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Los cuestionamientos a las denuncias de acoso, abuso sexual, violación y al movimiento #MeToo Opinión

Los cuestionamientos a las denuncias de acoso, abuso sexual, violación y al movimiento #MeToo

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Pepa Valenzuela
Por : Pepa Valenzuela Periodista, escritora, columnista y profesora de narrativa. Es autora de Un Lugar en la Tierra (El Mercurio Aguilar, 2013) y Papito Corazón (Ediciones B, 2015) Es profesora de talleres de relatos de no ficción y memorias. Actualmente, está en el máster de escritura creativa en NYU y vive en Nueva York.
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Históricamente nos ha costado siglos empezar a hablar de este tema. Siglos para empezar recién (¡recién!) a superar el terror y entender que, aunque estaban muy naturalizados y socialmente aceptados, ciertos comportamientos eran desde inaceptables hasta delictivos. Siglos para entender la gravedad de lo que vivíamos a diario tantas mujeres. Siglos para superar el miedo, el asco, la vergüenza. Tanto tiempo, agua bajo el puente y esfuerzo para llegar a este momento histórico donde las mujeres recién estamos comenzando a exigir lo mínimo (respeto por nuestra integridad), ¿y que aun así haya gente, mujeres incluidas, que tengan la cara para cuestionarlo o reducir este fenómeno a una cacería de brujas? Es indignante.


En el último tiempo hemos estado frente a una revolución: la ola de denuncias públicas por acoso y abuso sexual que han hecho sus propias víctimas, en su mayoría mujeres. El destape de la olla ha generado diversas reacciones. Y, por supuesto, cuestionamientos. Las mujeres crecemos con esto: con que cada uno de nuestros actos, palabras, decisiones, testimonios sean cuestionados, puestos en duda, sometidos al arbitrio de quienes se supone ostentan la verdad y el correcto raciocinio: los hombres (o cierto tipo de hombres porque, gracias a Dios, no son todos) y esas mujeres que defienden a toda costa a esos hombres.

Era de esperarse que, ante esta cantidad de testimonios #MeToo, fuéramos cuestionadas y puestas en duda, de nuevo, en un intento desesperado por detener esta avalancha y así mantener el estado de las cosas: a muchos les conviene seguir gozando de los privilegios de este antiguo statu quo donde el silencio permitía el ejercicio de un poder que por años no tuvo contrapeso, cuestionamiento, ni siquiera fiscalización. Quiero referirme en este ensayo que (FYI, es largo, para que los lectores de tuits que se cansan de leer desistan de inmediato) toca cada uno de los argumentos que he escuchado de este debate y que en lo personal me parecen errados, parciales, algunos frívolos y, otros, extremadamente rebuscados, todo con tal de justificar lo injustificable.

  1. Esta ola de denuncias es una cacería de brujas, la santa inquisición en contra de lo masculino.

Esta idea está basada en la teoría de la conspiración y, como tal, da por sentada la falsedad de estas acusaciones antes de dilucidar la verdad detrás de ellas. Según este planteamiento, un buen día las mujeres nos pusimos de acuerdo para arruinarles la vida a unos cuantos hombres porque se nos dio la gana, por venganzas personales, por cosas tan superfluas como el despecho, porque, como lo dice el concepto, somos brujas. Es decir, no solo locas (nos imaginamos estas cosas), sino malas (queremos hundir a ciertas personas porque sí).

El peligro de este argumento es evidente: de un soplido, intenta borrar la veracidad de acusaciones que son lo suficientemente graves como para tener el resguardo de no desmentirlas de un plumazo. Intenta invalidar el testimonio de algunas personas –en su mayoría mujeres– que han reunido el valor, con lo difícil que eso resulta, para decir que han sido víctimas algo tan vergonzoso, íntimo y humillante como un acoso, un abuso sexual o violación, que es una de las peores vejaciones que puede sufrir un ser humano (entendiendo obviamente que cada uno de estos delitos es muy distinto el uno del otro, pero todos abusos al fin y al cabo).

En vez de brindarles el espacio, la protección y contención necesarias para que sus voces encuentren acogida social, legal, el cauce que les corresponde, quienes esgrimen este argumento intentan restarles valor, importancia y credibilidad a quienes no solo son víctimas de algo sumamente delicado, sino a víctimas que han tardado siglos en armarse de coraje para sacar la voz.

