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¿Por qué no un constitucionalismo débil para Chile? (I)

Enzo Solari Alliende
Por : Enzo Solari Alliende Escuela de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
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Recién publicado el fallo del Tribunal Constitucional de Chile (TC) sobre el proyecto de ley que moderniza el sistema de relaciones laborales y modifica el Código del Trabajo (Rol 3016-16), e independientemente de los juicios que merezca el contenido del proyecto impulsado por el Ejecutivo y finalmente aprobado por el Legislativo, los especialistas en derecho laboral nos deben una apreciación detallada de su estrategia argumentativa -especialmente de sus cualidades jurídicas, constitucionales y, también, político-morales. Sería de interés, por ej., que los laboralistas nos ayudasen a comparar la sección donde la mayoría del TC rechaza la constitucionalidad de la titularidad sindical (pp. 44-86), con aquella donde la disidencia fundamenta su oposición al respecto (pp. 208-295).

En otro sentido, al mismo tiempo, los especialistas en derecho constitucional nos tendrán que suministrar un enjuiciamiento más general: cuando el TC reconoce que así como ninguna constitución es neutra, tampoco la chilena lo es (p. 49), ¿no se habrá quedado corto -diciendo muy poco en realidad? ¿Advierte el TC cuán peculiar es la constitución por cuya supremacía vela? En efecto, además de no ser neutra (sería importante, en todo caso, saber cómo es que entiende precisamente el TC esta falta de neutralidad), la constitución actualmente vigente ha sido diseñada en beneficio de los herederos del proyecto político-económico del pinochetismo y para distorsionar el proceso democrático (como se sabe, por su entramado de quórums supramayoritarios para la legislación orgánica constitucional y para la reforma constitucional, y de un hipertrofiado control concentrado y abstracto de constitucionalidad, todo lo cual antes contaba además con el refuerzo de un sistema electoral ‘binominal’ -que ya ha sido abandonado).

Mientras los constitucionalistas nos ilustran en este último sentido, quisiera ofrecer algunas ideas preliminares que creo tienen alguna importancia cuando se inicia un proceso constituyente (aun con todos los defectos gubernamentales y temores conservadores del caso), precisamente en relación con ideas y formas de institucionalización de la justicia constitucional que nos pudieran desencadenar de un TC competencialmente tan hipertrofiado, capturado de modo obsceno por operadores políticos y caracterizado por un nivel argumentativo más bien precario. Por lo mismo, lo que sigue puede ser leído como una manera de encarar la rústica declaración del senador Allamand: “todas las democracias constitucionales hacen recaer en el Tribunal Constitucional o en la Corte Suprema el control de la legislación”. Y es que el campo de las ‘democracias constitucionales’ es por una parte más ancho que lo que el senador parece suponer, aunque por otra no tanto como para cohonestar una ‘democracia semisoberana’ (en palabras de C. Huneeus) al estilo de la chilena. Así, se trata de abordar algo que el político conservador quizá no advierte (en cuyo caso estas líneas pretenderán su ilustración), pero más significativamente de abordar algo que la derecha y, todo hay que decirlo, parte del centro y la izquierda en Chile tampoco advierten, o bien tratan de cubrir ideológicamente (caso en el cual la ilustración, como tantas veces, tendrá que ser además desenmascaradora).

La tesis rectora de este texto, en concreto, será la de que es necesario abordar una alternativa aún inédita entre nosotros: argumentar y diseñar, como se ha hecho en otros lugares con tradiciones democráticas (¡y constitucionales!) densas y de larga data, un constitucionalismo débil, democráticamente deferente e institucionalmente dialógico (cosa que haré, para no aburrir al lector, a través de dos columnas, las cuales simplifican ideas y resultados de un artículo académico más extenso, en el cual se encuentran además las referencias de rigor: http://revistas.uexternado.edu.co/index.php/derest/article/view/4340/4924).

¿Un diagnóstico común?

