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El Instituto de Tecnologías Limpias: la vocación de la elite chilena por el subdesarrollo Opinión

El Instituto de Tecnologías Limpias: la vocación de la elite chilena por el subdesarrollo

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Enrique Fernández Darraz
Por : Enrique Fernández Darraz Doctor en Sociología, académico.
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Luego de la derrota ante Napoleón en 1806, Federico Guillermo III, rey de Prusia, habría dicho: “El Estado alemán debe reemplazar en fuerzas espirituales, todas aquellas fuerzas físicas que ha perdido”.

Un rol central en ese cometido debían jugarlo la reforma del sistema educativo y la fundación de la Universidad de Berlín, inicialmente llamada Universidad Real Federico Guillermo y más tarde conocida como de Humboldt.

La ecuación era simple, Prusia había perdido gran parte de su territorio y con él sus riquezas y recursos naturales. La única opción, entonces, era fortalecer un sistema educativo que le permitiera resituarse entre las naciones relevantes de Europa. Es efectivo que este derrotero tuvo desvíos injustificables como la Primera Guerra Mundial y el nazismo, explicados en parte porque el otro pilar que fue el fortalecimiento de su capacidad militar. Pero ¿a quién le cabe duda que, a más de doscientos años de esa frase, se logró el propósito?

Educación y ciencia fueron también los medios que escogieron países como Noruega, Finlandia, Japón, Australia, Corea del Sur y otra decena de naciones que lograron encontrar una senda hacia el desarrollo.

Chile, en cambio, ha seguido consecuentemente el camino inverso. Aníbal Pinto, en su libro Chile, un caso de desarrollo frustrado, lo trata en detalle para los siglos XIX y XX. Él muestra cómo la élite criolla renunció a crear un modelo productivo con base industrial, para centrarse en la agricultura y explotación extensiva de materias primas, y en la importación de todo tipo de productos para el mercado interno. Su riqueza provenía del hecho de que eran dueñas o tenían derechos de explotación de yacimientos mineros, daban servicios a empresas internacionales que operaban en el país o firmaban millonarios contratos con el Estado, para ejecutar obras de infraestructura para las faenas mineras y las ciudades que alojaban la mano de obra. Como ferrocarriles, puertos, carreteras, escuelas, hospitales, entre otras.

Con eso bastaba para asegurarse una vida de lujos y bienestar, que incluía un roce permanente con el primer mundo. No se requería ni educación, ni ciencia.

Nada muy distinto de lo que sucede hoy.

Sorprende, sin embargo, la constancia histórica con que la élite chilena se ha empeñado en ese camino. Como si en el mundo industrializado y tecnologizado que habitamos se pudiera alcanzar el desarrollo por la vía de exportar – como dijo un amigo exrector– piedras y palos.

La ideología neoliberal radicalizó esta situación, expandiéndola de la explotación de materias primas al desarrollo científico. La ecuación también es simple: uno de sus supuestos centrales es que las organizaciones deben competir por los recursos estatales, ya que ello las hará más eficientes. Premisa esta que los propios economistas, como el reconocido Henry Mintzberg, han discutido, debido a la diferente naturaleza de las organizaciones y los distintos bienes que producen. No es lo mismo licitar la fabricación de tornillos que la producción del bien más relevante en la actualidad: el conocimiento. Y mucho menos lo es externalizar su generación, subvencionando a países y universidades ricas con dineros de los contribuyentes chilenos, acrecentando de paso las brechas con las instituciones educativas nacionales.

No es tanto más lo que se puede decir. Solo sorprenderse con esta radical consecuencia de las élites por seguir la senda del subdesarrollo, mientras cada mañana, en cada matinal, hacen gárgaras hablando de Corea, Finlandia, Alemania y otros.

Tal vez, a ellas no les importen mayormente situaciones como esta, porque se sienten parte del desarrollo, por su nivel de ingresos y su vínculo con esos países, en los que estudian, vacacionan o, incluso, se instalan cuando no les agrada lo que sucede en el propio.

No hay que descartar tampoco que, en alguna medida, sean víctimas de su propia historia: si sus antepasados hubiesen construido un sistema educativo mejor, tal vez habrían tenido la oportunidad de leer un poco más y conocer anécdotas como esta, de Federico Guillermo III de Prusia.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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