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Hacia un plan integral y pluriterritorial de cuidados colectivos en salud mental Opinión

Hacia un plan integral y pluriterritorial de cuidados colectivos en salud mental


Las crisis son siempre un acontecimiento de inflexión. Un punto de ebullición que hace estallar al conjunto de elementos acumulados, modificando su capacidad para reorganizarse de modo tal que logre desacelerar las fuerzas que lo conducen a su ruptura. En Chile, desde hace varios años venimos atravesando una crisis: la crisis de los cuidados, producto de un nítido debilitamiento de las capacidades del Estado y de las instituciones para organizar aquellas gestiones que permitan sostener el buen vivir y entregar una respuesta al malestar social. En medio de esta crisis, los ciudadanos no pueden sino experimentarse, y vivirse a sí mismos.

Amparadas en la ideología hegemónica de mercado, instalada en las políticas sociales a partir de los 80, las acciones de los cuidados quedaron capturadas y se rigen según las lógicas de la técnica, la administración burocrática y la economía neoliberal. La gestión que colocó al individuo y al espacio microsocial como el nudo que atender, fue informal y privada, y hacia los 90 devino en prestaciones focalizadas orientadas a desarrollar en las personas, percibidas por el aparato estatal como carentes, habilidades para enfrentar las reglas del juego del mercado. La ilusión concertacionista de un “crecimiento con equidad” produjo subjetividades meritocráticas que fueran capaces de afrontar y superar por sí mismas las adversidades de una pobreza naturalizada.

El Estado con lo justo y un mercado desfondado que alimentó la codicia y la acumulación de unos pocos, prometieron privilegios por goteos a los nuevos sujetos de créditos, lanzándoles a la sobreexplotación y al consumo ilimitado. De este modo, en la desolación de un escenario cambiante y desigual, muchos se vieron obligados a resolver problemas impuestos como propios y expuestos al miedo del fantasma del fracaso, vivenciado como una derrota existencial. El sufrimiento social, en clave neoliberal, fue signado como un trastorno del ánimo, como una angustia existencial, solitaria e individual. Despojadas de sus linajes comunitarios, y empujadas a su soledad, las personas debieron asumir la responsabilidad de sus malestares. Los profundos y complejos cambios gestados durante las décadas de la posdictadura, imprimieron en las subjetividades la marca del autocuidado.

El Estado, en retirada y deslumbrado por el crecimiento económico, volvió su mirada al proyecto de una inversión social orientada a desarrollar capital humano. Es decir, producir sujetos capaces de responder a las exigencias del crecimiento económico y robustecer los engranajes de la maquinaria neoliberal, esquivando por completo la adopción de una perspectiva centrada en el bienestar social. Los cuidados quedaron en manos de los individuos, y, lejos de ser vistos como un bien común de responsabilidades colectivas, fueron reducidos a la esfera privada y enfáticamente feminizados.

En la actualidad, el malestar social y sus efectos e impacto en la subjetividad han alcanzado una alta prevalencia e incidencia en la vida de las personas, montando un crítico escenario cuyo telón de fondo tambalea, tanto por la baja cobertura de las prestaciones destinadas a las atenciones para los cuidados de la salud mental, como por las tensiones teórico-conceptuales, técnico-administrativas y ético-políticas, que son necesarias de abordar en los distintos espacios de poder. Los frágiles mecanismos creados para la gestión de los cuidados, particularmente en el ámbito de la salud mental, se tradujo en el empobrecimiento de una respuesta capaz de abordar integralmente el sufrimiento de las personas.

El descuido de los cuidados dejó estas tareas ineludibles para la preservación y sostenimiento de la vida humana en un lugar secundario respecto de la salud física, abriendo el debate sobre la salud mental de la sociedad, principalmente, a dos ámbitos de disputas: la presupuestaria, cuyo horizonte se orienta a alcanzar un mínimo de dignidad expresado en un aumento al 5% del presupuesto nacional; y la ético-política, que desafía a un profundo cambio en los modos de pensar la salud en general –y la salud mental en particular– y la priorización que debe alcanzar en las políticas sociales. Ambas, sin embargo, convergiendo en el desafío de establecer, de manera inexcusable, el acuerdo colectivo de cuidar los cuidados.

Como parte de este acuerdo, promovemos que el cuidado de la salud mental requiere superar la lógica de política focalizada y estar incluida en una Política Integral y Pluriterritorial de Cuidados Colectivos, que nos haga avanzar hacia el entendimiento que los procesos de bienestar en salud mental están integrados y mediados por prácticas sociales enmarcadas, siempre, en contextos materiales e intersubjetivos, y que una política que abarque de manera arbitraria una sola de dichas áreas estaría limitando la capacidad para comprender la complejidad social, para actuar sobre una realidad social cambiante y para evaluar el dinamismo interactivo entre las aplicaciones de las políticas y las personas y sus comunidades. El bienestar de la salud mental debe ser entendido como un bien común de responsabilidad colectiva.

Con pluriterritorialidad queremos referirnos a la necesidad de que las políticas orientadas a los cuidados de la sociedad puedan reconocer y respetar la autonomía de las diversas redes existenciales y comunitarias de los distintos territorios del país, en la producción de sentidos y prácticas de los cuidados, de la preservación de la vida y del buen vivir. Asimismo, con cuidados colectivos queremos aludir a que estos puedan ser gestionados de forma colaborativa por quienes los comparten, y articulados armónicamente con las distintas prácticas de cuidados existentes. Pensamos la importancia de incorporar este debate para abrir nuevos modos de comprensión y de acción respecto a la salud de las personas.

Cabe señalar que como sociedad, en forma conjunta, debemos reconocer en primera instancia, los cuidados como prácticas con valor social que permiten el sostenimiento de la vida y que, por lo tanto, deben ser entendidos como un pilar fundamental ineludible para el diseño y la planificación de las políticas sociales, en atención a la diversidad de clases, géneros, generaciones y etnias. La implicancia de este reconocimiento, debe traducirse en la superación de la división sexual del trabajo reproductivo para encaminarnos hacia el compromiso de que los cuidados constituyan una responsabilidad de todos, todas y todes en el sostenimiento de la vida, en su diversidad de expresiones.

Por último, creemos en la importancia de asumir dos grandes desafíos recíprocamente nutritivos. Por una parte, superar la figura de un Estado subsidiario, asentado en una racionalidad focalizada, tecnocrática y burocrática de las políticas sociales en salud mental, para promover, creemos importante avanzar hacia un Estado solidario garante de derechos, con un enfoque social y relacional, cuyas políticas creen las condiciones materiales y vinculares para que las personas y comunidades puedan autónomamente transformar y subvertir las desigualdades del neoliberalismo internalizadas en la cotidianidad de sus vidas; y por la otra, reconocer la capacidad organizativa y asociativa de las personas como un proceso de producción de cuidados legítimos y capaces de articular prácticas de vida que puedan transformar la realidad y avanzar a modos del vivir que merezcan ser vividos. La crisis nos trae la oportunidad de desplegar nuevos modos de resolver los problemas y el momento constituyente que vive actualmente el país es sin duda una oportunidad para avanzar en una mejor vida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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