La tradicional ingenuidad del constitucionalismo chileno y del propio TC, tan visible cuando se la pone en comparación con los estándares y actitudes de otras dogmáticas y tribunales que sí han discutido (e imaginado modos institucionalizados de encarar) el conflicto que plantea el principio democrático al mecanismo del control judicial de constitucionalidad cuando se ejecuta abstractamente, parece estar declinando. Y aunque todavía insuficientemente extendida entre políticos profesionales, esta tendencia más bien académica es positiva y permite esperar que esté madurando entre nosotros una crítica posiblemente transversal a la hipertrofia de la judicatura constitucional. No obstante lo cual, la discusión en Chile acerca del control judicial de constitucionalidad (repito: in abstracto) sigue siendo escasa, genérica y polarizada, pues o bien se argumenta simplemente en favor de la legitimidad de la judicatura constitucional (acudiéndose incluso al decisivo papel histórico que desempeñara ella durante el última lustro de la dictadura pinochetista), o bien se arguye en su contra (destacándose -no siempre con suficiente complejidad- su innecesario carácter para-legislativo, contramayoritario, que aun haría recomendable su supresión).

Como decía, ya se detecta cierta coincidencia en diagnosticar que el TC está institucionalmente diseñado de unas maneras que hacen que intervenga mucho más allá de la cuenta en el proceso democrático, precisamente por ser un órgano que dispone de ‘la última palabra’ institucionalmente hablando (vale decir, dictando la regla jurídica de cierre) cuando interpreta y decide acerca de la significación de las normas constitucionales y de los derechos fundamentales que ellas protegen. Esta idea, según la cual el TC dispone de un poder excesivo, responde tanto a su configuración institucional como a su propia autocomprensión. Como se sabe, el actual TC difiere por su mayor poder del establecido desde 1970 en la Constitución chilena de 1925. Este último, como se sabe, encaraba los impasses entre el Ejecutivo y el Legislativo, resolviendo las cuestiones sobre constitucionalidad suscitadas durante la tramitación de los proyectos de ley y de los tratados sometidos a la aprobación del Congreso (art. 78 b) y contra sus resoluciones no procedía recurso alguno (art. 78 c). Hoy, y sobre todo luego de la reforma del año 2005 a la Constitución chilena de 1980, el TC ejerce una amplísimo control de constitucionalidad, pues controla las leyes que interpreten algún precepto de la Constitución, las leyes orgánicas constitucionales y las normas de un tratado que versen sobre materias propias de estas últimas -antes de su promulgación-, también resuelve las cuestiones sobre constitucionalidad que se susciten durante la tramitación de los proyectos de ley o de reforma constitucional y de los tratados sometidos a la aprobación del Congreso (casos en los que “el Tribunal solo podrá conocer de la materia a requerimiento del Presidente de la República, de cualquiera de las Cámaras o de una cuarta parte de sus miembros en ejercicio”), así como las cuestiones de constitucionalidad de un decreto con fuerza de ley, la inaplicabilidad por inconstitucionalidad de un precepto legal en cualquier gestión que se siga ante un tribunal ordinario o especial, y la constitucionalidad de los decretos supremos (art. 93). Y en cuanto a la autocomprensión que ha llegado a desarrollar acerca de su papel institucional, el TC ha dicho, como es fama, que su propia voluntad sustituye la de los parlamentarios o la del Presidente de la República.

El problema, podría decirse, es que por aquella configuración institucional y por esta autocomprensión de su labor el TC solo está en condiciones de realizar un tipo de interpretación constitucional que se aproxima a una de las variantes clásicas de la misma -la más expansiva y activista- que identificaba J. H. Ely en su clásico libro Democracy and Distrust. En efecto, y aunque las apariencias parezcan decir lo contrario, el TC no puede ni pretende ceñirse al ‘interpretativismo (=interpretivism) o literalismo’, que es aquella posición según la cual los jueces constitucionales solo deben aplicar las normas explícitamente establecidas en la constitución, más las claramente implícitas en estas. Ejemplos de este no-literalismo son tanto la comprensión neoliberal de la ‘constitución económica’ que -ha sostenido el TC- estaría incluida en la Constitución vigente, como la acogida más reciente –por parte del mismo TC, en un vuelco espectacular- de la idea de derechos sociales. Todo esto es lo que permite decir, por otro lado, que el TC sí ha podido y querido adoptar una suerte de ‘no interpretativismo (=noninterpretivism) o liberalismo interpretativo’, que es aquella posición según la cual los jueces constitucionales no solo deben aplicar las normas constitucionales explícitas e implícitas, sino también ciertas normas que no pueden ser descubiertas dentro del documento constitucional –y que, si en teoría podrían ser las de la moral popular, de una teoría de la justicia o de alguna concepción de la democracia, en nuestro caso, como dije, han sido económicamente neoliberales como últimamente cuasi socialdemócratas.

