Publicidad
«Obligo ergo protego”: Cinco proposiciones para reinventar la libertad académica Opinión

«Obligo ergo protego”: Cinco proposiciones para reinventar la libertad académica

Hugo Herrera y Aïcha Liviana Messina
Por : Hugo Herrera y Aïcha Liviana Messina Prof. titular, Instituto de Filosofía UDP/Prof. titular, Instituto de Filosofía UDP
Ver Más

Ante la situación de precarización del estatuto de los investigadores y sus instituciones, que acaban sometiéndose a una burocracia estatal, que ya no responde a la máxima del “protejo, luego obligo”, sino que termina imponiéndose de manera asimétrica, se hacen exigibles reformas. El asunto se vuelve especialmente significativo en la medida en que la imposición se efectúa sobre las instituciones y los cargos que tienen sobre sí, también, la tarea de ser sede del pensamiento más reflexivo y consciencia crítica de la sociedad, labores que son muy sensibles a la existencia o inexistencia de condiciones estables de realización.


“Protego ergo obligo”, así caracterizaba el inquietante Carl Schmitt, siguiendo a Thomas Hobbes, la relación fundamental entre el Estado y sus súbditos. La frase establece un vínculo entre los derechos y los deberes y apunta a su talante indisociable. Es en virtud de la relación entre derechos y deberes que los seres humanos no son meros “seres” sino ciudadanos que responden de sus acciones. Si el espacio político es otra cosa que una selva donde sólo buscamos nuestra sobrevivencia, habría que afirmar también “obligo ergo protego”. El pacto implica siempre dos partes que se condicionan mutuamente. Los seres humanos son ciudadanos sólo si la legitimidad de la organización política descansa en su capacidad de garantizar seguridad a los gobernados.

La máxima aplica a la justificación del Estado y a todas las relaciones que él establece con los gobernados. Se espera del Estado que se legitime en cada uno de sus actos en la medida en que logra expresar el principio: en que obliga porque protege, en que la extensión de sus competencias en los diversos ámbitos de la vida social se justifica en su aptitud para asegurar ciertas condiciones de existencia dentro de las cuales los gobernados expandan sus capacidades. A su vez, el cumplimiento de un deber no es un acto de subordinación a un Estado tiránico; es lo que confiere ciudadanía y libertad.

Desde hace varias décadas, el espacio de la libertad académica está puesto en jaque por una subrepticia y creciente asimetría entre deberes y derechos. La competitividad y también la fragilidad institucional hacen que los criterios de evaluaciones de los profesores sean cambiantes y no siempre acordes a las necesidades propias a la investigación. En algunas universidades subsisten contrataciones precarias que mantienen a los investigadores en situación de incertidumbre (por ejemplo, en el régimen de “contrata”). Las nociones de deberes y derechos pierden cada vez más su sentido a medida que predominan necesidades económicas destituidas de un marco jurídico claro. Asimismo, agencias estatales pueden incluso condicionar la transferencia de fondos destinados a la investigación a la firma de un pagaré y obligar a los investigadores a rendir aun cuando tengan licencias por posnatal.

La situación expresa la dificultad de articular lo económico con lo político. Cuando lo económico se ejercita en desmedro de lo político, predomina una fatalidad en la cual perdemos aptitud política. Lo que hace falta hoy día no es volver a afirmar la razón estatal contra la razón del mercado (esta oposición nos mantiene en un dualismo que ora remite a viejos sistemas metafísicos, ora se sustenta de nuevas metafísicas aún no pensadas), sino encontrar formas de articulación entre lo económico y lo político, así como entre deberes y derechos. Por cierto, la política no se limita a distribuir derechos y deberes: ella es la reinvención de la articulación entre derechos y deberes a fin de crear nuevos espacios de ciudadanía y de libertad.

Ante la situación de precarización del estatuto de los investigadores y sus instituciones, que acaban sometiéndose a una burocracia estatal, que ya no responde a la máxima del “protejo, luego obligo”, sino que termina imponiéndose de manera asimétrica, se hacen exigibles reformas. El asunto se vuelve especialmente significativo en la medida en que la imposición se efectúa sobre las instituciones y los cargos que tienen sobre sí, también, la tarea de ser sede del pensamiento más reflexivo y consciencia crítica de la sociedad, labores que son muy sensibles a la existencia o inexistencia de condiciones estables de realización.

