«Hoy por hoy hay aspectos que no tienen respuesta en el eje político tradicional. Es cosa de ver a conspicuos referentes de izquierdas y derechas unidos en pos del desarrollismo, crecimiento a ultranza, extractivismo y bloqueando los espíritus descentralizadores. Y qué decir de una asamblea constituyente como mecanismo legítimo para dotarnos de una nueva Constitución».
En un reciente artículo de El Mercurio se informa sobre la conformación, en el último tiempo, de diversos referentes que han avanzando en constituirse como partidos políticos. En la crónica se realiza una categorización dentro del clásico (para algunos ya superado) eje izquierda/derecha.
Sin intentar echar por tierra más de 200 años de paradigma, la verdad es que el conocimiento acumulado desde que la Revolución Francesa instalara en el inconsciente colectivo global el grito de “libertad, igualdad, fraternidad” ha aumentado bastante. Hoy existe claridad mayor, por lo menos en el discurso, con respecto a que a la polaridad social/económica es necesario incorporar el componente ambiental. Tanto por motivos estratégicos para nuestra especie (los seres humanos somos a la postre perjudicados por la depredación ambiental) como de ética para la vida (en un tránsito desde el antropocentrismo a un ecocentrismo).
Los paradigmas son construcciones humanas. No existen en la realidad y se fundamentan en consensos que trascienden hacia el sentido común general. En esto, los acervos asociados a izquierda y derecha tradicional son eso. Por tanto modificables e, incluso, reemplazables.
En esta disyuntiva se encuentra gran parte de los nuevos referentes políticos. Cómo instalarse entre la ciudadanía con un domicilio en el cual se sientan cómodos, esté vinculado a sus principios fundacionales y haga sentido a la población, para así evitarse la perpetua explicación en detalle. Y transmitir de esta forma, en cierta medida, a los ciudadanos y ciudadanas cuál será su postura frente determinados dilemas. En el fondo, construir un relato.
En 1992 Francis Fukuyama, en su libro “El fin de la Historia y el último hombre”, dio por sentado que el debate sobre las ideologías había concluido, y que la democracia liberal y la economía capitalista (o libremecadista) se habían impuesto en Occidente tras la caída del Muro de Berlín.
Lamentablemente para él, el ser humano es mucho más complejo y difícil de predecir que lo que hubiera querido. Más aún cuando en aquella época la discusión sobre los límites biofísicos del planeta recién comenzaba a ser tema en el concierto global, con una Cumbre de Río realizada el mismo año en que el intelectual estadounidense de origen japonés publicó su obra.
Cambiar paradigmas no es tarea fácil. Es un esfuerzo colectivo y en muchas ocasiones transgeneracional, que va conquistando paulatinamente el sentido común y al cual se oponen, con diverso matiz, quienes aspiran a mantener el orden vigente. Es, recurriendo a la experiencia local, lo que representan en lo fundamental –con ciertas muy honrosas excepciones internas- la Nueva Mayoría y Chile Vamos. El duopolio, como se le tilda desde distintos frentes. Hoy por hoy uno tipo 2.0.
En esta tarea, la tradicional discusión sobre el control de los medios de producción abre una grieta. Estado vs. mercado es parte del debate típico izquierda/derecha, cuando para muchos de quienes viven en los territorios esquilmados por la depredación de los ecosistemas (¿es preciso enumerarlos?) es indiferente si los glaciares los destruye una empresa pública o una privada. O si la imposición de una franja para torres de alta tensión es impuesta unilateralmente por el ministerio de Energía o una eléctrica trasnacional.
Cuando arreciaba la Guerra Fría, epítome de la principal división política del siglo XX, a ambos lados de la balanza se instalaban Estados Unidos y la Unión Soviética. Como adversarios sin puntos de encuentro. Sin embargo, fuera del arquetipo ambos modelos de desarrollo apuntaban a lo mismo: crecimiento económico como principal consideración, visión extractivista, zonas de sacrificio, antropocentrismo con fe ciega en las soluciones tecnológicas artificiales para problemas ecosistémicos, y planificando con la mente puesta en recursos naturales inagotables y un planeta sin límite alguno.
Bajo esta óptica, daba igual si quien movía los hilos era el mercado o el Estado. El efecto ambiental y social del modelo de desarrollo era similar.
Otro eje que trasciende esta polaridad es el rol que cumple la comunidad organizada. Porque aunque para el mercado muchas veces es un dolor de cabeza, para el Estado también en demasiadas ocasiones es un actor molesto. En ambos casos, acostumbrados a la catalogación según la matriz tradicional, se les tilda de izquierdistas o derechistas. La visión comunitarista, reseña Naomi Klein, no cabe en esa mirada. Al igual que quienes aspiran a la distribución del poder, donde la hegemonía del mercado o el Estado no tienen por qué ser las únicas opciones posibles, y la diversidad y la colaboración sean la base de una construcción colectiva en la cual el criterio económico es uno más, pero no necesariamente el fundamental y excluyente.
Hoy por hoy hay aspectos que no tienen respuesta en el eje político tradicional. Es cosa de ver a conspicuos referentes de izquierdas y derechas unidos en pos del desarrollismo, crecimiento a ultranza, extractivismo y bloqueando los espíritus descentralizadores. Y qué decir de una asamblea constituyente como mecanismo legítimo para dotarnos de una nueva Constitución.
Más aún, pensar que toda la discusión sobre los paradigmas políticos está agotada es de una presunción mayúscula a la vez que irreal, considerando que todos los partidos políticos vigentes en algún momento nacieron como respuesta a dilemas sociales. Es, más aún, la esencia del debate colectivo.
Y donde el tema de fondo no es encontrar las soluciones. Es, más bien, hacer las preguntas que aún debemos hacernos como sociedad. Y tal es un trabajo que, menos mal, nunca terminará.