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Pena de muerte y populismo penal

Por: Yuri Vásquez Santander


Señor Director:

La terrible muerte de la pequeña Sophia pareciera haber calado profundo en nuestro país, alzando distintas voces exigiendo el restablecimiento de la pena de muerte como justo castigo y amenaza para actuales culpables y futuros hechores de estos delitos.
Acostumbrados a mirar a Estados Unidos para obtener referencias, podemos contemplar que, en 2016, el Informe de Estadísticas Anuales del FBI registró 17.250 asesinatos, lo cual constituye un aumento de 8,6 puntos porcentuales en comparación al año 2015 (año que también registró un aumento en la tasa de homicidios). Para un país en el cual 30 de sus 50 estados, (además de la legislación federal) contemplan la pena capital como sanción máxima, es factible deducir que, como política pública disuasiva, no ha tenido efecto. En Chile, las más altas tasas de homicidio intencional, se dieron en los años 1995 (5,9), 1996 (4,9) y 1997(4,7), esto es antes de la derogación de la pena de muerte en el año 2001.

Pero digo “pareciera”, puesto que bajo este supuesto clamor (que incluso invoca plebiscitos negados a otras sentidas demandas nacionales como mejores pensiones, educación o una nueva constitución), subyace un oportunismo tan facilista como poco eficaz. Quienes argumentan la utilidad de la pena de muerte y exigen reestablecerla cometen varios errores:

El primero, y más extendido, es creer que la gente conoce las leyes en general, y en particular las leyes penales, que sabe que hay actos que tienen un reproche determinado y conocen dichos alcances con todo el dificultoso contenido del lenguaje leguleyo y penal en particular, y por lo tanto moldea su vida en torno a ese conocimiento.

El segundo error (íntimamente relacionado), es pensar que quienes cometen delitos, los ejecutan con esos conocimientos jurídicos en la mente al momento de actuar. Esto significa creer que una persona actúa (o se abstiene de actuar) calculando el resultado de conductas tipificadas, atenuante y agravantes a ver si le da o no le da la pena máxima, o la mínima o si la puede conmutar por algún cumplimiento en libertad. En contraposición, aquellos que sí entienden de leyes, que las hacen o trabajan con ellas (como Iván Moreira, Claudia Nogueira o Jaime Orpis) saben que los delitos por los cuales eventualmente se investiguen a ellos o a sus cercanos, no les rozarán ni de cerca con una sanción tan grave, ya que cuentan con una triple ventaja: esos delitos les reportan altas ganancias monetarias, arriesgan sanciones mínimas e incluso pueden pagar por no ser investigados (como aconteció en las suspensiones condicionales del procedimiento tanto de Moreira como de Nogueira).

El tercer error, es pensar que la sociedad cambia por causa de una nueva ley, cuando a la inversa, las leyes históricamente son producto de los cambios sociales y culturales. Por solo poner un ejemplo de un sentido común absurdamente patente, la gente se separaba antes de que se promulgara el divorcio y no fue el divorcio el causante de las separaciones (si no me creen, pregúntenle a Marcela Cubillos y Andrés Allamand, quienes como parlamentarios votaron en contra del divorcio, para después divorciarse de sus parejas y casarse entre ellos).

El cuarto y más grave, es que creen ser jueces, señalando sin conocer pruebas ni hechos, quienes son los culpables y cual pena merecen. Como hemos visto a raíz de la “Operación Huracán”, no hay procedimiento infalible, y las pruebas, cuando hay intencionalidad de inculpar, pueden ser falseadas hasta hacer el ridículo. Nuestro sistema para probar los hechos y por lo tanto determinar si una persona merece o no un castigo penal, está en tela de juicio, y mientras no sea reestablecida la confianza en él, no podemos arriesgarnos a terminar condenando a muerte a un inocente debido a pruebas alteradas.

Pero hay un error especial en estos vociferantes, que tiene que ver con una empatía selectiva, impropia de quienes se dicen “objetivos y desprovistos de prejuicios”. Esta falta quizá podría ser explicada por Carlos Larraín, a raíz de la muerte de Hernán Canales y la participación de su hijo Martín Larraín en ella. Cuando vemos un caso de tamaña magnitud y crudeza, tendemos siempre a ponernos en el caso de la víctima: ¿y si fuera tu hija la víctima? ¿y si a tu hermana la violaran? ¿y si a tu hermano lo asesinaran?… jamás en el caso del victimario: ¿y si tu hija matara a tu nieta? ¿y si tu hijo violara a tu hija? ¿y si tu hijo matara a una persona? Como lo vivió Carlos Larraín, nuestras personas más queridas no están a salvo del más fuerte de los reproches, de la mirada más crítica, y por lo mismo, quisiéramos ponerlos a salvo de todo daño, por mucho que se lo merezcan, por más culpables que fuesen. Entonces selección de víctimas logra que al mismo tiempo que exigen la condena más dura, inmediata e irreversible para Francisco Javier Ríos, aleguen la inocencia de Martín Larraín, o demanden la libertad de Miguel Krassnoff Marchenko.

Es por esto que les es tan grata la respuesta populista. Porque agravar la situación de los demás, para ofrecer cuñas fuertes, atractivas para los medios y enardecidas ante la opinión pública, les permite hacer política fácil, sin estudios ni análisis, y sin ofrecer resultados.

Como en EEUU, en Chile la pena de muerte no tiene ni tuvo la capacidad de evitar nuevas muertes ni mucho menos de corregir las ya cometidas. La gente no actúa respetando las leyes por temer a sus consecuencias, sino que determinada por las condiciones de la sociedad en la que vive. Y en un contexto donde la desigualdad, la falta de educación y la precariedad fomentan una sociedad egoísta y violenta, no habrá ley ni condena que pueda evitar otro crimen tan violento.

Yuri Vásquez Santander, Abogado

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