientes que se beneficiaban con la inflación, unos debido a la ley financiera de 1860 y los segundos debido a que los productos que exportaban se los pagaban a un precio más alto en moneda internacional, en tanto que ellos pagaban sueldos y salarios –cuando los había– en moneda nacional.

Se trata de la influencia de Courcel Seneuil –desde el comienzo la imitación europea– en el liberalismo a ultranza que operó en Chile, en connivencia con los ministros de Hacienda, algunos de los cuales fueron proteccionistas, todos ellos miembros de la misma oligarquía y no pocos, luego presidentes.

De hecho, varias de las crisis económicas que afectaron al país durante el siglo XIX, además de los factores externos, tienen su origen en las pugnas de las distintas facciones de la oligarquía dominante y el cuidado de sus intereses económicos.

Por ejemplo, el debate sobre la inconvertibilidad fue uno de ellos y enfrentó a los productores que exportaban y vendían en libras (luego en dólares), a quienes convenía un alto tipo de cambio y un bajo valor de la moneda nacional para rentabilizar al máximo sus ganancias. En definitiva, es en torno a esas fechas –con el auge del modelo primario exportador– en que se consolida el mito del “mago de las finanzas” que rodeara a los ministros de Hacienda.

Todo ello a pesar de la evidencia empírica que los colocaba como guardianes públicos de los intereses privados de los grandes hacendados o propietarios mineros que hacían pesar toda su influencia para que el interés fiscal se homologara con el de ellos. Y cuando algún gobierno intentó hacer lo contrario, y poner por encima el interés general por sobre el de la oligarquía criolla –el caso Balmaceda y su intento por aumentar los recursos fiscales que proporcionaba el salitre e invertir en infraestructura–, ya sabemos cómo terminó el asunto.

Restituido el orden oligárquico con la República Parlamentaria, las cosas volvieron a su cauce, y los mayordomos de Hacienda volvieron a lo suyo: servidores públicos que cautelaban los intereses privados de la oligarquía –ya plutocrática– que conducía al país.

Los secretarios de Estado de la cartera de la época no pusieron reparos, por ejemplo, en despilfarrar los recursos que provenían principalmente del salitre, en las fastuosas fiestas del Centenario, mientras en los arrabales y cités de Santiago las enfermedades y la miseria provocaban la muerte de miles de chilenos, con una mortalidad infantil extremadamente alta.

Estallaba la “cuestión social” como una verdadera protesta contra una plutocracia sin sentido de nación.

Entremedio se suceden los ministros de Hacienda de apellidos vinosos y con aspiraciones presidenciales, hasta que la República Parlamentaria y su vieja oligarquía se hunde con ellos.

La Hacienda pública bajo los gobiernos desarrollistas

La desconfianza ciudadana hacia el grupo dirigente crecerá y una parte significativa de ella no solo levantará nuevos referentes sino que, además, llegará incluso a ensayar una república socialista de pocos días de duración.

Entonces surgirán nuevos grupos que pugnarán por la implementación de un modelo económico que asuma el trauma de la crisis de 1929 y que, frente a la oleada proteccionista internacional, ponga al país con algún resguardo de los vaivenes internacionales y a la vez desarrolle las bases para la industrialización de Chile.

No son precisamente la decadente plutocracia oligárquica ni sus ex ministros de Hacienda quienes proponen la transformación del modelo libremercadista y rentista: son actores políticos y sociales nuevos que claman por el desarrollo de una nueva economía nacional y por la expansión del mercado interno.

Dicho modelo, que primará entre 1938 y 1973, impulsado en origen por el colapso del comercio internacional por la crisis de 1929 y luego la Segunda Guerra Mundial, y donde personalidades como Guillermo del Pedregal, ingeniero, y un conjunto sucesivo de economistas e ingenieros de inspiración desarrollista, pasan a tomar las grandes decisiones de política económica, que permitirán tasas de crecimiento superiores a la de la década de 1920 (y por cierto que las posteriores de la dictadura de 1973-1989) y un cierto incremento de la participación de los trabajadores, que en todo caso no volverá a verse con la restauración oligárquica de 1973 en adelante.

Ello no significará que nuevos grupos dominantes, ahora de anclaje no solo agrario y comercial-financiero sino también industrial y en parte estatal, junto a los grupos mesocráticos emergentes, no intenten restituir el mito del “mago de las finanzas”, con Gustavo Ross (según el PS de la época, “el último pirata del Pacífico”), primero como ministro del segundo gobierno de Arturo Alessandri –derrotado como candidato presidencial por Aguirre Cerca en 1938– y luego con su hijo, el ingeniero Jorge Alessandri, ministro de Hacienda de González Videla, quien debió abandonar el gabinete en medio de una aguda crisis, y a quien la oligarquía local tradicional llevara –cosa repetitiva con los ministros de Hacienda vinculados a sus intereses– como candidato presidencial en 1958, 1964 y 1970.

