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Extranjero en mi país

Por: Rolando Soto


Señor Director:

El siguiente relato narra las horas de espera de un trámite que deben realizar los extranjeros en Chile para obtener un certificado que otorga la policía de investigaciones. El trámite lo realizó un nacional con un poder notarial otorgado por su señora extranjera. La historia invita a reflexionar sobre el trato que les brinda el Estado de Chile.

Me despierto en medio de la noche. Debajo de la almohada tengo el celular y miro la hora. Son las 2:30 de la mañana y aún me quedan algunas horas de sueño. Había puesto la alarma a las 4:30.

A las 3:20 me vuelvo a despertar. Poco a poco doy espacio a mi mente para imaginar la espera en la calle para retirar un certificado de vigencia de permanencia definitiva para un extranjero en Chile.

Ya no imagino más y me decido a levantarme antes que toque el despertador. Ducha, desayuno y preparación de la moto para la aventura. Pongo en una mochila un termo con agua caliente, algo de fruta, cereales, libros y una silla de camping.

La noche está despejada y no hace el temible frío invernal.

La calle me ofrece sus semáforos en verde. Qué agradable es circular por tu ciudad cuando no anda nadie más que tú.

A medida que me aproximo al centro evito quedarme detenido en los semáforos en rojo. Soy presa fácil de cualquier ladrón que quiera llevarse mi joya de dos ruedas. En los semáforos donde estoy obligado de detenerme, miro a todos lados para estar atento en caso de que alguien se acerque sospechosamente.

En una calle del centro, sin mucha iluminación, veo a cuatro personas en un semáforo en rojo. No alcanzo a cruzar y me quedo atento. Ellos caminan hacia el semáforo. Por el espejo miro si se acercan. Uno de ellos mira reiteradamente hacia atrás y su caminar hacia el semáforo me ofrece dudas. En el grupo hay dos mujeres. Parece ser una familia que espera un taxi. De hecho, hacen señas a uno, pero no les para. No me confío. Tengo el acelerador y el cambio listo en caso que se me acerquen. Da luz verde y atrás quedan mis fantasmas.

Llego al lugar, calle Eleuterio Ramírez, que es apenas alumbrado por unos faroles. Como era de esperar, a la entrada de la PDI hay gente sentada o de pie. Busco un estacionamiento. Me doy cuenta que la fila dobla por calle Serrano y el panorama es igual, pero esta vez hay gente estirada en el suelo cubierta con frazadas.

Mientras pongo cadena a mi moto se me acerca un joven con acento caribeño que me propone un mejor lugar en la fila. Me imagino que me cobrará. Ni me interesa preguntar.

Son alrededor de las 5:30 de la mañana. Tomo mi mochila y la silla y comienzo a caminar por calle Serrano buscando el final de la fila. Camino por la vereda de enfrente como si fuera un peatón que conoce a dónde va. Evito cruzar mi mirada con la gente. Entre tanto forastero debo ser el único nacional que hace la fila. Veo más gente en el suelo. Me percato que están organizados. Mientras algunos duermen otros de pie conversan y cuidan que nada malo les suceda. Se destacan los rostros de los haitianos.

La fila da vuela la esquina de calle Cóndor y sigo avanzando hasta llegar a San Francisco. Calculo que a unos 250 metros de la entrada se encuentra mi posición. Instalo mi silla y me siento dejando la mochila sobre mis rodillas. A mi lado hay unos haitianos y alguno que otro venezolano o colombiano.

La luz de la calle no me permite sacar un libro para leer, por lo que intento cerrar los ojos para comenzar la espera. De improviso la fila se mueve y me levanto para seguir. Ya no era el último. Intermitentemente ha continuado llegando gente.

El dorso de la silla la he puesto hacia el muro y, por lo tanto, estoy rodeado a derecha e izquierda por gente que espera hacer el trámite como yo.

Junto a la gente que llega a ponerse a la fila, transitan vendedores de empanadas venezolanas, café de Haití u otras delicias colombianas. Recuerdo las peregrinaciones a Lo Vásquez o hacia Los Andes, en el que los vendedores aparecen de la nada para ofrecer su mercancía y ganar algunas monedas.

Entre las curiosidades hay uno que hace fotocopias en una impresora portátil que trae en un carro. Arriendan taburetes por 500 pesos que luego de un rato son muy necesarios. «Chocolate caliente a la orden» con acento venezolano lleva ya más de veinte idas y vueltas. Nuevamente, otro desplazamiento. No sé si se trata de gente que se va o que la fila se aprieta más adelante.

