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Congreso Futuro 2019: ¿Una nueva oportunidad para la filosofía y sus categorías? Opinión

Congreso Futuro 2019: ¿Una nueva oportunidad para la filosofía y sus categorías?

Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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Entre el 14 y el 20 de enero, en dependencias del ex Congreso Nacional, tendrá lugar la VIII versión del Congreso Futuro, el evento de divulgación y promoción científica más importante del hemisferio sur. Bajo el slogan “¿Qué especie queremos ser?”, la instancia reunirá a un total de 120 científicos e intelectuales del más alto nivel (80 extranjeros, entre los que hay 6 Premios Nobel, y 50 nacionales), quienes expondrán sus investigaciones y pensamientos vanguardistas en el contexto de importantes hitos que se suceden en nuestra postmodernidad racionalista, a saber: el cambio climático, el despegue de la inteligencia artificial, la producción inmensurable del data, entre otros.

Desde un punto de vista epistemológico, la postmodernidad puede entenderse en dos sentidos, uno optimista y el otro escéptico.

De una parte puede concebirse la postmodernidad como el imperio de la empiria y la tecnociencia, a favor de una visión materialista del hombre y, en este sentido, el mismo pasa a ser un complejo orgánico en interacción con otro entramado material todavía más grande y del que hace parte: la materia y antimateria del universo. De ahí que las denominadas “ciencias de la complejidad”, que estudian las dinámicas de los sistemas, prometan una reinterpretación de la humanidad aunando e intentando reducir a un lenguaje común al conjunto de las ciencias. En realidad, si se le precia con suficiente rigor, esta empresa no pasa de ser un “reduccionismo de reduccionismos”, bajo el presupuesto de que es posible conciliar las partes del corpus científico y, si bien es cierto existen avances innegables para la especie y, en general, una maximización de la eficiencia (pero no de la eficacia) del conocimiento como proceso, hasta ahora, en lugar de ver la luz nuevas categorías integradoras, en su lugar se aprecia el predominio de un lenguaje cuántico, atomista y cuantitativo, del pensamiento, donde la evidencia material, tan medida como es posible, es decir, sometida a la presunta precisión del número, prevalece sobre el resto de modos de conocer. Así, aunque los ídolos de la mitología cayeran, al decir de Nietzsche, y la religión atraviese hoy su crisis más profunda, un nuevo Dios, ahora aprehensible, cognoscible, particionable y manipulable, ha surgido para ocupar el lugar del anterior: el átomo cuya traducción (bíblica) no es ya parabólica sino numeraria.

De otra parte, la filosofía como expresión más profunda del pensar, en calidad de madre de todas las ciencias, no puede sino paralizarse escéptica ante el avance a toda máquina de sus hijas, que, orgiásticamente, junto a la Técnica han dado a luz a un complejo leviatán que no hace más que subyugarla: la Tecnociencia. Recuérdese que la filosofía no solo pretende dar cuenta del Todo, sintetizando categorías que hagan posible su explicación en un lenguaje actualizado e integral y a través de argumentos fidedignos, sino también ha de cuestionar esas mismas categorías y su modo de producción, lo que es lo mismo que decir que cuestiona el pensar mismo. Hoy, no obstante, no es Cronos devorando a su progenie, sino la progenie que, en la forma de engranajes trituradores, devora al mismo Cronos. No en vano el británico Stephen Hawking pretendió asesinar la filosofía: había una razón y esta consistía en que es difícil para un filósofo, a estas alturas del partido, primero hacer suyos todos los tecnicismos sofisticados, para enseguida articular un discurso crítico que se enfrenta a otro tecnocientífico y avasallador, que no se detiene para repensar sus efectos ni mucho menos sus bases.

