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Discépolo: lector del resumidero neoliberal

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Una somera arqueología en los restos de Discépolo nos lleva a una penetrante intuición cuando rememoramos la “precarización de la creatividad” en la obra del dramaturgo argentino bajo los “años dorados” del Peronismo (1946-1955). El “filosofo del tango” habría padecido una “crisis” de experimentación que se puede atribuir al monumentalismo estético del primer peronismo –al cual suscribió sin miramiento de pasiones–. No debemos olvidar que el hijo de Santos comprometió una intensa participación con Juan Domingo Perón bajo la sátira radial “mordisquito” –que para muchos representó el uso propagandístico de Perón y Evita sobre los medios de comunicación–.

Antes de esto y en plena “década infame” (1930-1943), la “oligarquía carnera” había convenido un envilecido acuerdo con Inglaterra, el famoso pacto Roca-Runciman, que data del año 1933 y que fue el telón de fondo de letras tan existenciales como melodramáticas. Muchas de ellas cargadas de una prosa tremendista.

Tras esta debacle social (años 30), Argentina se asumía como un enclave de la “piratería inglesa” y ello pavimentó el camino a una crisis moral donde el poeta supo proyectar la condición fatídica de los tiempos modernos, cuestión que despuntó en la hibridez cristiana y nacionalista del temido populismo. El luto eterno que acompaña a la modernidad, aunque auscultado en esa irrecuperable semiótica barrial, anunciaba la disolución del sentido. Por analogía con lo que es un yacimiento cuprífero, y por la escasez de mujeres en los años 20 en Argentina, Discépolo se refiere con descuido misógino a este trágico episodio sentenciando: “Se nos fue la mina”. Con todo, a la manera de un moralista decepcionado, el autor de ‘Cambalache’ se inscribía como un pensador que presagiaba la decadencia moral de Occidente.

Una vez que tuvo lugar el “aluvión” de la institución tanguera, que se prolonga desde 1940 hasta 1955, donde las orquestas típicas y los creadores sellan un pacto nacional-popular con el gobierno de Perón, la “maquinaria” peronista materializó un estratégico programa de difusión radial del género. El tango como fenómeno de masas se hizo parte de la industria cultural bajo un celebrado cancionero popular.

Ello se traduce, entre otras cosas, en la rica filmografía argentina, donde no es difícil encontrar una amalgama de actores y  personajes del tango, como Hugo del Carril, Ángel Vargas, Aníbal Troilo, Tita Merello, Raúl Berón y la propia compañera de Discépolo: Tania, motivo soterrado del tango Martirio.

Sin lugar a dudas, esta suerte de programa nacional-estatal viene a representar un tiempo majestuoso, pero sin advertir que se avecinaba un desvarío que dejaría atrás el origen desarraigado y contestatario del género –la homosexualización crítica que nos enseña toda arqueología– y se abrirían paso las tecnologías de la masificación.

La  escena del simulacro cinceló al género a la manera en que Karl Kraus había denunciado que el decadentismo de una época se expresa –primero– en la crisis de significación de las palabras y las cosas. El advenimiento del fin de mundo, proclamado repetidamente por Kraus y avistado por el ángel de la historia benjaminiano, es fruto del mal causado por la industria cultural que aqueja a los lectores de la prensa democratizada –desde el Estado–.

Sin embargo, en Discépolo el pasado no es algo que esté siempre a disposición de una refundación donde la inocencia de la palabra se pueda rescatar incesantemente. Esa consciencia modernista queda sentenciada en la peste incurable que afecta a los hombres. No hay posibilidad de resignificar el lenguaje.

[cita tipo= «destaque»]Cuando evocamos el sentido universal de su célebre ‘Cambalache’ (1934) y recordamos su “densidad nihilista”, existe aquí un diagnóstico desolador que anticipa los traumas del pequeño siglo XX. Para Discépolo no fue necesario esperar Auschwitz y su “racional irracionalidad”, la Guerra Civil española, el conflicto chino-japonés, la burocracia estalinista y los juicios de Moscú del año 1936, el nefasto corolario de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, los campos de concentración desde Guantánamo a Villa Grimaldi.[/cita]

En suma, la consolidación de la industria cultural (¡Gardel for export!) lesionaba irremediablemente la condición “marginal” del género a comienzos del siglo XX. Aludimos a un contexto que destaca por la inmigración de “tanos” refugiados en prostíbulos. ¡Él tano “laura” llora por el drama de la inmigración!

El tango como una lengua del desarraigo pierde la simbolicidad plebeya de los oprimidos y se impone el relato de los vencedores. La  masificación de la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Bajo la “década infame” (y el naufragio de Argentina en los años 30, que Discépolo describió como la pérdida de la mina, en alusión al yacimiento…) destaca la queja contra la patronal heredada del canto-protesta de Agustín Magaldi. De ahí en más, la industria del tango está vinculada a la masificación de orquestas típicas que participan de la disolución de una época.

En virtud de este proceso de “formalización”, Discépolo escribe en los “años dorados del peronismo” una de sus últimas obras póstumas, ‘Cafetín de Buenos Aires (1948). Aquí el poeta del tango explota fundamentalmente el expediente de la nostalgia. La nostalgia del origen perdido pesa alevosamente en la consciencia romántica. Quizás Cafetín representa una inflexión respecto de los más notables registros existenciales de Santos Discépolo.

