Las probabilidades de que los chilenos mueran en una guerra son mucho menores que las probabilidades que mueran debido a una catástrofe natural. Sin embargo, un décimo de las ganancias del cobre es para mantener nuestro ejército y no para asegurar a la población con una historia plagada de desastres como terremotos o aluviones. Es más, el ejército cada vez toma mayor protagonismo en estos eventos desastrosos que en un imaginario campo de batalla. Sin embargo, aun así, el argumento del poderío disuasivo frente al enemigo extranjero ha estado ahí por al menos 135 años desde la Guerra del Pacífico.
Por otro lado, aunque en los últimos años el servicio militar ha tenido numerosos voluntarios con diferentes motivaciones, sigue siendo obligatorio para los hombres. Por razones estratégicas para el país, la obligatoriedad es una prerrogativa del Estado y en términos técnicos es totalmente legítima. Aunque es “más obligatorio” para algunos que para otros, sigue siendo un ejercicio cívico que a juicio de algunos es el rito que marca el paso de la adolescencia a la adultez en nuestra cultura criolla.
Tomo el argumento del poderío disuasivo del ejército y la obligatoriedad del mencionado deber cívico para enmarcar el siguiente embrollo. Hace mucho tiempo que se viene discutiendo si aprender Filosofía en la escuela debería ser obligatorio o debería ser optativo. Obviamente no es una disyuntiva respecto a contenidos básicos como matemática (que nos posibilita por ejemplo saber cuánto deben pagarnos y sobre todo cuanto debemos pagar) o lenguaje (que nos permite aprender a leer, aunque no entendamos muy bien lo que leemos). El asunto es que la Filosofía como contenido escolar se ha desvalorizado. Por eso vale la pena darle vuelta primero a esta desvalorización y preguntarse por qué convencer a alguien que estudiar Filosofía es importante, puede volverse una tarea difícil.
Es complicado valorar la Filosofía si vemos como el ex presidente don Ricardo Lagos, Doctor de Filosofía (PhD) en Economía diciendo que el crecimiento económico es lo que importa y lo demás es música. Es difícil entender como en Alemania, país de grandes filósofos, fue terreno fértil para una doctrina que fundamentó un holocausto. También cuando vemos que un filósofo instalado ya en el imaginario colectivo como es Karl Marx, fue el fundamentando para campos de concentración y asesinatos en la ex Unión Soviética.
También hay ejemplos diferentes pero que tampoco aportan a la defensa de la Filosofía para el común de los mortales. Así, solemos escuchar al doctor Axel Kaiser defendiendo al capitalismo citando a John Stuart Mill en una entrevista, o ver al doctor (diputado electo) Fernando Atria hablando del concepto de derechos sociales citando a John Rawls o a Amartya Sen. Pero no atribuiría las habilidades de estas dos personas públicas a que hayan tenido ramos de Filosofía en la escuela. Más bien es producto de su alto nivel de capital cultural de origen y su entrenamiento académico posterior.
Debemos reconocer que aprender Filosofía en la escuela difícilmente pueden hacernos pensadores o intelectuales. Y en realidad no tiene por qué hacerlo. Tampoco nos darán trabajo por saber la diferencia entre realismo e idealismo, o saber que el positivismo no significa ver siempre el vaso medio lleno. Pero planteo las siguientes preguntas retóricas para comenzar mi argumento respecto a por qué aprender Filosofía sí es importante: ¿en qué momento de su cotidiana vida, un o una joven de 16 años pensará sistemáticamente en quién es él o ella? ¿En qué momento pensará en el sentido que tiene estar ese día donde está o qué sentido tiene pensar en dónde estará? ¿Lo hará en la iglesia? Puede ser, pero estamos en un proceso de secularización acelerado, ¿Entre amigos? No quiero subestimar a las nuevas generaciones, pero no creo que estén menos alienados que mi generación. ¿En la casa? Con el ritmo de vida constreñido por las deudas y el estrés lo veo muy difícil. Para mí, aprender y hacer Filosofía en la escuela es una de las pocas oportunidades que tenemos en la vida de preguntarnos respecto a esas y otras cosas de la vida.