[cita tipo= «destaque»]Felipe Larraín hizo una política mucho más keynesiana y menos ortodoxa que Velasco, incluyendo medidas sociales que este se negó a adoptar, para enfrentar no solo las secuelas de la crisis de 2008 sino, además, las del grave terremoto de 2010, aunque perdió la oportunidad de sembrar en políticas audaces de innovación y diversificación productiva los muy buenos precios del cobre y el boom de la inversión minera que se agotó en 2013.[/cita]

La principal herencia –la inflación y la concentración económica agraria, industrial y bancaria– del modelo económico oligárquico perseguirá sin cesar a los gobiernos de la época.

Como será el Estado el que juegue un rol protagónico en el proceso, las oligarquías locales buscarán orientar para sus fines los subsidios y créditos del fisco. Según María Rosaria Stabili, se trata de “la quinta versión” de la oligarquía, en este caso amiga del Estado y de sus empresas, donde una parte hará o iniciará sus carreras.

Durante este periodo la configuración profesional de los ministros de Hacienda será variopinta –abogados, ingenieros, etc.– y continuarán con la obra gruesa originada por los gobiernos del Frente Popular y el desarrollismo keynesiano, aunque no se librarán de las crisis, debido al descontrol galopante de la inflación y las fluctuaciones externas.

Cuando se derechiza el Gobierno de Ibáñez, sale el ministro Felipe Herrera y vuelven a expresarse los ímpetus conservadores de los ministros de Hacienda.

Se contrató en 1955 la misión Klein-Saks, formada por economistas norteamericanos vinculados a la banca e impulsada por Agustín Edwards Budge, y cuyas propuestas generaron protestas sociales y finalmente el Presidente decidió no implementarlas.

Para 1958, cuando apremia el descontrol y la falta de expectativas, la oligarquía recurre nuevamente a uno de sus hombres para superar el oscuro panorama e imponer el orden: Jorge Alessandri, empresario vinculado a la CMPC, será el nuevo Rengifo, hombre serio que la ocasión requiere, aunque su gobierno y las medidas propuestas por su ministro de Hacienda, “El Ruca Vergara”, serán un completo desastre y culminarán con el propio Frei Montalva pidiéndole al National Security Council (NSC) que ayude a concluir su mandato, pues de lo contrario “la marea marxista” puede aparecer.

Con Frei Montalva, el primer ministro de Hacienda es un economista, Sergio Molina, quien acompaña los procesos de transformación que había comprometido aquel gobierno.

Más tarde, en 1967, el ministro de Hacienda fue el joven abogado Andrés Zaldívar, influido por Chicago Boys como Jorge Causas al mando del Banco Central, que al concluir el mandato presidencial, sin un mínimo sentido de nación, se despachó unas declaraciones antes del cambio de mando destinadas a provocar de antemano un pánico económico, iniciando la tarea de hacer “chirriar” la economía ordenada por Nixon, cuya administración era por entonces una fuerte aliada del freísmo criollo, además de la derecha y ultraderecha dispuestas a derrocar a la brevedad al Gobierno de Allende.

Era el 23 de septiembre de 1970: “Con posterioridad a esta fecha –4 de septiembre– el proceso económico se ha visto alterado, poniendo en serio peligro los resultados esperados y anulando los efectos positivos de las políticas económicas que el Gobierno ha venido aplicando durante los últimos años». Ese panorama desolador pintado por Zaldívar produjo entonces una corrida masiva de divisas, que fue el prolegómeno del boicot económico opositor que luego se profundizaría durante el Gobierno de Allende.

El primer ministro de Hacienda de Allende, y uno de los que más se mantuvo en el cargo, fue el comunista Américo Zorrilla, técnico gráfico y dirigente sindical, que impulsó el gasto social del primer año del Gobierno, que finalmente sucumbió al sabotaje, la inflación y a la excesiva expansión de la demanda interna frente a una oferta debilitada por los cambios profundos provocados por la reforma agraria, las nacionalizaciones industriales y bancarias y de la minería y otros recursos naturales, junto a la aprobación de gastos, pero no de ingresos, por un Congreso dominado por la oposición. Esto llevó el déficit público a niveles insostenibles y a precipitar un proceso inflacionario que revirtió los aumentos de los salarios reales y debilitó el apoyo social al Gobierno, especialmente luego de la elección parlamentaria de marzo de 1973.