La crítica académica a la hipertrofia del control judicial abstracto de constitucionalidad la ha protagonizado F. Atria, quien ha venido sosteniendo que, pese a su nombre, el TC no es por su función un órgano jurisdiccional, sino una tercera cámara que interviene el proceso político neutralizando la agencia política democrática. Por ello ha abogado, muy públicamente, sea (en el mejor escenario posible) por su supresión, sea (en un escenario más restringido y minimalista) por la desaparición de sus funciones de control preventivo y abstracto. Desde la derecha jurídica, J. F. García ha discrepado de Atria, reconociendo que el activismo constitucional es indeseable, pero agregando que los jueces constitucionales chilenos no han sido tan interventores del proceso democrático. García ha recordado que tales jueces, sin ser militantes partisanos, pertenecen por partes iguales a las dos tradiciones políticas dominantes en Chile (cinco a la liberal-conservadora, cinco a la progresista). Pero ha concedido un punto decisivo: que así como la Constitución chilena incluye mecanismos contramayoritarios excesivos, así también “parece haber consenso en la poca eficacia del control preventivo obligatorio, […] de que en materia de nombramientos, la política esté sobre la mesa y no en la opacidad, y [de] que existan procesos transparentes y exigentes de escrutinio de las credenciales de los candidatos al TC”, destacando especialmente la necesidad de diseñar “fórmulas moderadas de revisión judicial […] sobre bases procedimentales, más que sustantivas”, todo esto en línea con las ideas de Ely y dentro de una cierta defensa de lo que denomina ‘minimalismo constitucional’.

Fundamentando un constitucionalismo débil y dialógico

Quizá lo que acuerdan estos dos constitucionalistas polarmente opuestos hable de (o al menos permita esperar) un cierto consenso contrario tanto a un TC cuya configuración institucional lo capacita para intervenir y aun entorpecer el proceso político, y que además ha caracterizado su propia identidad bajo moldes exagerados y proactivistas –como un cautelador de los valores ínsitos en una constitución cuya supremacía tendría que defender a toda costa-. Lo que yo agregaría es que en Chile aún se echa en falta una reflexión más rigurosa sobre (a) la justificación general de la judicial review, así como sobre (b) la justificación especial de la misma mediante la ponderación de diversas modelaciones institucionales, particularmente de aquellas en las cuales (b.1) se mantiene un órgano que ejecute control en abstracto de constitucionalidad, (b.2) sin que tal control despoje al parlamento de tomar las decisiones políticas últimas en materias de derechos y respecto de los alcances de las normas constitucionales, pero (b.3) obligando a un diálogo deliberado en el que tanto el órgano contralor como el controlado -el parlamentario y el administrativo- tengan que justificar explícita y muy públicamente sus argumentos contrarios o favorables a la constitucionalidad de la legislación -y de sus normas administrativas.

[cita tipo=»destaque»]Que el TC sí ha podido y querido adoptar una suerte de ‘no interpretativismo (=noninterpretivism) o liberalismo interpretativo’, que es aquella posición según la cual los jueces constitucionales no solo deben aplicar las normas constitucionales explícitas e implícitas, sino también ciertas normas que no pueden ser descubiertas dentro del documento constitucional –y que, si en teoría podrían ser las de la moral popular, de una teoría de la justicia o de alguna concepción de la democracia, en nuestro caso, como dije, han sido económicamente neoliberales como últimamente cuasi socialdemócratas[/cita]

Ahora bien: ¿podría justificarse otra alternativa, que se distinga de la defensa de unos jueces constitucionales cuya palabra en lo que respecta al control de constitucionalidad sea institucionalmente la última? A mi modo de ver, sí. Se trata precisamente de una judicatura que, permitiendo la argumentación sofisticada de principios, proceda al menos en ciertos contextos de manera limitada y colaborativa para con los órganos representativos precisamente por estar institucionalmente diseñada para evitar la hipertrofia y aun el activismo de los jueces. Para ello, por supuesto, se precisa una reflexión política y constitucional rigurosa, la que por el momento no diré tanto como que brilla por su ausencia, pero sí que sigue siendo escasa y poco crítica. Especialmente, es necesaria una reflexión que pondere de maneras matizadas y contextualizadas modelos realmente existentes que han sido organizados para hacer posible el despliegue de las virtudes tendencialmente racionalizadoras y deliberativas de una judicatura que ejerce control de constitucionalidad según el ideal de constituirse en foro de los principios, de encarnar la representación argumentativa del pueblo.