No debemos olvidar que fue el mismo poeta el que, mediante frases memorables, al estilo del tango ¿Qué vachache? (1925), sentenció la irreversible debacle moral de Occidente. En su célebre ‘Cambalache’ (1934) acusa los vicios inexcusables del proyecto moderno: “El mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 506 y en el 2000 también…”. En el tango ‘Tormenta’ sentencia: “… Yo siento que mi fe se tambalea, que la gente mala vive, ¡Dios!, mejor que yo, si la vida es el infierno y el ‘honrao’ vive entre lágrimas, ¿cuál es el bien?» (1939); en “Canción desesperada” se pregunta con horror “¿dónde estaba Dios cuando te fuiste, dónde estaba el sol, que no te vio?”.

Qué duda cabe, lo más prolijo de la poética discepoleana está concentrada en aquella Argentina de la “década infame” (gobiernos dictatoriales de Uriburu y Justo).  De un lado, tenemos el tango burlón (‘Chorra’, ‘Victoria’, ‘Justo el 31’), y de otro, el “sublime” drama existencial frente a la modernidad, “… de llorar la Biblia frente a un calefón”. Toda esta expresión está reflejada en letras de bronce como ‘Desencuentro’, ‘Martirio’, ‘Confesión’, ‘Canción Desesperada’ y ‘Desencanto’.

Todo indica que la producción tanguera más fecunda del autor se ubicaría en el periodo 1925-1939. En este, el autor de ‘Cambalache’ se nos presenta como un moralista decepcionado que declara desahuciado el proyecto moderno –merced a los vicios de los años 30–, el progreso no es posible. En la suite de tangófilos, la década del 30 marca el fin de aquella iconicidad popular que Osvaldo Pugliese definió como un folklor de la plata.

De ser “cierta” la tesis inicial, la “precarización de la creatividad” debería explicarse por el proceso de institucionalización que experimenta el tango en el primer peronismo. Cabría ir más allá de una apropiación “kitsch” de un conocido refrán tanguero, cual es “el tango es un pensamiento triste que se baila” y agregar que se trata de “una metafísica que se baila”, en el lenguaje de Ernesto Sabato.

Dicho sea de paso, se baila entre hombres: el “guapo Rivera” del célebre tiempos viejos, era un malevo y también un [genuino] bisexual. El Tango después del tiempo establece una virilización binaria y ello pasa por una subjetividad obligatoriamente sexuada. En cualquier aproximación antropológica habría que escudriñar en la condición sexual del tango. Sin perjuicio de lo último, deberíamos resignificar esta máxima y enfrentarnos a otra interrogante fundamental: ¿cómo es posible que un pensamiento triste se baile en medio de un capitalismo alegre? ¡Bailar los dolores de la inmigración!, ¡bailar en medio de los enigmas de un callejón! Esa es, quizás, la intuición discepoleana más primordial: la fatídica relación entre masificación estival (capitalismo productor de un sujeto tan disciplinado como productivo, tan hedonista como moralizante) y una opacidad que atraviesa a los tiempos modernos.

Ese es el aporte más genuino que debemos subrayar, la desdicha existencial, la desesperanza que se cierne sobre un porvenir sin espectros, la desazón que recae tras la modernización de las palabras y las cosas. Discépolo sentencia el fin del progreso moderno e interpela a la moral del poder.

Si bien bajo el peronismo se baila tango en los salones y en los estadios, de aquí en adelante –más allá del fetiche cultural– el género será difícilmente tolerado como una expresión genuina de compadritos, de malevos… al estilo del guapo Cruz Medina –valiente y servicial–. Lamentablemente llegó la hora de estetizar los desgarbos arrabaleros del 20. Presenciamos el fin del periodo “aurático”, fundacional y orillero. No cabe duda de que la progresión dramática de Santos Discépolo está relacionada con la década infame (1930-1943). Hay múltiples indicios que nos indican que la escenificación de la orquesta típica es el comienzo del fin y el inicio de vanguardias y ciclos de experimentación de incierta contribución. Con todo, la crisis de los márgenes estéticos se intentó aplacar con la exageración del ornamento peronista.

Por último, cuando evocamos el sentido universal de su célebre ‘Cambalache’ (1934) y recordamos su “densidad nihilista”, existe aquí un diagnóstico desolador que anticipa los traumas del pequeño siglo XX. Para Discépolo no fue necesario esperar Auschwitz y su “racional irracionalidad”, la Guerra Civil española, el conflicto chino-japonés, la burocracia estalinista y los juicios de Moscú del año 1936, el nefasto corolario de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, los campos de concentración desde Guantánamo a Villa Grimaldi.

El desbande de la razón, el mismo que desde otra perspectiva había denunciado la Escuela de Frankurt, se deja ver en una serie de creaciones donde el dramaturgo, en la segunda década del siglo XX, subraya la vigencia de la sociedad de las águilas (totalitarismo de izquierdas y de derechas) en la condición humana. El modernismo de sus letras nos permite presagiar la debacle del proyecto moderno en los años jóvenes del siglo XX.

Hoy, “en un mundo de chorros”, sin posibilidad de enraizamiento (sin Dios, Estado, ni historia), cuando el desvarío moral es la regla de nuestra elite y la política no susurra ningún reencuentro con la ética, no está de más recordar el “cambalache neoliberal” que gobierna a nuestro paisaje político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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