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Más allá de Machuca

Por: José Francisco Troncoso Robles, Arquitecto Universidad de Chile


Señor Director:
Al cruzar las puertas del colegio, me recibió, una fría mañana de septiembre, a un costado del acceso enormes camiones militares atiborrados de soldados con tenida de combate y pintarrajeados sus rostros con pinturas verdes, y al otro un dragón azul pintado sobre fondo amarillo, atravesado por una lanza…misma lanza que me atravesaba el corazón, porque de alguna manera, mi inocencia de niño de diez años avizoraba lo que vendría. Desde ese entonces, mi vida interior no fue muy diferente a algunos niños chilenos de ese entonces, que mientras mis familiares eran perseguidos, torturados y asesinados, tenía que lidiar con sectores de la sociedad que desconocían, algunos, o simplemente hacían vista gorda, otros, de los horrores de la dictadura. No, no era muy diferente, salvo que yo era un “integrado”, un niño de escasos recursos que aleatoriamente llegó a uno de los mejores colegios de Chile.

El ingreso fue gracias a un visionario proyecto educativo de la congregación de Gerardo Whelan, de la Holly Cross, que trasladó el tradicional colegio desde una casona inserta en el mundanal ruido a unos yermos a pie de monte, en donde se edificaron colmenas de salas individuales, interrelacionadas por corredores cubiertos y extensos jardines, rodeados por campos de cultivo, de propiedad de los curas, en donde verdeaban hortalizas y relucía el pelaje de los caballos. El cambio no solo era físico, sino también cultural, ya que dentro del proyecto educativo que consideraba el contacto con la naturaleza, el cultivo de la tierra y el arduo trabajo físico que eso conlleva, agregaba la integración de los niños de las poblaciones aledañas, en un esfuerzo de acercar dos realidades disimiles; también se incluyeron alumnos de segmentos medios, con aranceles diferenciados, con el fin de abarcar a todos los segmentos sociales.

El proceso no estuvo exento de polémicas, con enfrentamientos entre padres y apoderados, y entre los alumnos. Fuimos discriminados y las peleas no eran extrañas entre ambos grupos, en un contexto de un país turbulento y dividido.

El golpe de estado llegó, y el Saint George fue el único colegio privado intervenido, junto con las universidades y las industrias estatales; los caballos y vacas fueron desapareciendo lentamente, y las extensas praderas secándose y llenándose de maleza, mudos testigos del miedo de los militares a la Holly Cross, y a la teología de la liberación, base del proyecto educacional.

Al pasar de los meses y años, lentamente fueron desapareciendo casi todos nuestros compañeros integrados, quedando solo unos pocos, auxiliados por hasta ahora un mágico, anónimo y arriesgado puñado de funcionarios y profesores, encargados de ocultar nuestra condición ante el rector militar, la contabilidad y una sociedad asustada.

Me consta que los alumnos integrados fueron ingresados al azar, con exigencias académicas mínimas, porque a no a pocos ayudé a estudiar a la vera de una vela, mientras el brasero nos impregnaba con el aroma ahumado que por mucho tiempo nos identificó. Varios desertaron por las exigencias académicas, pero no pocos lo hicieron presionados por sus familias, autocensuradas por un sentimiento culpable de estar traspasando la rígida compartimentación de nuestra sociedad.

Los que logramos mantenernos, y pudimos ingresar a la Universidad, demostramos que la propuesta no fue en vano, a pesar de que el proyecto quedó inconcluso, sin apoyos o seguimientos de ningún tipo. Al pasar del tiempo, y después de conocer otras sociedades y culturas, nos dimos cuenta que en otros lugares, al contrario de Chile, las personas no preguntaban por nuestro apellido ni de donde habíamos estudiado, esa actitud que se parece a los perros cuando se husmean entre si, y significó que no pocos buscáramos en el exterior o en provincias, la comodidad de una sociedad respetuosa de la meritocracia.

Chile necesita que nuestra geografía humana se pueble de Machucas, personas que puedan recomponer el tejido social de este país tan compartimentado, segregado y clasista.

A pesar de las adversidades, de las dificultades para estudiar, a la falta de redes a las cuales conseguir trabajo, obligados a cambiar de trabajo, abandonar la zona de confort, el colegio me dejó la lección de que está permitido caer, pero levantarse es obligatorio.

José Francisco Troncoso Robles, Arquitecto Universidad de Chile

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