Con ello, les dan el siguiente mensaje a quienes aún no se atreven a hablar y que se debaten entre la vergüenza y el miedo: que mejor callen. Porque apenas abran la boca, serán minimizados. Nadie les va a creer. Serán catalogados de locas y brujas. Se convertirán –el mundo al revés– en los malos de la película. No dudo que haya seres humanos lo suficientemente retorcidos como para inventar una acusación de este calibre solo para arruinar la vida de alguien. Los debe haber, claro. Pero está comprobado que son excepcionales.

Por mi experiencia personal y por la que tengo trabajando con el tema de la violencia contra las mujeres, sé que por lo general es todo lo contrario: a una víctima de violencia, acoso, violación, intento de femicidio frustrado, le cuesta un mundo sacar la voz. Es un trabajo extremadamente complejo, fuerte, vergonzoso, expuesto, decir ‘esto me pasó a mí’. Reconocer que viviste una situación de este tipo no es algo que nadie quiera cantar a los cuatro vientos.

No hay víctima de esto en el mundo que se sienta cómoda y feliz de revelar algo así. Toma mucho tiempo, terapias, un trabajo arduo en la reconstrucción de la autoestima y superación del trauma, para poder hablar. Aun así, aunque es difícil y un desgarro, hay algunas que reúnen la valentía para contarlo y compartirlo porque entienden la importancia de hacerlo. Para prevenir a otras. Para que no vuelva a pasar. Para decirles a las demás: no están solas, no son locas ni brujas.

Ojalá que todo esto fuera algo tan fantasioso como una cacería de brujas. Ojalá. Pero lo cierto es que esta es una realidad masiva y perpetuada desde que el mundo es mundo, de la que antes no se hablaba. Porque estaba permitido. Porque la mujer no era un sujeto de ciertos derechos. Porque el mundo era (y sigue siendo) masculino. Pero las cosas están cambiando.

Tenemos más derechos y, con ello, más deberes. Y tenemos el deber de hablar. Tenemos esa obligación con nuestras hermanas, nuestras hijas, nuestras niñas. Pero también con tantas de nuestras madres y abuelas que vivieron toda su vida bajo la esclavitud del aguante sin derecho a cuestionamiento, réplica ni, menos, justicia. Hablamos ahora porque podemos y porque estamos perdiendo el miedo. Y sí. Existe. Y es masivo. Y más común de lo que algunos quieren admitir. Ojalá que quienes se sienten tan atacados frente a este nuevo panorama donde las mujeres al fin hablamos, sepan disculpar las molestias… Pero tristemente esto no es una cacería de locas mujeres vengativas que quieren denostar a ciertos pobres hombres. No es una exageración ni hay que bajarle el perfil. Es el destape de una verdad social, de un abuso sistemático y masivo, que al fin está viendo la luz y que hemos sufrido más que nada las mujeres solo por el hecho de ser mujeres.

Históricamente nos ha costado siglos empezar a hablar de este tema. Siglos para empezar recién (¡recién!) a superar el terror y entender que, aunque estaban muy naturalizados y socialmente aceptados, ciertos comportamientos eran desde inaceptables hasta delictivos. Siglos para entender la gravedad de lo que vivíamos a diario tantas mujeres. Siglos para superar el miedo, el asco, la vergüenza.

Tanto tiempo, agua bajo el puente y esfuerzo para llegar a este momento histórico donde las mujeres recién estamos comenzando a exigir lo mínimo (respeto por nuestra integridad), ¿y que aun así haya gente, mujeres incluidas, que tengan la cara para cuestionarlo o reducir este fenómeno a una cacería de brujas? Es indignante. Vergonzoso. Infame, por decir lo menos.

Con todo lo que ha costado que se corra este velo, que salga esta verdad terrible y solapada, reducir esto a una cacería de brujas, es gravísimo. Paradójicamente, conspirativo. Este argumento conspira en contra de quienes más necesitan de nuestra protección social: las víctimas. Al quitarles a priori credibilidad a sus testimonios, las anulan, las ningunean y así las revictimizan. Así es cómo quienes argumentan esta barbaridad se convierten de alguna manera en cómplices del silencio y del abuso.