El Estado debe recuperar su legitimidad en el campo universitario y de la investigación.

Llama la atención que la reforma del sistema educativo implementada en los últimos años y que el proyecto de una educación que responda al objetivo de instaurar una gratuidad universal, no se hayan efectuado en función de las significaciones que puede cobrar hoy día la idea de universidad, sino, en cambio, en función de exigencias técnicas y económicas que acaban determinando el sentido mismo de la educación y que se están, cada vez más, imponiendo extrínsecamente como fines. Ninguna reforma del sistema educativo alcanza su fin si se pone en jaque la libertad académica y se incrementa la precarización en el ámbito de la investigación.

Habida cuenta de la próxima instalación de un Consejo Asesor para el perfeccionamiento de la institucionalidad universitaria, por parte del Ministerio de Educación, y de la reciente creación de un Ministerio de Ciencia, nos parece propicio proponer medidas relevantes, que permitan, a la vez, mejorar el estatuto de la investigación en Chile y favorecerla, dentro de un marco en el cual la intervención del Estado quede legitimada.

Primero, una categorización de las instituciones de educación superior que, más que al carácter estatal o privado de la casa de estudios respectiva, considere especialmente un sistema de gobierno donde exista efectiva división del poder, así como un estatuto que asegure el pluralismo interno y la libertad académica. La universalidad del saber al que aspira la universidad y su apertura incondicionada a lo nuevo son incompatibles con la captura de la institución por visiones de la realidad restringidas a tal punto que impidan el ejercicio libre de la investigación y la docencia. La categorización de las instituciones ha de estar ligada a un apoyo nítidamente diferenciado a las universidades que garanticen, gracias a su sistema de gobierno y al estatuto de sus profesores, tales pluralismo y libertad.

Segundo, la creación de una carrera académica estandarizada y un estatuto reforzado para los investigadores que alcancen la titularidad y posean una trayectoria de investigación acreditada; algo parecido a un “tenure”, corregido, eso sí: ligado todavía a desempeños evaluables, pero no sujeto a criterios externos, impuestos por la actual Comisión Nacional de Acreditación. Con esto, se trata de afirmar el valor de las trayectorias que se hacen en el tiempo y no sólo de valorar la productividad cada año –situación que de hecho termina desconociendo una condición de la investigación.

Tercero, la creación de una nueva categoría en Fondecyt, que permita desarrollar proyectos de larga duración, renovables, para los investigadores de trayectoria (que hayan, por ejemplo, sido responsables en dos o más proyectos regulares), y la instauración de nuevas modalidades de proyectos colaborativos, en ciencias y humanidades, de plazos medios a largos, renovables, a cargo de grupos de investigadores de trayectoria y que permitan y exijan la incorporación de investigadores jóvenes.

Cuarto, una reforma profunda a la Comisión Nacional de Acreditación, que vele, al menos, por: la simplificación de los complejos informes exigidos y de los criterios y sub-criterios de evaluación y procedimientos de operación; la competencia de sus miembros (hoy, por ejemplo, 11 de los 16 comisionados carecen de experiencia doctoral y acreditan doctorados); la simetría en las relaciones de acreditadores y acreditados; la certidumbre y pertinencia de los criterios de evaluación.

Quinto, el establecimiento de garantías institucionales básicas para la investigación y la docencia libres, entre ellas: la definición, como permanente, de un sistema de financiamiento de fuentes mixtas, que asegure la mayor independencia de las casas de estudio respecto de sus condiciones materiales de subsistencia; el reforzamiento de la institucionalidad estatal ocupada de las universidades y la investigación (es menester contar con una burocracia profesional, dotada de los recursos y las calificaciones suficientes para cumplir en tiempo y forma con sus tareas); un sistema de nominación más claro de los investigadores que colaboran en los ministerios de Educación y de Ciencia, que impida la producción de conflictos de interés, que sea representativo de la pluralidad académica e institucional, y que pueda dar cuenta de su funcionamiento (condición de la renovación o no renovación de un mandato), así como de los objetivos alcanzados en cada mandato.

Estas reformas vendrían a restablecer un equilibrio razonable entre deberes y derechos y permitirían fortalecer la institucionalidad universitaria e investigativa. Más allá de una mera normalización o del apego a alguna vieja máxima, se trata de contar con un poder político legítimo en el campo de la investigación y de la educación superior, y de crear nuevos espacios de libertad política y de apertura a lo desconocido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias