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¿Fracaso de la política o de los políticos?

Por: Juan Omar Cofré


Señor Director:

Ya los antiguos griegos concibieron la política como un arte o una ciencia que versa sobre el buen gobierno del estado y sobre el rol, las obligaciones y los derechos que los ciudadanos tienen en una sociedad jurídicamente organizada. Aristóteles sostuvo que la política es la ciencia arquitectónica, porque ella da estructura a la sociedad  y permite que a partir de ella se organicen todas las demás. De modo pues, que así como la metafísica es la ciencia primera en el orden del ser, la ciencia política viene a ser la primera en el orden de la acción. Y conviene dejarlo claro porque la idea de la política como arte noble de gobernar, no ha variado en absoluto, aunque muchos de los propios hombres y mujeres que hacen la política en nuestra cotidiana realidad, se dediquen constantemente a denigrarla. Es habitual que ellos mismos califiquen despectivamente de “político” cualquier movimiento o acción que no convenga a sus propios intereses. Se dice p.e. : “sin duda esta acusación que ahora se levanta contra el ministro tiene móviles políticos”, queriendo decir con ello que es detestable y despreciable.

Es decir, nuestros políticos -con notables y honestas excepciones, por cierto- ni siquiera tienen una leve idea de lo que es o debe ser la política, es decir el “arte” o técnica que ellos mismos debieran dominar y que los constituye como individuos dedicados a su oficio. De estas premisas queda inmediatamente claro que la “política”, en los términos descritos, no ha perdido su dignidad y ninguna responsabilidad tiene respecto del fracaso de quienes han llevado por 30 años, al menos, los asuntos del Estado.

Es bien claro a la inspección de un espíritu sereno, que los políticos han hecho mala política de manera continúa y sistemática durante las últimas tres décadas de democracia. No han dado la talla, como se dice, y como consecuencia de ello, la ciudadanía ha levantado un grito de protesta orientado a que cambien radicalmente las cosas y que quienes se ocupan de la política, hagan política de verdad.

¿Qué es lo que se observa en el panorama político contemporáneo de Chile? Entre otras cosas que la mayor parte de los políticos han olvidado sus deberes; han dejado de representar los intereses y valores de la población, para preferenciar en primer lugar sus propios intereses privados y, en segundo, proteger los intereses de sus partidos y “clientes” que se agrupan en torno a ellos. Las demandas ciudadanas han pasado al último lugar de sus agendas, y esto por igual, sea que gobierne la centro izquierda o la centro derecha. Las acusaciones impresionantes de colusión que ha hecho en su cara el ex fiscal Gajardo a un grupo de parlamentarios de ambos conglomerados, es un buen botón de muestra de lo que se repite por doquier.

La ciudadanía quiere una política limpia, ajena a la corrupción y a los “arreglines de la cocina”. Anhela que los asuntos públicos sean tratados con altura, transparencia y honestidad. El ausentismo electoral y el estado de calamidad pública que ha dejado la última protesta nacional, muestran nítidamente que se quiere un retorno a la verdadera política, y que se quiere también que los responsables de la catástrofe, asuman las consecuencias, y paguen al menos por su falta de previsión y buen sentido político.

Por eso también se duda, y con razón, que los mismos que tuvieron al menos parte importante de la responsabilidad en los hechos, tengan la capacidad de liderar el cambio exigido, pero ahora sí, como ellos mismos dicen sin ningún pudor, “escuchando a la gente”. Ellos asumen equivocadamente, que mantienen la confianza -que creen nunca haber perdido- del pueblo y que precisamente por ello, están llamados, casi por el destino, a encabezar los cambios sustanciales que la sociedad con justicia reclama.

Por supuesto que hay buenos motivos y razones para dudar de las acusaciones  que unos levantan  contra otros, deslindando y evadiendo toda responsabilidad personal y partidaria. Un buen político, como ha ocurrido en muchos momentos de la historia, cuando ha fracasado en su gestión, deja el paso libre para que otros asuman el cuidado del gobierno y la elaboración de la ley.

Sería caer en el gambito,  hábilmente urdido, buscar un acuerdo transversal para llevar obligatoriamente al elector a las urnas, lo cual daría una apariencia de participación y de responsabilidad compartida. Pero no, si al menos el sufragio es voluntario, cada ciudadano puede conforme a su libertad, hacer uso de un recurso indirecto de rechazo, como ocurre ahora, a los partidos y políticos que desempeñan mal o deshonestamente su función de representantes populares.

Algunos creen que lo que está ocurriendo tiene que ver también con el ausentismo electoral y creen que si  muchos más ciudadanos hubiesen votado cuando fueron convocados, la mayor parte de estos males habrían sido neutralizados. Falacia. Es un argumento que aparentemente es verdadero pero, que bien examinado, revela su falsedad. Hoy la libertad del elector está muy limitada. Voten pocos o muchos, el elector no tiene más opciones que votar por los candidatos que encuentra en la papeleta y que no serán otros, ni serán más, que las que decidió el partido, así no sea que los partidos sufran un rechazo de plano de la ciudadanía y la opinión pública, como ocurre ahora. Aquí lo que cabe es facilitar que otros colectivos ciudadanos y grupos intermedios, puedan también levantar sus candidatos, para competir con los partidos y obligarlos a depurarse y mejorar. Hoy en día  eso se puede hacer, pero la clase política se ha puesto a resguardo, haciendo harto complicado que una iniciativa como esa, pueda prosperar.

Al final del día el ciudadano o ciudadana que medita un poco, se da cuenta que las elecciones han devenido en un instrumento abusado y usado por los partidos y los políticos, para dirimir la contienda entre los bloques enfrentados por el poder de una manera civilizada. Un trofeo que cada cuatro años pasa de un bloque político al otro por “decisión popular”, como se suele decir, con increíble  satisfacción.

Juan Omar Cofré. Dr. Phil.
Profesor de Filosofía Política y Jurídica

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