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Kastización y pueblos policiales: abismos de la Revuelta, desvaríos de la izquierda Opinión Crédito: ATON

Kastización y pueblos policiales: abismos de la Revuelta, desvaríos de la izquierda

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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A los oportunismos conceptuales del ‘mainstream’ chileno (think tanks), se suman las amenazas de un conservadurismo securitario, trazando un «paisaje de la lepra» para avanzar en la criminalización del campo político. Ante cualquier diseño gubernamental, las derivas del campo popular han abrazado la sensación de caos, percepciones de terror e inseguridad capturadas afectivamente por la kastización. Todo bajo la colonización restauradora de la amenaza caos/emergencia que el catolicismo integrista ha movilizado, qua gramscismo de ultraderechas, en las últimas semanas como «traza de esperanza y orden ético». Tras el piñerismo, la regresión fascista –captura afectiva– se ha traducido en un infinito deseo policial.


Los últimos sucesos ameritan un esfuerzo adicional para entender la fascistización de la revuelta chilena (2019) como “multitud desbordante” respecto a los identitarismos “jungla” que han secuestrado el imaginario popular por la vía de la erotización: “migrantes” versus “nacionalismos”; “subversivos” versus “demócratas”; “chavistas» versus «libertarios”, “jesuitas neoliberales» versus «violencia lumpen”; “feministas» versus «familia”, entre otras dicotomías policiales. En santa jauría se han untad los periodistas de Vitacura con sus realismos sesgados y clasismos mediáticos, el progresismo de vocación imperial, la policía antimigrantes, los sicarios del consenso, los «expertos indiferentes» con encuestas que son espectros estadísticos (Cadem), que no reflejan «lo real», pero que manufacturan la política de las percepciones.

El deleite gubernamental por los sustantivos de guerra (18-O), la militarización del Wallmapu, la masacre sanitaria, la devastación en la periferia, los «columnistas dominicales» alentando el revival del viejo realismo (Paz Ciudadana). Todos estos nobles letrados han normado una ciudad sin densidad imaginal ni retrato disidente. A los oportunismos conceptuales del «mainstream» chileno (think tanks), se suman las amenazas de un conservadurismo securitario, trazando un «paisaje de la lepra» para avanzar en la criminalización del campo político. Ante cualquier diseño gubernamental, las derivas del campo popular han abrazado la sensación de caos, percepciones de terror e inseguridad capturadas afectivamente por la kastización. Todo bajo la colonización restauradora de la amenaza caos/emergencia que el catolicismo integrista ha movilizado, qua gramscismo de ultraderechas, en las últimas semanas como «traza de esperanza y orden ético». Tras el piñerismo, la regresión fascista –captura afectiva– se ha traducido en un infinito deseo policial. Y así, parafraseando al viejo intelectual de Tréveris, los espíritus del pasado toman prestados sus nombres con este disfraz de vejez venerable y con este lenguaje prestado pretenden representar la nueva escena de la historia política.

[cita tipo=»destaque»]En medio de lo grotesco, en pleno apogeo de la desesperación, hemos sido parcialmente secuestrados por el «lirismo de la revuelta» –espíritus libres y devotos de una metafísica que creíamos extraviada–, con esa «efervescencia purificadora» que pretende sanar nuestras llagas. Y sí, octubre y los mil demonios. Con su fervor destituyente, la romantización de la Plaza de la Dignidad, la monumentalización triunfante de la categoría pueblo, ha devenido un posible tiempo onírico, inaferrable e irrefrenable, idealista o eventualmente fetichizante.[/cita]

Contra el gesto político que recusa los pecados de la revuelta nómade (2019), la restitución oligárquica se encuentra en vilo mediante evangelizaciones, racializaciones y enemigos mediáticos. Tal extravío no solo implica una crítica a la monumentalización de la revuelta, sus demonios y primeras líneas patriarcales. Hemos sido convocados a impugnar su a priori estetizante (aurático), pero también imputamos a una «izquierda anoréxica», institucionalista, colmada de tecnopols e intensamente elitaria, cuyo desfonde la imposibilita para movilizar pasiones populares, ni menos asumir que el tiempo intempestivo de la revuelta nos arrojó a la travesía del pensar. Aludimos, pues, a una hegemonía incapaz de domiciliar el acontecimiento octubrista y, que contra todo desvarío, aún vitorea «representar» los tumultos de insurgencia y sentido.

La experiencia plebeya (2019), con su mundanidad y romanticismo, fue la refutación práctica del movimiento 2011, su afán lideral/teológico, empecinado en el «paradigma del malestar». La irrupción emplazó el reparto de lo sensible y los contratos generacionales (modernizantes), prescindiendo de la elitización que abundó en una ciudadanía piñerista (2017). Es curioso tal centelleo, el 2011 como rebelión de «consumidores activos» fue la condición de (im)posibilidad que experimentamos bajo los «octubrismos múltiples» (2019). Lejos de los «rectorados semióticos», con su «teoría del malaise«, se deslizó un emplazamiento an-económico contra la violencia infinita del capital, su acumulación anárquica, cuyo pivote fue la «huelga general».

La revuelta fue una inflexión en la democracia representacional (patriarcal), en particular la herencia medieval de los años 90, y obró como puerta de entrada al siglo XXI. Ello por la vía de una democracia expresiva, paritaria, feminista, plurilingüística e intercultural, emplazando la «historiografía blanca» y el «ensayismo oligárquico». A no dudar, toda revuelta es siempre un entramado tanático-erótizante (esquirlas), y la izquierda, en su insolvencia, no fue capaz de movilizar la demanda popular e integrar la protesta en el campo institucional o, bien, en una economía política de los discursos.

Antes, un progresismo neoliberal, de tercera vía, había gravado diversos «contratos  de lenguaje», unos más estéticos que otros, con la hiedra oligárquica, abjurando de toda alternativa político-imaginal. Hoy es posible recordar la pasión institucionalista frente a los imaginarios punitivos, la terquedad de los consensos, que hacen que la propia revuelta pueda devenir –velozmente– en un «manicomio» o, bien, en una «potencia fascista». De ese riesgo siempre estuvimos al tanto, dada la rutinización de los años 90. Hoy irrumpe una derecha que confisca la imaginación popular, recrea un pacto para un «Chile de certezas punitivas» (kastización del «pueblo pedagógico-destinal») y ha logrado agenciarse en aquel verbo progresista que hizo del disenso una diferencia turística. Un régimen de gravámenes, jaurías y seguros verbales es la promesa de la kastización con el mundo popular.

Un momento alevosamente regresivo cincelado por politólogos, medios de comunicación y gestores visuales de Vitacura, que ofrece un sentido común a las agencias corporativas. El quid anida en esos «lacayos de la pluma» que nos dictan cátedra para normar la época, establecer un realismo normalizador y codificar las urgencias de la vida cotidiana.

Por su parte, el pacto Apruebo Dignidad ha sido incapaz de enfrentar la capitalización punitiva del «fascismo neoliberal». Quizá por el temor a no adoptar posiciones fuertes se terminó cediendo el espacio a un triunfo pírrico para el mes de noviembre (2021). El candidato del frenteamplismo, empapado de una gramática ilustrada-liberal, no ha podido abjurar de la «ficción republicana», y establecer líneas demarcatorias con la kastización y su certeza securitaria de gobernanza. En medio de lo grotesco, en pleno apogeo de la desesperación, hemos sido parcialmente secuestrados por el «lirismo de la revuelta» –espíritus libres y devotos de una metafísica que creíamos extraviada–, con esa «efervescencia purificadora» que pretende sanar nuestras llagas. Y sí, octubre y los mil demonios. Con su fervor destituyente, la romantización de la Plaza de la Dignidad, la monumentalización triunfante de la categoría pueblo, ha devenido un posible tiempo onírico, inaferrable e irrefrenable, idealista o eventualmente fetichizante.

Pero recordemos a  Virno, cuando advierte que la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad, a veces agresiva, a veces solidaria, inclinada a la cooperación inteligente pero también a la guerra entre bandos, a la vez veneno y antídoto; así es la multitud. Y a no dudar, un paroxismo es un estado jubiloso. Sermón, moral, promesa y certeza forman parte de una arquitectura teológica de la política. El lirismo es una infinitud íntima –una suprema ebriedad– que el sujeto busca gritar una vez que los partidos políticos horadaron todo sistema de mediación (negociación). Con todo, la revuelta vino a perpetuar una fricción destituyente/constituyente que las izquierdas fueron incapaces de articular en metáforas populares y prácticas de trazabilidad (hegemonía).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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