  1. Con estas acusaciones las mujeres vamos a arruinar el flirteo y la seducción.

Hay que tener muy pocas herramientas emocionales para no diferenciar el flirteo del acoso. Muy poquito seso para no darse cuenta cuando la otra persona está incómoda, avergonzada o molesta con los intentos sexuales del otro. La educación sentimental masculina aún está al debe, y lo entiendo y me da pena. Pero hay que ponerse al día. Hacer la pega. No es tan difícil. Requiere una poquita cuota de sentido común y educación. Sin embargo, para quienes no lo tienen, es fácil diferenciarlo: un sano flirteo y seducción ocurren con el consentimiento, libertad de acción y gusto de DOS personas. Es algo mutuo. Es un juego donde ninguno de los dos siente miedo, asco, rechazo o incomodidad. Muy simple. Creo que este destape modificará nuestras conductas en torno a la seducción y me parece excelente que así ocurra. Pero no va a arruinar el flirteo, solo está enseñándonos a todos a hacerlo de una manera más respetuosa y amorosa.

Este fenómeno, al fin, les enseñará a los hombres a coquetear con otro ser humano y no con una muñeca inflable. A entender que un no es un no (recuerdo aquí el chiste de nuestro recién electo Presidente –vergüenza–: “Cuando las mujeres dicen no, quieren decir que sí…”. ¿Es Piñera un referente en el tema de la seducción? For real?). Nos enseñará a hacerlo entre pares y no entre un cazador y una presa. A preguntar antes de proceder. A tener en consideración el deseo ajeno, el deseo femenino, al fin. Este panorama no va a matar esa maravilla deliciosa llamada seducción. La va a perfeccionar y hacerla más justa. Va a hacerla más rica y humana. Va a convertirla en algo entre personas, no algo entre sujeto y objeto.

  1. Estas denuncias deben hacerse en tribunales, no por redes sociales o de manera pública.

Concuerdo. Hay que denunciar ante la justicia. Los jueces deben decidir la culpabilidad de los acusados y condenar o absolver. No me gustan los juicios públicos ni los circos romanos. Sin embargo, también entiendo que la justicia en estos casos opera y ha operado históricamente poco y mal. Estamos muy lejos de que todos los culpables tengan una sentencia, especialmente en estos casos. Y aún más lejos de que la totalidad de que crímenes como la violación sean denunciados.

El miedo, el temor a la venganza, este tipo de campañas de descrédito a las acusaciones, y la vergüenza, son poderosos obstáculos para que haya efectiva denuncia. Gracias, Marialy Rivas, por compartir conmigo estas estadísticas: en Estados Unidos, solo un tercio de las violaciones son denunciadas. De mil violaciones, solo hay 3 convicciones, es decir, el agresor tiene una pena y una sentencia. En Chile, entre 2006 y 2017 hubo casi 50 mil denuncias por violación. De ellas, solo en 6.500 los imputados quedaron privados de libertad. Esto es solo el 13%.

[cita tipo=»destaque»]Los defensores de los abusadores acusan que ahora todo el mundo es un paco moral, un inquisidor, dispuesto a apedrear al otro de buenas a primeras. No se trata de apedrear de buenas a primeras. Pero sí se trata de decisiones morales (¿por qué ahora tener moral es tan mal visto? ¿No será algo demasiado conveniente para algunos?). Me parece que este tipo de casos es impresentable ser relativistas o amorales. Hay ciertas cosas en la vida, por amoral y falto de honor que se haya vuelto el mundo, que exigen tomar partido. Sobre todo en temas tan importantes y graves como el acoso sexual, la violencia, el abuso y las violaciones. Aquí no puede haber intocables ni varas hechas a medida. La ley pareja no es dura y eso no es ser moralista, sino justo. Esa es una verdad universal.[/cita]

Suponer que solo son culpables quienes tienen sentencia judicial, deja afuera a mucha gente. Como bien decía el poeta Héctor Hernández en una discusión en Facebook, desatada por un artículo, por decir lo menos curioso, de la escritora María José Viera-Gallo y que hablaba de “separar al autor de su obra”: Por cierto, entender que solo es culpable alguien que pasa por un juicio legal nos lleva a que decenas de torturadores chilenos sean inocentes hasta que se prueben sus delitos. Incluso el propio Pinochet estaría libre de cargos porque no hubo veredicto (…)”. La justicia no está aún a la altura de este fenómeno. Muchas mujeres no denuncian por terror.

