Hablar de violencia sexual en los espacios universitarios se ha vuelto una temática no sólo común sino que también fundamental y prioritaria en la academia. Durante los últimos años ha habido una proliferación de denuncias de violencia contra las mujeres en las universidades, en particular mediante el ejercicio de acoso y abuso sexual o acoso por razones de género. Ello ha sido motivado principalmente por las estudiantes, quienes han articulado demandas en contra de estas prácticas y han introducido el movimiento feminista a las universidades, con la finalidad de transformar el sistema universitario mismo.
Las estudiantes, a quienes se han unido las trabajadoras académicas y no académicas, ante esta manifestación de la violencia estructural que vivimos las mujeres, han comenzado a organizarse en Vocalías y Secretarías de Género. Con ello, han posicionado un tema y una necesidad fundamental: erradicar la violencia contra las mujeres y de género de los espacios educativos. Así, las instituciones se han visto obligadas a contemplar la creación de unidades y departamentos dentro de su propia orgánica institucional para enfrentar la desigualdad y violencia de género y a promulgar, ante la inexistencia de procedimientos específicos en sus reglamentaciones, protocolos de actuación para enfrentar el acoso y el abuso sexual.
En la actualidad, sin embargo, esta incipiente respuesta ha sido insuficiente, y nos encontramos con que el proceso de movilización de las estudiantes ha llegado a un punto neurálgico en la visibilización del acoso y el abuso. Justamente en una semana rodeada de hechos de violencia contra mujeres y niñas en todos espacios públicos privados, a nivel nacional, muchas facultades están paralizando y algunas se hallan en toma, como medidas últimas frente a una serie de acciones previas -asambleas de mujeres, manifestaciones y declaraciones- respecto de las que la institucionalidad no ha respondido adecuadamente, o simplemente no ha dado abasto en relación a los plazos y procedimientos establecidos.
El problema principal radica en que las instituciones de educación superior, en su mayoría, no se hacen cargo de la violencia de género como un fenómeno estructural y la respuesta frente a temas de acoso o abuso sexual en las universidades han sido lentas e insuficientes. Si bien un pequeño número de universidades (menos de 10) cuenta con protocolos de acoso sexual, estos tienen definiciones ambiguas y limitadas, no presentan políticas preventivas y desconocen las relaciones de poder entretejidas en las situaciones de acoso sexual.
[cita tipo=»destaque»]De las experiencias vividas, incluso de los traumas provocados, en diversas universidades hemos aprendido que la respuesta institucional, no sólo de cada universidad sino también del sistema educativo en su conjunto, requiere abordar el problema de la violencia contra las mujeres como lo que en definitiva es: parte del continuo de violencia que vivimos en todas las edades, desde la niñez a la vejez, y en todos los espacios, sean públicos o privados. Esta consideración permitirá que lo que hoy las estudiantes problematizan se abordado de manera integral, instaurando una verdadera política de género en los espacios y contextos académicos. Para ello, es fundamental incrementar la unidad entre los distintos estamentos universitarios; que en ello los varones reconozcan que las desigualdades estructurales de la sociedad se replican en el contexto universitario, beneficiándolos injustamente, incluso muchas perjudicando sus propios trabajo y deseos; y que las mujeres continuemos articulando unidad para la transformación de la estructura misma universitaria.[/cita]
En el área de las políticas una definición clara es fundamental para las víctimas y para las autoridades que deben tomar decisiones frente a una denuncia. En el caso de los protocolos de las universidades chilenas, la mayoría de ellas se reduce a “favores o requerimientos sexuales no deseados.” Lo anterior, no hace explícita la sanción a conductas tales como bromas ofensivas o acercamientos corporales que pueden ser considerados de acoso. Por otro lado, en ningún protocolo se explicita políticas de prevención claras que manifiesten la responsabilidad de la institución más allá del individuo. Este es un punto importante, dado que la discusión internacional manifiesta que localizar la responsabilidad solo en el individuo oscurece la necesidad de las instituciones de entender cómo se reproducen injusticias e inequidades de género y prácticas sexistas al interior de las universidades. Por último, los protocolos, salvo honrosas excepciones, en general han omitido los temas de poder entretejidos en las situaciones de acoso sexual. Lo anterior, evita pensar la vulnerabilidad como un tema relevante en los espacios académicos que nos permite comprender cómo opera el abuso de poder en sus múltiples formas pero además tomar acciones de cómo se puede prevenir y disminuir el acoso y abuso sexual.
De las experiencias vividas, incluso de los traumas provocados, en diversas universidades hemos aprendido que la respuesta institucional, no sólo de cada universidad sino también del sistema educativo en su conjunto, requiere abordar el problema de la violencia contra las mujeres como lo que en definitiva es: parte del continuo de violencia que vivimos en todas las edades, desde la niñez a la vejez, y en todos los espacios, sean públicos o privados. Esta consideración permitirá que lo que hoy las estudiantes problematizan se abordado de manera integral, instaurando una verdadera política de género en los espacios y contextos académicos. Para ello, es fundamental incrementar la unidad entre los distintos estamentos universitarios; que en ello los varones reconozcan que las desigualdades estructurales de la sociedad se replican en el contexto universitario, beneficiándolos injustamente, incluso muchas perjudicando sus propios trabajo y deseos; y que las mujeres continuemos articulando unidad para la transformación de la estructura misma universitaria.
Finalmente, las acciones del último tiempo y las reflexiones que los espacios feministas han propiciado ya desde 2011 nos plantean la causa y solución al problema de la violencia machista en las universidades. Por una parte, hoy tenemos claro que el problema no responde solamente a situaciones puntuales, sino que apunta más bien a una problemática mayor y parte de la cultura patriarcal misma: la educación chilena es sexista. De otro lado, ante este diagnóstico, el propio movimiento de estudiantes y mujeres feministas desde distintos frentes nos proponen que la solución va más allá de la creación de secretarías, departamentos o unidades y la instauración de protocolos.
En efecto, nos proponen que la erradicación del sexismo y su violencia involucra transformar todo aspecto cultural en que se producen y reproducen los roles de género, y las situaciones y jerarquías de poder que posicionan a las mujeres en una condición de subordinación. En el espacio académico, esta transformación requiere medidas de corto y largo plazo, como la incorporación de mujeres al claustro; el fin de las diferencias salariales entre hombres y mujeres, el cese de la reproducción de la división sexual del trabajo en los roles universitarios que reduce a las mujeres a posiciones de servicio y a los varones, cuestión que también en realidad los reduce, a posiciones de liderazgo; la incorporación de planes y programas que incentive la creación y promoción del conocimiento femenino; y, en definitiva, la desnaturalización de la violencia contra las mujeres y quienes se identifican fuera de la heteronorma. Estamos convencidas que estas medidas de transformación de la cultura universitaria, que sólo pueden conseguirse mediante la organización de las comunidades académicas, beneficiarán a todos y todas quienes estudian y trabajan en universidades, permitiendo que tanto en la formación de profesionales como en la creación de ciencia y tecnología las universidades otorguen al país un servicio más humano y acorde con los tiempos.