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Recordando: cuándo nos tuvo que importar la cárcel Opinión

Recordando: cuándo nos tuvo que importar la cárcel

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Agustín Walker
Por : Agustín Walker Abogado de la Universidad de Chile, Máster en Derecho Penal y Ciencias Penales por la Universidad de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra. Abogado asociado en Vial & Asociados.
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El 4 de abril de este año, María Jesús Fernández escribía una certera columna en El Mostrador, evidenciando que solo cuando las inhumanas condiciones penitenciarias se alzan como una amenaza para la población en el medio libre, nos hemos visto obligados a preocuparnos de la cárcel. Ello ha sido así en algunos períodos puntuales de nuestra historia reciente, que vale la pena recordar, como un ejercicio para comenzar a cuestionar la manera en que castigamos.

Desde 1990 a la fecha, han existido 3 períodos en que la preocupación se ha vuelto hacia la cárcel, y se han decretado medidas para excarcelar a grandes grupos de la población penitenciaria:

  • El primero de ellos fue entre los años 1990 y 1992, en que la preocupación del gobierno de Patricio Aylwin se abocó a “reducir penas y otorgar beneficios a los prisioneros políticos” (Morales, 2012, p. 102), lo que llevó a una reducción de un 10,3% de la población recluida del país (Dammert, 2005, p. 39), pues “la atención se centró en el respeto por los derechos fundamentales, lo que se tradujo en una disminución del punitivismo” (Cuneo, 2018, p. 157). La cárcel nos tuvo que importar, en ese caso, pues miles de personas se encontraban privadas de libertad solo por pensar de una determinada manera contraria al antiguo régimen, lo que era incompatible con cualquier noción de democracia.
  • El segundo “episodio de excarcelación” se produjo luego del fatídico incendio de la Cárcel de San Miguel, donde 81 personas que se encontraban bajo tutela del Estado murieron calcinadas entre manifiestas negligencias de la autoridad penitenciaria. La crudeza de dicho episodio, fue nuevamente un remezón para una conciencia colectiva que veía en la cárcel una respuesta para sus problemas, para sus inseguridades y temores. La magnitud de lo ocurrido ese 8 de diciembre del 2010, llevó la brutalidad cotidiana de la cárcel más allá de sus muros, y obligó a tomar conciencia y a adoptar medidas al respecto. Así, la cárcel nos tuvo que importar y esto se tradujo en la dictación de la Ley 20.588, el 1 de junio de 2012, que implicó la liberación de 4.281 personas privadas de libertad, consideradas de “baja peligrosidad”.
  • El tercer y último “episodio de excarcelación”, lo estamos viviendo a propósito del COVID-19. En la cárcel de Puente Alto, las cifras de contagio al 24 de abril (112 presos y 90 funcionarios), superan el total de contagios de varias regiones de Chile, y se está viviendo un peligroso brote en el CDP Santiago Sur. Ello no solo es un problema penitenciario, sino un potencial problema de salud pública extremadamente serio y, por tanto, la cárcel se eleva como un asunto que nos tiene que importar. La situación ha puesto de vuelta sobre la palestra el problema penitenciario, las indignas condiciones de vida y la necesidad de tomar acciones al respecto, lo que se tradujo en un indulto conmutativo, más escueto que los anteriores, con el que se conmutó la pena de 1.700 personas privadas de libertad.

Así, existe una clara pero fugaz conciencia de la brutalidad que implica la privación de libertad, pero es solo cuando esa crudeza desborda los muros de las cárceles que nos detenemos a tomar medidas serias de excarcelación, que palían el problema, pero que en ningún caso lo solucionan. Si uno analiza las cifras de la población recluida en 1992 y luego en 2012, al poco andar de las medidas de excarcelación, se retoma el rigor punitivo: la población vuelve a adoptar una curva claramente ascendente en 1992 (Dammert, 2005, p. 39), y una tendencia más a la baja pero aún en promedios muy altos, en 2012 . Por último, cabe consignar que, luego de la excarcelación del año 2011, los datos disponibles muestran una disminución importante de la victimización y revictimización (ENUSC, 2018), lo que desmitifica la relación menos cárcel-más delito, ya del todo desacreditada a nivel académico.