Porque dependen económicamente o de otras maneras de su agresor. Muchas de ellas me dijeron personalmente que creían que denunciar ante la justicia era inútil: sabían que su testimonio sería puesto en duda, sabían de sobra que pocos agresores reciben un castigo apropiado o al menos uno que las resguarde de su furia.

Recuerdo varios casos de mujeres que sí se atrevieron a denunciar a sus agresores, pero ni ellas recibieron adecuada protección ni ellos castigo, por lo cual terminaron muertas por abrir la boca, por denunciar. Su agresor terminó matándolas por recurrir a la justicia. Esa es una triste realidad. Chile está lleno de esos casos y podemos repasarlos en otra ocasión.

Claro. No creo en la condena a priori. Pero sí creo, debido al estado de las cosas, que lo importante por ahora es que esto se hable. Que se converse. Que se exponga en vez de que quede en las mismas viejas sombras de siempre.

Claramente las redes sociales no son el mejor lugar para debatir estos temas ni menos para condenar a nadie. Pero debido a las fallas de las instituciones que debieran dar cabida y protección a estos testimonios, no podemos negar que las redes se han convertido en un espacio para que las personas afectadas compartan su historia y de alguna manera, esa publicidad las ampare. (Aunque muchas veces esa misma publicidad termina por exponerlas aún más a la barbarie de gente que sostiene las ideas que aquí cuestiono).

Las redes también cumplen una función: se convierten en la plataforma de estas historias, de estas voces. Y sea bueno, malo o más o menos, contribuyen a que otros estén prevenidos, se sientan menos solos, entiendan que lo que viven no está bien, para que le pongan nombre a lo que al principio ni siquiera se entiende lo que es: abuso, acoso, violencia, maltrato. Ese es el poder de las historias y de compartirlas. Lo central para mí es combatir el silencio. Hablar. Que perdamos el miedo. Que estas conductas sean cada vez menos aceptadas. Es el primer paso. Como todo proceso que comienza, no es el ideal. Pero es una partida. Y me parece una partida válida debido al panorama.

Lo más importante ahora es que los perpetradores reciban fuerte y claro este mensaje: ya no contarán con el silencio de su víctima. Ya no tendrán su infinito territorio de impunidad. Ya no estarán amparados por el asco, el miedo o la vergüenza de sus agredidos. Ahora no tienen protección. Tarde o temprano, por una vía o por la otra, se sabrá lo que han hecho y recibirán algún tipo de sanción, social o judicial, aunque esto último sea en el menor de los casos. Y si no han hecho lo que se les imputa, no hay nada por lo que temer.

El que nada hace, nada teme, dicen. El acusado puede hablar. Defenderse. Dar también su versión de los hechos. O ir más allá y denunciar por calumnias, que es el delito de imputar un crimen determinado pero falso. Hasta ahora no tengo noticias de que alguien se haya querellado por calumnias. Pero mejor volvamos a lo que me parece central: que la olla se destape. Que las víctimas pierdan el miedo. A pesar de que haya gente esgrimiendo estos argumentos de poca monta, de tan poca empatía humana, a pesar de todo.

  1. Los abusos de Hollywood no representan los abusos perpetrados en contra de las mujeres comunes y corrientes del mundo.

Se supone que es más fácil hablar de un abuso cuando eres actriz de Hollywood (y tienes tribuna, dinero, fama) que cuando eres una anónima. No lo creo. El dolor de un abuso es algo transversal. La condición de ser mujer también. Las actrices de Hollywood están haciendo lo suyo: sacar la voz por las que aún no pueden hacerlo. Sentar el precedente y el ejemplo. Están cumpliendo aquí con su deber de figuras públicas: plantear temas sociales importantes. Sacar esto a la luz pública. Su mensaje para esas otras mujeres, las no famosas, es potente, vital: les dice que nada –ni la fama, ni el dinero, ni la tribuna– puede proteger a nadie de la tiranía del abuso. Les hace sentir que esto le puede pasar a cualquiera, a todas, que al final no somos tan diferentes.