En definitiva, durante el periodo 1938-1973 los ministros de Hacienda tuvieron un carácter más variopinto y, salvo determinadas contingencias, como la derechización del gobierno de Ibáñez o el triunfo de Jorge Alessandri o la etapa final del gobierno de Frei, todos ellos trabajaron en función de los programas que habían ofrecido sus respectivos candidatos a la ciudadanía. Todos ellos, cual más, cual menos, trabajaron por construir resultados económicos más equitativos (entre 1957 y 1972 el coeficiente de Gini –que mide la desigualdad de ingresos– bajó de 0, 59 a 0,46, mientras volvió a subir a 0,58 durante la dictadura), los que se revirtieron drásticamente con el golpe de 1973, dando lugar a una de las economías más concentradas y desiguales del mundo.

La restauración del mito de la infabilidad

Como lo anunció la Junta Militar en su declaración de principios de 1974, se restauraría el mito portaliano. Uno de esos procesos fue dotar de una aurea de infalibilidad a los ministros de la cartera de Hacienda y se recurrirá para ello al mito del «mago de las finanzas» del siglo XIX, Manuel Rengifo. Así se adoctrina a los niños en los libros de historia.

Como ya sabemos, Pinochet a partir de 1975 no solo decidió implementar el nuevo modelo de shock económico que, con una depresión de cerca de 15% y el inicio de una drástica apertura comercial unilateral, tanto daño les haría a los sectores más pobres y también inauguraría una nueva dictadura: la de los economistas de Chicago, con Sergio de Castro como jefe de fila.

El desempeño promedio de esa dictadura fue mediocre, inferior al de las décadas previas y muy inferior al posterior a 1990. El mal manejo se agudizó con la crisis depresiva de 1982-1983, cuando el modelo de tipo de cambio fijo y apertura a los flujos financieros internacionales terminó por hacer crisis y derrumbar el sistema bancario (como también ocurriría el año 2000 en Argentina, terminando de sepultar el delirio del “enfoque monetario de la balanza de pagos” y su utopía de neutralización de la política macroeconómica interna por meros “ajustes automáticos”).

De hecho, no son pocos los opositores que han reconocido que, hasta esa crisis, Pinochet había logrado un boom del consumo y tenía una mayoría social pero que la perdió, en particular en los sectores más pobres –los más golpeados por la crisis–, debido a las medidas sobreideologizadas de los Chicago Boys, quienes, pese al mito posterior sobre el milagro económico y la infalibilidad de los ministros de Hacienda (comprado incluso por sectores de la Concertación), cargan con las horrorosas y graves cifras de caída del PIB en 1975 (-13%) y 1982-1983 (-11,1 y -5,4%), las cuales provocaron depresiones sin parangón de la economía nacional, lo que hace que la crisis de 1973 parezca casi un episodio benigno (-5% de caída del PIB, según las cuentas nacionales oficiales de la base de datos del Banco Central).

Será Hernán Büchi, ingeniero y ex simpatizante del MIR, quien salve del desastre absoluto a los economistas e ingenieros comerciales de la dictadura.

Como se sabe, Büchi, a diferencia de los Chicagos, tenía un máster en administración de empresas en Columbia y como buen ingeniero hizo un trabajo más pragmático, de operar tuercas y tornillos para restaurar el funcionamiento de la economía aprovechando un tipo de cambio que impulsó exportaciones y actividades que sustituían importaciones y alivianar las horrorosas cifras de sus antecesores, aunque haciendo caer sobre todos los chilenos el costo de la intervención bancaria y privatizando grandes empresas (Endesa, Chilectra, Compañía de Teléfonos) en manos de cercanos al régimen y de oficiales de las FF.AA. en nombre de un ficticio “capitalismo popular”.

Siempre me ha llamado la atención Büchi, pues estando alguna vez en Corea del Sur en 2007, y viendo unas fotografías de 1982 de la ciudad de Pajü, me di cuenta de que el retraso de ese país era superior al nuestro pero que, en el transcurso de 25 años, habían logrado una transformación vital, gracias al empleo de ingenieros en las políticas públicas.

Le fue bien a Büchi y la economía mostró signos de evidente recuperación en fechas previas al plebiscito, que alcanzó hasta para que Pinochet bordeara el 45% de los votos el 88.

La obra de los Chicago Boys en lo material fue un desastre, aunque su legado más significativo fue en el plano ideológico, reinstalando el mito portaliano sobre el éxito económico sobre la base de equilibrios fiscales en un Estado pequeño sin impacto social y productivo, la supuesta cientificidad de los economistas ortodoxos discípulos de Friedman y la infalibilidad de los ministros de Hacienda.

Lo anterior, herencia de la que se hará cargo la Concertación, primero por necesidad –no provocar una estampida inversionista y bajar el 30% de inflación– y luego por convicción, sometimiento o acomodo.