Todo esto, debe cruzarse con las características de la población penitenciaria en Chile: el 59% de las personas privadas de libertad está allí por delitos contra la propiedad (Gendarmería, 2018), en un país que sanciona con facilidad esos delitos, que en su mayoría (75%) no son violentos (Paz Ciudadana, 2019). Se trata de personas que en un 67,8% (Gendarmería, 2018) tienen un “compromiso delictual” mediano o bajo, y que solo en porcentajes muy bajos se encuentran condenados por delitos que atentan contra la vida (8%) o contra la integridad física (3,2%).

Quizás el contexto de esta pandemia es una oportunidad ideal para que la cárcel no nos deje de importar nunca más, para comenzar discusiones difíciles, largas, socialmente impopulares, pero humana y socialmente necesarias. Y es que la cárcel no es una respuesta efectiva al fenómeno del delito, sino que potencia la reincidencia (Larroulet, 2015), es un espacio de violencia e inhumanidad (Leasur, 2018; Centro de Políticas Públicas UC, 2017), es cara e ineficiente (Dammert, 2006, p. 17; Centro de Política Públicas UC, 2017, p. 4 y 5), no otorga seguridad a la población (Paz Ciudadana, 2019, p. 22; Cuneo, 2018, p. 186), y no tiene impactos significativos sobre el delito (Downes, 2001, p. 51; Centro de Políticas Públicas UC, 2017, p. 2), ni mucho menos lo previene (Cuneo, 2018, p.184).

Bajo ese punto de vista, cuestionar el excesivo uso de la prisión preventiva, diferenciar las nociones de sanción y de cárcel, racionalizar el uso de esta última (Centro de Políticas Públicas UC, 2017, p. 3), potenciando penas cuyo cumplimiento sea en libertad, y limitar el, hasta ahora excesivo, recurso al derecho penal –que no es ni puede ser un mecanismo de solución de conflictos sociales–, son los primeros pasos en un proceso que demorará, pero debe iniciarse. Hacer esto no implica avalar la impunidad, sino avalar la seriedad, rigurosidad y visión de país y de política pública, y poner atención a la evidencia por sobre el eslogan, a la política seria por sobre la rentabilidad electoral.

 

 

Referencias:

  • CENTRO DE POLÍTICAS PÚBLICAS UC (2017), “Sistema Carcelario en Chile: Propuestas para avanzar hacia una mayor efectividad y reinserción”.
  • CUNEO, Silvio (2018), “Cárceles y Pobreza, Distorsiones del Populismo Penal”, Santiago: Uqbar.
  • DAMMERT, Lucía (2006), “El sistema Penitenciario en Chile: Desafíos para el nuevo modelo público-privado”, trabajo preparado para ser presentado en la Reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos del año 2006, en San Juan, Puerto Rico, marzo 15 – 18.
  • DAMMERT, Lucía (2005), “Violencia Criminal y Seguridad Ciudadana en Chile”, en: CEPAL-SERIE Políticas Sociales nº 109.
  • DOWNES, David (2001), “Mass incarceration in the US – a European Perspective”, en: Mass Incarceration: Social Causes and Consequences.
  • GENDARMERÍA de Chile (2018), “Compendio Estadístico Penitenciario”.
  • MORALES, Ana María (2012), “La Política Criminal Contemporánea: Influencia en Chile del Discurso de la Ley y el Orden”, en: Crim. Vol 7, nº 13, 94 – 146.
  • LARROULET, Pilar (2015), “Cárcel, Marginalidad y Delito”, en: Los Invisibles. Porqué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad”, Instituto de Estudios de la Sociedad.
  • LEASUR (2018), “Informe Condiciones Carcelarias: Situación de las Cárceles en Chile”. Disponible en http://leasur.cl/wp-content/uploads/2018/12/Informe-CC-Leasur-sin-logo.pdf
  • PAZ CIUDADANA (2019), “Índice Paz Ciudadana”.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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