Las famosas bien podrían hacerse las tontas y no meterse en problemas, ni someterse al ojo y cuestionamiento públicos. Pero están hablando. Y sus testimonios inspiran, construyen, alientan, abren camino para que otras mujeres, de otras esferas y mundos, también empiecen a hablar.

  1. Hay que separar autor de su obra para que estas acusaciones no nos priven del genio de tantos abusadores brillantes. Que sean juzgados, pero que no pierdan su fuente de trabajo porque son artistas y la humanidad no puede privarse de ese derroche de talento.

Woody Allen, Oscar Wilde, Roman Polanski, tantos otros. ¿Es un genio, un artista, un talento, un ciudadano de primera clase con privilegios ídem? ¿Por qué debiéramos hacer excepciones en el caso de un artista, un escritor, un cineasta cuando se trata de un tema tan definitivo y rotundo como el abuso? ¿Es distinto el abuso de un ingeniero, un repartidor de pizza, un jardinero que el de un aclamado poeta, pintor o guionista? ¿Debemos hacernos un poquito los bobos con los comportamientos privados de nuestros ídolos solo para seguir deleitándonos con su obra? ¿Nos hacemos un poco los tontos para seguir viendo House of Cards con Kevin Spacey en la comodidad de nuestras casas? ¿Deben conservar su trabajo y sus patrocinios ciertos personajes de peligrosas conductas solo porque producen algo sublime?

Me parece que la discusión es interesante. Pero también que este argumento es rebuscado, frívolo y egoísta. Como bien decía Marialy Rivas: cada vez que se premia a un abusador o que se alaba su obra, se le dice a su víctima que su testimonio no vale o vale menos que otros porque tuvo la doble mala suerte de ser abusada por alguien con talento. Pienso lo mismo. Cada vez que la sociedad se regocija con las obras de un abusador, se daña de una manera muy dolorosa a sus víctimas. Se hace caso omiso de sus delitos, de sus comportamientos abusivos, de sus perversiones. ¡Y solo porque hay gente que quiere leer un buen libro o ver una exposición de arte o ver una serie de Netflix acurrucada en su sofá!

¿No hay ahí un egoísmo flagrante? ¿No hay ahí situaciones incomparables? ¿Al menos cierta amoralidad? A mí me parece que sí. ¿Se trata de sepultar la obra de todos los abusadores/artistas de la historia de la humanidad? Muchos dicen: nos quedaríamos sin arte, aunque esa sí que es una exageración. No todos los artistas son unos pervertidos. Pero no se trata de anularlos. Me parece que aquí la escritora y editora de Los Libros de la Mujer Rota, Claudia Apablaza, da en el clavo: “El tema no es sepultarlos. Es pensar eso como un pasado detestable y no ponerlo como actitud de hoy ni menos del mañana”.

Siempre me ha parecido peligrosa la idea de tener ídolos. Tener un ídolo implica fanatismo. Y ya sabemos lo peligrosos que son los fanatismos, sobre todo los religiosos y políticos. Detrás de la idea de un ídolo subyace esta: que hay personas intocables o más intocables que otras. Que hay ciudadanos de primera y segunda clase. Que algunos tienen más permiso que otros para cometer barbaridades.

No comulgo con esto. Me enseñaron de muy chica a cuestionar, a hacer preguntas, a juzgar por igual a caballeros y pajes. Nunca me he vuelto loquita con un entrevistado por famoso que sea, porque entiendo lo peligroso que es idolatrar a alguien y los obstáculos que eso representa para el correcto ejercicio de mi oficio. Pero además, como periodista sé algo fundamental: que los personajes públicos no tienen más derechos que otros, pero sí más deberes, aunque muchas veces se les olvide. Las figuras públicas tienen una responsabilidad social con su público. De esa manera compensan su credibilidad masiva, su enorme espacio para abrir intimidad con la gente, el hecho de ser referentes y líderes de opinión para miles o millones de personas. Por ello su responsabilidad social consiste en dar cierto ejemplo. Un ídolo tiene el deber de usar de buena manera ese espacio privilegiado que tiene para comunicarse/predicar/hacer dinero y fama para sí.

