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La sequía como problema político: el caso de la zona norte Opinión

La sequía como problema político: el caso de la zona norte

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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La sequía se ha transformado en un problema político, pero no las causas de ésta. No todas las causas de la escasez hídrica son naturales, es decir, ajenas a la voluntad humana. El resecamiento de la tierra también puede ser provocado, en parte, por la acción del hombre.
La actual calamidad es la concreción de un desastre anunciado. Las advertencias no escasearon. Geógrafos, climatólogos y ecólogos la venían anticipando desde hace décadas. Sus palabras cayeron en oídos taponados por mezquinos intereses.
Los grupos ecologistas se ensañan con las compañías mineras. Pero la minería no es, actualmente, la causante de la aridez. Las faenas mineras deben cumplir con ciertas exigencias ambientales mínimas —las cuales son perfectibles, por cierto—; no así las actividades agrícolas y las labores de pastoreo. De hecho, estas últimas no están sometidas a ningún tipo de institucionalidad ambiental. Los ecologistas no advierten que una (entre otras) de las causas humanas del proceso de desertificación —y, por consiguiente, del resquebrajamiento y esterilidad de la tierra— es la histórica sobrepoblación de caprinos en el Norte Chico.
El Estado no ha hecho nada por limitar, efectivamente, tal sobrepoblación. Por el contrario, los crianceros durante tres décadas han sido beneficiados con asignaciones de dinero estatal (dinero que pudo haber sido destinado a fomentar, por ejemplo, la masificación del riego tecnificado) y cuyas sumas, que han sido gestionadas por los políticos de todos los colores, en treinta años ascienden probablemente a varias decenas de millones de dólares.
La organización más compleja que ha creado el hombre para contener y prevenir los males es el Estado. Pero en el caso de Chile quienes gestionan el Estado —concretamente, los políticos— no han hecho nada por mantener a raya el mal que deseca la vida. Por el contrario, lo han radicalizado. Los políticos de la región de Coquimbo tienen una dosis de culpabilidad en el deterioro del medio ambiente, en el avance de la desertificación y, finalmente, en los daños que está causando la falta de agua.
Los políticos son responsables de las buenas políticas públicas que conciben, gestionan y ejecutan. Pero son culpables de las omisiones, descuidos y malas decisiones que toman. Y si toman malas decisiones a sabiendas de que son malas, no son ni inocentes ni estúpidos, son perversos. Puesto que las decisiones políticas tienen un carácter vinculante, una mala decisión tiene un potencial de devastación gigantesco; debido al número de personas (no sólo a las que están vivas, también a las que están por nacer) a las cuales puede afectar la insensatez, la torpeza o la perversidad de los políticos.
El problema político ha quedado circunscrito a las medidas paliativas para capear la sequía. Una vez más, la chimuchina es en torno al parche; no en torno a las causas profundas de la herida. En una sociedad que se precia de tener juicio político, la discusión también debería girar en torno a la culpabilidad de quienes contribuyeron a radicalizar las causas no naturales de la misma.
Si la clase política se autoprotege, cerrándose a abrir el debate sobre las causas humanas de la sequía, el único recurso del que disponen los ciudadanos de a pie (aunque sólo los que tienen tino político y que están conscientes de la magnitud del daño ocasionado) para castigar a los políticos es el sufragio. Simplemente no votarán por ellos. Y si no hay alternativas se abstendrán de sufragar. Así ya lo han hecho saber algunos. ¡Enhorabuena…!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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