[cita tipo=»destaque»]Debemos reconocer que aprender Filosofía en la escuela difícilmente pueden hacernos pensadores o intelectuales. Y en realidad no tiene por qué hacerlo. Tampoco nos darán trabajo por saber la diferencia entre realismo e idealismo, o saber que el positivismo no significa ver siempre el vaso medio lleno. Pero planteo las siguientes preguntas retóricas para comenzar mi argumento respecto a por qué aprender Filosofía sí es importante: ¿en qué momento de su cotidiana vida, un o una joven de 16 años pensará sistemáticamente en quién es él o ella? ¿En qué momento pensará en el sentido que tiene estar ese día donde está o qué sentido tiene pensar en dónde estará? ¿Lo hará en la iglesia? Puede ser, pero estamos en un proceso de secularización acelerado, ¿Entre amigos? No quiero subestimar a las nuevas generaciones, pero no creo que estén menos alienados que mi generación.[/cita]
Cuando un profesor o una profesora comienza su clase de Filosofía, hace un atrevido “paréntesis en el sentido común” y va contra la inercia cotidiana de nuestros jóvenes. Romper la “inercia existencial” que nos hace parecer zombis e incentivar a pensarse puede parecer de Quijotes. Y es que aprendan a pensar de una manera sistemática y reflexiva no es necesariamente llevarlos a un estado de meditación, pero enseñar a pensar es una tarea milenaria compleja. Los estudiantes están en una sala con un profesor o profesora preguntándose de cosas que probablemente en ningún otro momento ni espacio podrían hacer. Los profesores de Filosofía hacen del aula un “refugio del ser”, dándole cabida a la lógica, a la estética, a la dialéctica o al inolvidable “mito de la caverna”. Pero apuesto que también habrá espacio para el último capítulo de la telenovela o de la serie de Netflix, de un meme en Facebook o de la noticia en CNN de la gallina que toca piano. Todo con el mismo fin: enseñar a pensar, estimular la reflexión. Un oasis de entendimiento de nuestro “ser en el mundo” con nuestros pares. Es el momento en que le pedimos a las competencias laborales y a la PSU que vayan a comprar a la esquina. Pensamos en el bien y en el mal, o cómo saber cuál es cual. Pensamos en que “estamos condenados a ser libres” en un espacio donde debemos pedir permiso para ir al baño. Pensamos en la política y en la democracia como algo que hizo a esos “griegos vestidos con sábanas” tan importantes, pero también lo hacemos en medio del tedio que pueden ser las campañas electorales. Pensamos en la muerte estando vivos y lo absurdo de plantearlo así. Pensamos en si la justicia significa ser tratados de igual forma o si “algunos son más iguales que otros”. Pensamos en qué son los valores en una coyuntura donde nadie parece tener autoridad para hablar al respecto. En fin, ser parte de un curso de Filosofía tiene la potencialidad de ejercer nuestra cualidad más distintiva como seres humanos para entender otra, que es común con otros seres: el inexorable camino a la muerte.
Hay que ser un vendedor de humo para estar en primera fila del cada vez más prestigioso Congreso Futuro y a la vez ser parte de una clase dirigente que obliga a sus jóvenes a aprender cómo actuar en la guerra en vez de aprender a pensar y reflexionar en la escuela. Si nuestras nuevas generaciones no aprenden ni valoran lo que significa eso, serán altamente vulnerables a convertirse en unos idiotas. Y, por cierto, ni siquiera comprenderán el sentido que le daban los clásicos filósofos griegos a este apelativo.
La ola de nacionalismos radicales, de “pensamiento mágico” que se resiste al conocimiento científico, el cambio cultural que se necesita para enfrentar el cambio climático global, el acecho de las transnacionales corruptoras, la crisis de legitimidad de la política y tantas otras situaciones, no carecen de conocimiento técnico. Necesitan que rescatemos los espacios de reflexión, necesitan que aprendamos a pensar en forma lógica y critica; y a entender por cierto el poder de nuestras emociones. Necesitamos que esta capacidad no esté concentrada en algunos. Necesitamos que la Filosofía y la práctica cotidiana de pensar sea un deber cívico obligatorio para nuestros retoños. Este es el urgente poderío estratégico que un país debe acumular. Un poder disuasivo ante la amenaza de la idiotez.