Mas, a la vez, se necesita que dicha reflexión considere y aun imagine modelos diversos del de revisión judicial fuerte, y por ende más o menos dialógicos, escépticos para con formas de tutela judicial democráticamente difíciles de aceptar, que abandonan la pretensión exorbitante de resolver y cerrar por adjudicación todo desacuerdo sobre derechos fundamentales.

Es el caso de la argumentación filosófico-política que, a la zaga de J. Rawls, ha ofrecido J. C. Bayón. Para este, los diseños institucionales de toma política de decisiones son esquemas de ‘justicia procesal imperfecta’, por cuanto en ellos hay criterios independientes del procedimiento que permiten evaluar la justicia de sus resultados, pero no hay seguridad sino mera probabilidad de que el procedimiento produzca tales resultados. Y entre los modelos realmente existentes para tomar decisiones, el del estado (con control) constitucional sería el esquema institucional menos imperfecto de todos, precisamente en tanto que “[…] no asegura, sino que meramente hace probable, en mayor o menor medida, la corrección del resultado”. Pues bien: notablemente Bayón agrega aquí que un diseño político puede y tiene que juzgarse no solo por este su valor instrumental, es decir, el de los resultados que probablemente produce, sino también por su valor intrínseco, vale decir, el mérito que posee en tanto en cuanto institucionalización de la igualdad política. Y que el balance entre uno y otro valor es estrictamente contextual. Esto supone que la justificación de la judicial review debería despedirse de juicios universales para abrazar en vez unos bien particulares: si en las circunstancias de una comunidad política su probable valor instrumental (qué se decide, aquí si y cuán bien se protegen los derechos) compensa sus intrínsecas desventajas democráticas (cómo se decide, aquí contramayoritariamente). Esta ‘tesis de la dependencia contextual’, pues, hace posible tanto que se justifique como que no alcance justificación el control judicial de constitucionalidad in abstracto. Desde este punto de vista la justicia constitucional requeriría una precisa justificación, para lo cual Bayón propone el siguiente criterio: “aunque el conflicto entre el valor intrínseco y el valor instrumental de un procedimiento es siempre posible, las circunstancias sociales en las que el procedimiento mayoritario realiza en mayor medida su valor intrínseco tienden a coincidir con aquellas en las que menos reticencias hay que tener en relación con su valor instrumental, con aquellas, en suma, en que son más escasas las razones para presuponer que, en comparación con él, desplegará sistemáticamente un mayor valor instrumental un procedimiento que incorpore restricciones contramayoritarias”.

Este sutil argumento de Bayón no ha de ser tomado como una racionalización de instituciones existentes, pero democráticamente injustificables, aunque también difícilmente erradicables en ciertos contextos políticos y jurídicos, sino más bien como una auténtica razón, cuando su mérito instrumental supera a su deficiencia intrínseca, favorable a la justicia constitucional, si bien compatible con alguna forma de constitucionalismo débil. Empero, el argumento de Bayón implica el valor instrumental de la judicial review sin desarrollar el punto: ¿por qué, y aun cuando solo fuera en ciertos contextos, puede justificarse instrumentalmente, o sea, por la corrección sustantiva de los resultados que probablemente produce, un control judicial de constitucionalidad abstracta –y no, por ej., alguna variante de control parlamentario? ¿Qué tiene de peculiar la jurisdicción que permita salvar no solo la posibilidad sino sobre todo la deseabilidad de una judicial review, pese a su intrínseco demérito democrático? Estas son preguntas exigentes, pero abordables considerando las distintas circunstancias que rodean o encuadran a los debates constitucionales, respecto de cuya materia –el conflicto político- habría que preguntar si permite su sometimiento, al menos provisional, a una forma jurídica de resolución de controversias. Para responder positivamente, según creo, hay que ir por pasos contados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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