Hay quienes atribuyen la fuerza motora de la tecnociencia al capitalismo avanzado, que financia y empodera políticamente a las formas científicas que posibilitan el aumento inmediato de sus dividendos, victimizando así a los científicos. Concedo, en parte, la validez del argumento. Pienso, sin embargo, que cabe enmarcar las cosas en un contexto todavía más amplio. No resuelta filosóficamente la cuestión del libre albedrío, podemos arrogar, desde el punto de vista consciente, la culpa al neoliberalismo y, en última instancia, al individualismo que entraña, pero cabe también imputarla a los sesgos que el propio desarrollo unilateral del conocimiento produce. Me explico. Es posible que haya, por un lado, un apetito egocéntrico por parte de científicos, filósofos y capitalistas de descollar en esta época cada cual en su ámbito y, entonces, decimos que el móvil en estos casos es deliberadamente personalista y, en efecto, son responsables conscientes de todo cuanto ocurre. No obstante, por otra parte tenemos igualmente los sesgos a que induce la propia dinámica del conocimiento. A este respecto, por ejemplo, no podríamos exhortar a un científico empedernido, o a un filósofo formado en la escuela del materialismo científico, o a un financiero que desde su infancia se ha familiarizado con la banca y los flujos de capital y debe su éxito a aquellos, a que vaya en la vía contraria, pues las experiencias y, en general, las impresiones conscientes a lo largo de la vida de cada uno han configurado sus mentes hacia la comprensión unilateral de las cosas. Empezar todo de nuevo es, sí, frustrante y no pocas veces reclama dejar las cosas tal como están por mera vanidad. Otras veces, como hemos dicho, es también difícil mirar la realidad desde una óptica renovada. Finalmente el mito de la caverna de Platón es bastante instructivo y tiene plena vigencia en estas cuestiones: los esclavos no pueden ver luz cuando existen en medio de sombras, pero, añádase también, si alguno de ellos logra escapar de la caverna y verla, habrá quienes no querrán acompañarle y hasta pondrán en peligro la vida del liberto por el puro apetito de seguir viviendo en las sombras, porque, perezosos, les resultará más cómodo no curiosear o impactar sus conciencias con nuevos descubrimientos.

En estas condiciones, ¿está todo perdido? ¿La filosofía ha de agonizar lentamente en el escepticismo o en la defensa de categorías estáticas y arcaicas? Yo diría que no. Es justamente en el contexto de globalización impelido por el neoliberalismo, un neoliberalismo que se materializa por medio de la mutua influencia entre el capitalismo, la tecnociencia y la filosofía que soporta cada vez más periféricamente a estos últimos (y, por lo tanto, parece hacerse prescindible), ya avalándolas, ya contraviniéndolas, que surge la inquietud sobre cómo replantearse el pensamiento sin que una modalidad unilateral del mismo, no filosófica, acabe imponiéndose culturalmente en todo el globo. Así las reglas de prudencia que dirigen la actitud están encaminadas, primero, a actuar. Si el filósofo o científico por antonomasia realmente ama el conocimiento, no puede esperar pasivamente a que se imponga un modo doctrinario del pensar para siempre, universalmente; no puede disponerse a refugiarse y resistir en un jardín como Epicuro, aislado del mundo junto a sus correligionarios, recordando las victorias añejas mientras afuera se suceden vertiginosos cambios, a menos que su amor implique la creencia de que el conocimiento en toda su amplitud debe ver su fin. Segundo, puesto que se busca una solución a la vez que se intenta no ser succionado por el vórtice, no parece sensato navegar a contracorriente haciendo uso de categorías obsoletas o que no sintonizan con los colonizadores tecnocientíficos del conocimiento, ni prescindir tampoco de los desarrollos de la época. Por último, una regla de prudencia terminante es la valoración de la diferencia. Si, como pensó el padre Teilhard de Chardin, es cierto que el planeta tiende a una homologación de las mentes, a la construcción de una “supermente” o noósfera, la misma acarreará menos patologías y será más eficiente en la producción de conocimiento asimilando la mayor variedad en el menor tiempo posible. Y aquí se cumplen a un tiempo las máximas tanto del liberalismo como del comunitarismo más puros; para el primero se custodia el valor ontológico del individuo y su identidad; para el segundo, la comprensión integral del ser humano, con lo que es posible la realización de la ecúmene en la construcción de un mundo más confortable y compensatoriamente a la medida de cada cual.

Creo, en consecuencia, de vital importancia, para esta y las sucesivas versiones del Congreso Futuro, la incorporación y promoción de la filosofía como una oportunidad para poner en tela de juicio las ventajas y perjuicios del ejercicio tecnocientífico, a sabiendas de que, como reza el slogan de la VIII versión, para escoger responsablemente qué especie queremos ser, hace falta antes conocer tantas posibilidades como nos sean accesibles. O, como dijo Adriana Bastías, la presidenta de RedI (Red de Investigadoras) y ponente del simposio, «solo si somos conscientes podemos ser responsables de nuestro destino». El próximo congreso, por ejemplo, traerá a Chile al renombrado filósofo norteamericano John Searle. Pero estos esfuerzos no son suficientes. Hacen falta otras miradas, un rupturismo mayor que reclame mayores quebraderos de cabeza. Searle, si bien ha legado importantes aportes, forma parte de la corriente denominada “filosofía analítica”, la cual, como es sabido, sirve de sponsor y congenia bastante bien con la ciencia tal como la conocemos, esto es, como tecnociencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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