No se puede dormir ya que hay que estar atento. De pronto pienso que puede pasar alguien y si me ve durmiendo toma la mochila y sale corriendo.

Son las 6 o 6:30 y comienza a refrescar aún más. Me cubro las orejas con una bufanda de lana que se ajusta perfectamente a mi cuello. A esa hora ya comienzo a escuchar las noticias de la radio. Levanto el cuello de mi chaleco para cubrirme aún más. De vez en cuando me pongo de pie para no enfriarme.

He avanzado unos 80 metros y estoy por llegar a la esquina. Los edificios alrededor comienzan a encender sus luces. La ciudad se levanta. Algunos autos transitan, pero los vendedores no descansan y deambulan constantemente.

Veo los primeros escolares que salen de unos edificios y el cielo algo alumbra, pero sobre todo comienzan mis deseos de ir al baño.

Me mantengo en silencio escuchando las noticias y no logro grabarme los rostros de las personas que están a mi alrededor. Algunos vienen solos, pero al parecer varios optan por venir acompañados. Al menos los haitianos se hacen notar, por su aspecto y su lengua.

Son ya pronto las 8 de la mañana y paso a pasito avanzamos. Imposible sentarse, la fila se estrecha y no dura más de 10 minutos cuando avanzamos hacia la entrada del edificio de la PDI.

En una ventana de un departamento que da a calle Serrano hay un letrero que pide silencio ya que se escucha todo. Es una súplica que me imagino que no da mucho efecto, ya que la gente habla y tiene necesidad de hacerlo. Han pasado horas y necesitan sentirse escuchados como seres humanos. Sin duda los que están adentro también merecen descanso y respeto. Los destinos se cruzan entre los habitantes que deben sentir que los inmigrantes son “su” problema, mientras que ellos, tampoco eligieron “pasar” la noche en la calle. Ambos buscan reposar su cabeza en una almohada y dormir en paz.

Más adelante, llegamos a un lugar donde al parecer hay unas casas antiguas abandonadas. En una esquina se puede sentir que varios no aguantaron el frío y tuvieron que orinar al aire libre. La fila hace el quite a este lugar. Algunos atraviesan a la vereda de enfrente.

Se incrementa el tránsito por el sector y desde el sur y el oeste se ve una capa de bruma que comienza cubrirlo todo. Es una niebla que agrega la sensación de frío ambiente.

Un barrendero hace su tarea y entre las cosas que arrastra se encuentran unas espumas que sirvieron para que alguien se acostara a dormir. Mientras más avanzamos, los cartones en el suelo se multiplican. Sobre ellos se reposaron hombres y mujeres que han experimentado la dureza de la vida, del viaje y de la estadía.

Los locales comienzan a abrir, vendiendo alimentación y por supuesto arrendando el baño. Al interior de uno de estos locales alcanzo a divisar un letrero pegado en una puerta. Está escrito en creol: «feme» para designar el baño de mujeres. Oigo nombres de comida extranjera.

Ya estamos a punto de entrar.

La fila está cada vez más ordenada. Hay gente que se ubica en la vereda de enfrente. ¿Serán parientes que esperan que algunos de los suyos terminen su trámite? ¿Son los que cuidan puestos y que esperan hacerse de más monedas ofreciendo más servicios? No lo sé.

Al llegar a la puerta de entrada veo que hay dos oficiales exigiendo documentos antes de entrar. Nada de «buenos días». Lo suyo es verificar que la gente venga con lo necesario y dejar pasar.

Al pasar la mampara hay un oficial entregando números. Indico a qué vengo y me pasa un papel con la letra «B» y me indica el valor de 800 pesos. La fila se dirige a la caja a pagar. Otro oficial con voz temible exige que la gente tenga en su mano el papel con el número y la plata para pagar. «Guarden los documentos» agrega su arenga. Parece que todos somos recién nacidos que no sabemos qué hacer delante de una caja. Eso sí, nos piden pagar con sencillo. Afortunadamente tengo justo el valor del certificado en mi bolsillo. El oficial que nos trata de estúpidos, de repente, toma algunos de la fila y los envía a otro lugar. Al parecer cuando se acumula mucha gente se abre una caja provisoria. Las personas deben seguir sus instrucciones para no quedar de estúpido, algo que solamente confirmará su teoría. Me imagino que algunos funcionarios de la PDI compartirán en el almuerzo que la gente que viene es ignorante, poco educada, que no sabe leer y todo eso que confirma las hipótesis.