No se trata de ser un santo. Pero sí tener una conducta a la altura del espacio y privilegios públicos que se ostentan. ¿Qué pasa cuando esa figura pública es un abusador? Un ingeniero que acosa sexualmente a sus colegas sería despedido de su trabajo. No creo que un actor por el hecho de ser actor famoso no deba ser despedido del suyo solo porque es una figura pública. Despedirlos o cortarles contratos no me parecen decisiones arbitrarias o injustas, sino lógicas. (Y económicas): ninguna compañía quiere verse asociada al nombre de alguien con estos antecedentes. Son también decisiones morales, de responsabilidad social empresarial.

Los defensores de los abusadores acusan que ahora todo el mundo es un paco moral, un inquisidor, dispuesto a apedrear al otro de buenas y primeras. No se trata de apedrear de buenas a primeras. Pero sí, se trata de decisiones morales. (¿Por qué ahora tener moral es tan mal visto? ¿No será algo demasiado conveniente para algunos?) Me parece que en este tipo de casos es impresentable ser relativistas o amorales. Hay ciertas cosas en la vida, por amoral y falto de honor que se haya vuelto el mundo, que exigen tomar partido. Sobre todo en temas tan importantes y graves como el acoso sexual, la violencia, el abuso y las violaciones. Aquí no puede haber intocables ni varas hechas a medida. La ley pareja no es dura y eso no es ser moralista, sino justo. Esa es una verdad universal.

  1. Todos cometemos errores.

Estamos claros que hay errores y errores. No es lo mismo chocar el auto que violar a una persona. No es lo mismo hacer la cimarra que acosar a otro. Este argumento es tan débil que se cae solo. Por lo demás: la mayoría de los acusados que han sacado la voz para defenderse, no solo no desmienten los hechos. Tampoco piden perdón. O lo piden con tirabuzón. No hay rastros allí de arrepentimiento ni intentos sinceros de pedir disculpas. Más bien lo que dejan traslucir esas defensas es más interés en el futuro de sus carreras que en el daño que pudieron haber causado a sus víctimas.

  1. Una denuncia así puede destrozarle la vida a un hombre y debiéramos tener mucho cuidado antes de decir algo así.

a) Sí. Este tipo de acusaciones son graves. Porque los delitos son graves. Son situaciones que desbaratan y arruinan la vida de una persona. Pero esa persona es la víctima, no el victimario. Repito: debe haber excepciones, contadas con los dedos de una mano. Pero no hay ser humano sensato en este mundo que quiera decir algo tan duro como esto: fui violada. Fui abusada. Fui humillada. Otra persona usó mi cuerpo sin mi consentimiento. Me tocaron. Tuve miedo y vergüenza. Viví con asco. Me sentí sucia. No. No es fácil decir algo así. Nadie quiere vivir algo así, menos recrearlo en un testimonio. Cada vez que una víctima habla de esto, recrea el abuso. Por eso se ha trabajado tanto para que el testimonio de los niños víctimas de abuso sexual testifiquen una sola vez, de una manera más protegida, que no los vulnere cada vez que tienen que repetir la historia. La única vida arruinada aquí es la de la víctima. Es ella quien merece nuestro cuidado, compasión y ayuda, no el victimario. No demos vuelta las cosas.

b) Regla número 1 de la adultez: asumir que todos nuestros actos tienen consecuencias. No es una denuncia la que arruina la vida de un pobre hombre, sino sus actos. No es una loca la responsable del fin de una carrera o de una reputación, sino los actos cometidos por la propia persona. Si la persona no hizo nada, nada deberá temer. Pero la pregunta central aquí es: ¿por qué habríamos de tener cuidado de hablar frente a alguien que no tuvo ningún cuidado antes de actuar? Recuerdo otro comentario de antología frente a una escritora chilena que hace un tiempo denunció haber sido víctima de violación por Facebook. Una conocida editora, intentando defender al acusado, escribió a su favor: “Pongo las manos al fuego de que no es un violador a tiempo completo”. Además de indignante, falaz. De sobra sabemos que basta un segundo, un minuto de la vida, para ser un violador. No se necesita violar todos los días a alguien para convertirse en uno. Pero así de absurdos (y brutales) han sido los argumentos en este caso. Por eso, repito: no den vueltas las cosas. Si no hay empatía, al menos que haya cordura, respeto, por último, silencio.