Desde 1990 hay un pacto tácito entre el gran empresariado y los gobiernos de centroizquierda, en el sentido que, a cambio de unos subsidios, una que otra política redistributiva, sus ministros de Hacienda no se meten con ellos. A su vez, la Concertación, hoy Nueva Mayoría, continuó con la dictadura de los economistas después del ingeniero postgraduado en Economía, Foxley: Aninat, Marfán, Eyzaguirre, Velasco, Arenas y Valdés (con el intermedio del también economista Larraín, aunque paradójicamente menos dogmático que sus colegas supuestamente centroizquierdistas), y con el mito de la infabilidad de los ministros de Hacienda (con la excepción del poco destacado Arenas).

Foxley se convierte al pragmatismo del Chile monoexportador de materias primas, pero con él la economía crece a más del 7% promedio, el mejor registro de los gobiernos contemporáneos, a lo que no fue ajeno la práctica, rápidamente abandonada por Aninat después, de pactos con el movimiento sindical que dirige otro DC, Manuel Bustos, acompañado por el socialista Arturo Martínez.

Este pacto social ayudó a controlar la inflación galopante mediante un sistema de estabilización de remuneraciones y precios y de incremento del empleo y las remuneraciones reales, junto a un aumento de impuestos y el encarecimiento del despido, factores que no detuvieron en absoluto la inversión. Estos resultados iniciales fueron por mucho tiempo la cuenta corriente de la cual siguió sacando dividendos la Concertación, hasta que agotó sus fondos.

Por el contrario, desde la segunda mitad de los años 90 la infabilidad papal y el Olimpo volvieron a ser consustanciales al cargo. Eso explica la polémica entre Roberto Zahler versus el dúo Aninat-Massad, que perdió el primero y ganaron los segundos en favor de los bancos con deuda subordinada y que está muy bien documentada en Historia oculta de la Transición, de Ascanio Cavallo.

El dúo es el responsable de agravar de manera incompetente las consecuencias de la Crisis Asiática, al punto de hacer caer inútilmente en recesión la economía y de casi hacer perder la elección presidencial a Lagos en 1999. Crisis que se prolongó durante los primeros años de su mandato y que Eyzaguirre mejoró lentamente con un manejo de la política fiscal que incluyó –aunque tímidamente– medidas contracíclicas keynesianas.

La Presidenta Bachelet, fiel a su estilo de conducción, osciló con sus ministros de la cartera entre ortodoxia-amateurismo-ortodoxia, y Velasco fue el responsable –después de Aninat– de la segunda de las dos grandes crisis que han tenido los gobiernos de centroizquierda, con caídas de -1%, las que en ningún caso se asemejan ni comparan a las de 1975-1982.

Es más, no son pocos, los que creen que Velasco, con su reacción tardía a la gran crisis internacional de 2008, fue el responsable directo, junto a José de Gregorio –que subió las tasas de interés en los meses previos a la crisis–, de la pérdida del Gobierno al terminar el primer período de Bachelet.

Felipe Larraín hizo una política mucho más keynesiana y menos ortodoxa que Velasco, incluyendo medidas sociales que este se negó a adoptar, para enfrentar no solo las secuelas de la crisis de 2008 sino, además, las del grave terremoto de 2010, aunque perdió la oportunidad de sembrar en políticas audaces de innovación y diversificación productiva los muy buenos precios del cobre y el boom de la inversión minera que se agotó en 2013.

Un nuevo boom no volverá por un buen tiempo, China mediante, y el nuevo ciclo dejará a la economía en un ritmo de crecimiento de 2-3%, salvo una política heterodoxa de impulso fiscal y diversificación productiva que aproveche el tipo de cambio favorable a las exportaciones y sustituidores de importaciones, incluyendo un vuelco hacia una transición energética audaz. Pero las autoridades actuales no están dispuestas en absoluto a proponerle un plan reactivador a una Presidenta fragilizada y en fase conservadora.

Así llegamos hasta Valdés, quien volvió a la ortodoxia pro cíclica en la política fiscal y no se mueve un ápice de su ideología neoliberal y los “shocks de confianza”. Como nuevo buen mayordomo (aquel que está a la cabeza de la casa) de nuestra oligarquía, se puso del lado de la presión del gran empresariado.

Y aquí estamos, con la profundización de la crisis y donde, al parecer, las cifras de la Universidad de Chile, que aún no se ratifican por el INE, auguran un incremento sustancial del desempleo y del sufrimiento de los más vulnerables en nombre de cuidar “la confianza empresarial”. Este giro viene luego de la victoria mediática del gran empresariado contra las reformas tributaria, laboral y de la educación.

Está de vuelta el mito portaliano, los magos de las finanzas y la infalibilidad papal de los economistas ortodoxos, entre cargo y cargo en el FMI o la banca internacional.

Insisto, la economía es demasiado importante para todos nosotros como para dejarla a cargo de estos economistas supuestamente técnicos, del mismo modo que siempre se ha dicho que la guerra es demasiado importante como para dejarla a cargo de los generales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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