Veo que algunos son enviados a cambiar dinero porque no tienen para dar vuelto. Y cuidado en quedarte a preguntar qué haces a continuación. Más vale que salgas raudamente y luego explicar en la entrada que ya estabas en la fila y que solo fuiste a cambiar dinero.

Habiendo pagado somos distribuidos en diferentes filas. La mía corresponde a los que hacen el trámite «B». Al frente se encuentran los que hacen el trámite «C». No sé si hay más letras, pero el galpón donde estamos se encuentra abarrotado. Delante mío hay una culebra de gente que avanza hacia unos 15 módulos.

Imposible sentarse. Antiguamente, en el lugar había sillas y una pantalla que indicaba en qué turno iban. Ahora, nada. Estás obligado a permanecer de pie hasta llegar al módulo.

Ya no sé qué hora es. Me entretengo viendo noticias en mi celular. Al menos el techo del galpón nos protege del frío.

Me percato que en uno de los módulos un oficial de la PDI intenta saber qué trámite desea hacer un haitiano. La voz del oficial es potente, la del haitiano, es imperceptible. Otros haitianos delante de mí ponen atención. El oficial le señala que el trámite que debe hacer se realiza en otro lugar. Alguien le dio una mala indicación. Perdió el tiempo y quizás desde qué hora ha estado esperando para recibir esta noticia. El oficial consulta con otros colegas la dirección del lugar, la anota en un papel y lo entrega. El haitiano se acerca donde sus compatriotas y comparte con ellos la información. Me dio la impresión que el haitiano no hablaba español. ¿Cómo hacerse entender sin que el otro no conozca tu idioma? Duro, duro.

Estoy a punto de llegar. Aparece un oficial que pasa por cada uno de los módulos. Me imagino que es un jefe.

De pronto, señala a los primeros de la fila de esperar delante de un módulo. Lo hacen, al parecer, para acortar la fila.

Me entretengo mirando los rostros de los funcionarios de la PDI. No se ven rostros tensos. Incluso algunos sonríen. Qué importante detalle para recibir a la gente.

Me toca, pero el funcionario me dice que justo el trámite que necesito lo hacen los colegas de la derecha, así que debo ponerme de nuevo en la fila y esperar que me llamen. Qué lástima, me parecía una buena persona.

Llega mi turno. Ahora, sí que sí. El oficial recibe los documentos e intercambiamos algunas palabras. Pero su sonrisa esconde una ironía: «¿para qué se hace chilena su señora?” “¿Qué va a ganar?». No le respondo. Veo en él el comentario hiriente y resentido.

Me pregunta si soy francés y en qué momento obtuve la nacionalidad. Se hace el simpático diciendo que entonces deberá conocer una francesa. Me dieron ganas de decirle que primeramente debe conocer tu cultura, aceptarla y amarla. Le desvío la atención hacia otro tema. Me dice que la única oficina especializada que atiende extranjeros es esta. Que no hay dinero para abrir más locales o funcionarios a quienes pagar.

Una vez más nos sucede lo mismo. Las limitaciones económicas en infraestructura esconden nuestras pobrezas. Hasta cuándo le echamos la culpa a la pobre economía. La política está por sobre las decisiones económicas. Si alguien comprendiera que este trámite es la puerta de entrada para que otros conozcan nuestra cultura, la valoren, la busquen y acrecienten, entonces otra cosa sería. Por el contrario, alguien tuvo la idea de que este es un problema, un soberano «cacho» que alguien tiene que hacerlo. Como nadie quiere hacerse cargo, se lo entregan a una institución jerárquica donde tienen que obedecer. Allí ninguno podrá reclamar, ni llevar el caso al sindicato.

Finalmente, pude ir al baño, mientras hacía el trámite. Al regresar el papel estaba listo. Menos de 10 minutos de atención costaron 5 horas y media de espera. «Y fue poco su espera» me dijo el funcionario, como queriendo decirme que debía felicitarme por ello.

El Estado no sabe cuidar a su gente, a veces la maltrata y más aún si ella proviene del extranjero. Me duele esta visión de Chile, país en el cual se cantaba se cantaba con orgullo hace años: «y verás cómo quieren en Chile al amigo que es forastero».

Rolando Soto

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