c) Para quienes esgrimen estos argumentos y tienen tribunas más masivas aún que las redes sociales, quiero compartir algunos conceptos básicos de ética y ejercicio periodístico:

-Hay ciertos valores que están por sobre el derecho a la información. El derecho a la vida. El derecho a la salud. La seguridad de Estado. La paz, el respeto por la diversidad, y tantos otros. En casos como estos, donde existe una acusación tan delicada como abuso sexual, el periodismo no puede ponerse del lado del supuesto victimario. Debemos ofrecerle el derecho a réplica al acusado. Sí, debemos ofrecerle la posibilidad de hablar y de dar su versión de los hechos. Y no podemos asumir culpabilidades ni condenar a nadie antes que la justicia lo haga. Pero eso no significa ser neutrales. Debemos estar siempre del lado de la víctima. Es un principio periodístico básico como servidores sociales que somos.

-La objetividad es un esfuerzo subjetivo. Y debemos hacer ese esfuerzo lo mejor que podamos. Pero la objetividad no es neutralidad. Menos cuando están en juego ciertos valores universales que no se prestan para cuestionamientos ni matices como defender la vida y los derechos humanos. No hay que olvidarse de ello cuando los afectados son amigos o conocidos, no se puede intentar medirlos con otra vara cuando se trata de gente que está en nuestra propia esfera social. Como dice la escritora Camila Gutiérrez: cuando el abusador es un cercano es más honesto y humano guardar silencio y hacerse –en lo íntimo– preguntas tan dolorosas como ¿puedo seguir queriendo a mi amigo después de esto?, en vez de intentar defenderlo públicamente y como sea cuando está acusado de algo tan grave. Menos usar una tribuna como un medio de comunicación para hacer algo así.

-Hacer buen periodismo y tener diversidad y variedad de fuentes no es lo mismo que ser relativista. El relativismo es antiético, sobre todo en temas como este que, como ya explicaba, exigen tomar una posición. Hay asuntos sin matices. El genocidio es malo, sin grises. La violencia es mala, sin excusas. Hay asuntos que son intolerables y dañan las bases de la sociedad de manera rotunda e incuestionable. El abuso sexual y la violación son algunos de estos asuntos. Intentar darles una vuelta para ofrecerle un espacio de reflexión/impunidad a los acusados o culpables no es solo un análisis pseudointelectual rebuscado (y muchas veces realmente motivado por la amistad entre los expositores de estos argumentos y los acusados), sino que también es antiético, inmoral y, por ello, indignante, inaceptable, irreproducible.

Conozco a muchas personas indignadas con este tema y otras tantas que, indignadas y todo, se callan por miedo. Porque quienes esgrimen estos argumentos que en este ensayo intento refutar, son personas públicas que tienen acceso a medios, contactos, tribuna, personas que, por ello, tienen cierto poder.

Hoy la virulencia del debate por redes hace que mucha gente se abstenga de él y que ciertas opiniones de ciertas personas no tengan demasiado contrapeso. Por eso escribo. Porque creo que es necesario. Y porque como periodista tengo el deber de hacerlo: los periodistas hacemos un compromiso con la sociedad y no podemos hacernos los tontos, a pesar de que en mi caso viva lejos del país.

Esa misma libertad de no depender de ciertos grupos de poder me obliga aún más a participar de este debate y plantear mi postura, que es la de muchos que ahora no pueden opinar porque quedarían vetados del pequeño circuito literario, artístico y mediático chileno. Por ello, admiro aún más a quienes de todas formas se han atrevido a contrarrestar estas ideas escribiendo, posteando, contraargumentando. El miedo a ciertos poderes no nos puede ganar, menos en batallas tan relevantes como estas.

El circuito es chico, pero, como decía, hay temas que exigen tomar partido, que nos obligan a salir de nuestra zona de confort y rechazar enérgicamente ciertos comportamientos e ideas. Es nada más ni nada menos que nuestro deber con la humanidad, si es que la humanidad aún nos importa algo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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