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El ABC de la sustentabilidad socioecológica y su gobernanza


La sustentabilidad es un tema que convoca a todos, pero que, aunque esto no se admita con facilidad, a la hora de la verdad, no preocupa realmente a nadie. Es como el aire que respiramos: sabemos que dependemos de él para vivir, pero lo asumimos como dado. Y aun aquellos que toman nota del problema, en general se sienten atrapados en una espiral de impotencia. Es cierto, los más jóvenes en nuestro mundo virtualmente interconectado parecen haber despertado del letargo y se han aplicado “religiosamente”, diría mi abuela, a un ritual de protesta los viernes, con la mística de un emblema: “Fridays for Future”.

Y, sin embargo, con toda la retórica grandilocuente de “salvar el planeta” (mejor dicho sería “salvarnos a nosotros mismos”), las medidas propuestas – no hablemos ya de las adoptadas desde gobiernos y empresas, pero también desde muchas organizaciones de la sociedad civil – son desproporcionalmente ordinarias y convencionales. Peor aún: nuestra imaginación palidece, en su estrechez coyunturalista, frente a la energía utópica de tiempos pasados. Tiempos caracterizados por desafíos comparativamente mucho más convencionales y menos disruptivos que los actuales, por cierto; y, sin embargo, al mismo tiempo, por una fe (que hoy se nos antoja casi infantil) en una política capaz de transformar al mundo, y no sólo, como ocurre hoy, de gestionarlo. Esta paradoja puede explicarse, quizá, como sugiere Bruno Latour, por un “exceso dual” que caracteriza la hora actual: primero, una fascinación excesiva por la trayectoria de desarrollo tecnológico existente y sus inercias sociotécnicas; y, segundo, una fascinación excesiva por el carácter radical, global y total de la transformación requerida para salvar la nave de la historia de su colapso inevitable con el iceberg de los límites ecológicos planetarios. Estos límites ecológicos incluyen el cambio climático producido por el hombre, pero también la sexta extinción masiva de la geostoria del planeta (la última fue la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años, por causa de un meteorito estrellado en Yucatán) y una distorsión extrema de los ciclos biogeoquímicos globales, con consecuencias impredecibles. Hasta el momento, asegura el famoso climatólogo alemán H.J. Schellnhuber, nuestras medidas para alterar el curso de colisión del Titanic equivalen a “reacomodar las sillas en la cubierta”. Algunos se han referido a esto como “el comportamiento suicida de la sociedad planetaria” (Papa Francisco), una “ilusión de realidad” (Aykut & Dahan) o una “política simulativa” (I. Blühdorn).

[cita tipo=»destaque»]Si queremos tener una chance real de avanzar en el camino de la sustentabilidad y espantar el fantasma de la extinción de nuestra especie, junto con la mayoría de los seres vivos que pueblan la Tierra –posibilidad muy real en caso de continuar por la trayectoria actual de desarrollo en las próximas décadas–, necesitamos confrontar estos dilemas con honestidad y creatividad.[/cita]

Pero, entonces, ¿resulta imposible armonizar el doble “exceso” al que se refiere Latour? El desafío principal no es técnico: numerosas soluciones tanto de eficiencia, que ecologizan el lado de la oferta en la economía, como de suficiencia material y energética, que ecologizan el lado de la demanda, aparecen muy promisorias en términos de reducir la huella material de las sociedades. También soluciones de gobernanza global para desmantelar presiones geoeconómicas sobre países que se ven obligados a jugar al juego de la globalización neoliberal o sumergirse en el caos social y económico, como un impuesto global corporativo o acuerdos de salario común internacionales para evitar la “carrera hacia el abismo” fiscal y laboral en la economía globalizada (“race to the bottom”), o un ingreso universal básico, para evitar la explotación laboral y la proliferación de trabajo basura (recomendable aquí el libro de David Graeber: Bullshit Jobs).

Pero independientemente del anecdotario de excepciones que confirman la regla, soluciones técnicamente viables han existido por décadas, sin que se haya logrado implementarlas de modo sistemático y sistémico. Entender las razones de este fracaso no resulta sencillo. En el intento de explicarlo, se suele invocar un complejo de factores que, en conjunto, producirían el resultado negativo observado. Entre estos factores se incluye las barreras (geo)políticas erigidas por constelaciones de intereses históricamente enquistadas (con las industrias fósiles, y, más recientemente, la hipertrófica industria financiera, jugando el papel del clásico villano), la fragmentación de intereses del electorado, la lógica cortoplacista y territorialista del sistema político, la corrupción de los funcionarios públicos y del empresariado, la falta de voluntad política, etcétera. Si bien es claro que los factores mencionados juegan un papel importante en muchos casos, propongo considerar un nuevo “doble exceso” como explicación fundamental, complementando el de Latour: el primer exceso es de carácter socioeconómico, y es el acoplamiento non sancto de la reproducción del capital financiero con la reproducción de las condiciones materiales de vida de la sociedad, por obra y gracia de la hipermonetización. Si “la economía no crece” (eufemismo utilizado para significar que el capital financiero encuentra oportunidades cada vez más rentables para invertirse), la sociedad padece de un resecamiento de sus ingresos y de un agotamiento de oportunidades para generarlos, provocando un círculo vicioso a través de la caída del consumo que retroalimenta el sistema productivo. El segundo exceso es cultural y constituye el complemento perfecto para el primero: la hybris consumista, que exacerba in extremis el apetito humano natural por la novedad. El empresario se ve obligado a innovar o morir frente a la competencia comercial; el individuo obligado a renovar su consumo o morir frente a la competencia por estatus social. Así lo tematiza Tim Jackson en su libro “Prosperidad sin crecimiento”. La retroalimentación positiva entre estos dos excesos lleva a un incesante proceso, no de “destrucción creativa”, como propusiera Schumpeter, sino de destrucción de riqueza real del mundo natural y físico en aras de la creación de “riqueza fantasma” (dinero y status), cuyo valor es entera y meramente convencional (David Korten).

Si queremos tener una chance real de avanzar en el camino de la sustentabilidad y espantar el fantasma de la extinción de nuestra especie, junto con la mayoría de los seres vivos que pueblan la Tierra –posibilidad muy real en caso de continuar por la trayectoria actual de desarrollo en las próximas décadas–, necesitamos confrontar estos dilemas con honestidad y creatividad.

Una buena instancia para aquello será la semana de cooperación internacional que se desarrollará entre el 7 y el 11 de octubre en Talca, como parte del proyecto de investigación “¿Sostener lo Insostenible o habilitar sociedades sustentables?” (Fondecyt N° 11180256, CONICYT), donde podremos debatir e intercambiar experiencias y aprendizajes que nos permitan sacar conclusiones y analizar cómo podemos avanzar de forma concreta en esta materia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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