A primera vista pudiera parecer extraño, caricaturesco, inverosímil, grotesco que quienes defienden la dictadura pinochetista, que prendieron antorchas en Chacarillas en 1977, que callaron con los últimos detenidos desaparecidos en 1987, que votaron por el Sí en 1988 y que corrieron a visitar a Pinochet en Londres en 1998, hoy con sus discursos acusadores arrinconen a Gabriel Boric en el Congreso, le exijan moral y credenciales democráticas.
Pero no lo es tanto si consideramos que los discursos reflejan correlaciones de fuerza, y que el poder político genera un “régimen de verdad” que distingue entre lo verdadero y lo falso, entre lo correcto y lo incorrecto, no de acuerdo a los hechos, sino a la fuerza histórica que se ha acumulado. Y el pinochetismo en Chile tiene fuerza histórica. Y no sólo tiene esa fuerza debido a quiénes son actualmente los máximos representantes del gobierno, como el Ministro del Interior quien en Chacarillas, antorcha en mano, desfiló ante Pinochet; o la Ministra Secretaria General de Gobierno, Cecilia Pérez quien por estos días dice que no es “ni pecado ni delito” haber apoyado a Pinochet, o porque el actual Ministro de Justicia, Hernán Larraín, fue un defensor de una excreción como Colonia Dignidad.
No es sólo eso. Tal vez incluso más importante fue el rol que durante los 20 años de gobierno jugó la Concertación y sus dirigentes al permitir la formación de un “régimen de verdad” que sancionó y castigó ciertos discursos, mientras estimulaba y permitía otros. En ese “combate por la verdad” se premió los discursos conciliadores, consensuados, políticamente correctos que miraran al futuro y no al pasado, mientras se reprimía aquellos que querían denunciar, acusar, polemizar y ajustar cuentas con el pasado reciente y traumático. Sin duda la desaparición de la prensa crítica en esos años mucho tuvo que ver con esa “economía política de la verdad”.
[cita tipo=»destaque»]Tal vez incluso más importante fue el rol que durante los 20 años de gobierno jugó la Concertación y sus dirigentes al permitir la formación de un “régimen de verdad” que sancionó y castigó ciertos discursos, mientras estimulaba y permitía otros. En ese “combate por la verdad” se premió los discursos conciliadores, consensuados, políticamente correctos que miraran al futuro y no al pasado, mientras se reprimía aquellos que querían denunciar, acusar, polemizar y ajustar cuentas con el pasado reciente y traumático. Sin duda la desaparición de la prensa crítica en esos años mucho tuvo que ver con esa “economía política de la verdad”.[/cita]
Fue ésta una de las grandes obras de la Concertación: extraer y ojalá erradicar del sentido común de los chilenos y chilenas el horror, la crueldad, la corrupción de la dictadura y de quienes la apoyaron, e instalar ahí la necesidad de conciliar, armonizar y concertar.
Así se construyó en Chile el actual discurso dominante. Éste determina, por ejemplo, los valores de verosimilitud, para el caso, que la UDI sea considerado un partido que cree en la democracia mientras alaba la dictadura y al dictador; o las iniciativas discursivas, es decir, qué discursos son legítimos y cuáles pueden ser cuestionados; o, pensando en Boric, quién ocupa el lugar de sujeto interpelador y quien el de interpelado.
El discurso dominante hace posible que ciertas fuerzas políticas ocupen un lugar discursivo favorecido y cómodo que les permite, por ejemplo, instalarse como interpeladores privilegiados de otros, aunque no los acompañe la razón, pero los acompaña la fuerza.
El discurso dominante es una construcción y da cuenta de cómo históricamente se han sintetizado y resuelto los enfrentamientos sociales. Por eso, no sirve oponerse al discurso dominante o defenderse en sus términos, pues lo que se diga bajo esa lógica será entendido y juzgado desde los valores pre-existentes, o sea, desde los valores del discurso dominante. Lo que hay que hacer es cuestionar ese discurso y su régimen de verdad, quitarle legitimidad al sistema de referencias que impone, e imponer uno nuevo.
Para eso, evidentemente, no sirve la lógica de que se impuso durante la transición. Los discursos que cuestionan al discurso dominante deben tener la propiedad de obligarlo a responder, de no ser ignorados, de encontrar un lugar de iniciativa discursiva y de interpelación, por lo tanto un legítimo lugar de nuevo discurso. Pero para eso – si es que el Frente Amplio quiere asumir ese desafío- es necesario romper radicalmente con lo que queda de usanza concertacionista.