
¿Existen aún las elites?
En Chile, últimamente, observamos una y otra vez la misma escena: la del rebaño guiando al pastor; más aún: la del piño humillando al zagal. Tampoco resulta difícil constatar que el caporal le teme al rebaño. Por tal motivo, el mayoral es obsecuente con los caprichos de la manada o con las veleidades del piño. Claramente, no hay líderes ni elites.
En nuestro medio se echa de menos una reflexión, centrada en las últimas dos décadas, sobre el rol de las elites tanto en la sociedad en general como en la vida política en particular. Al respecto hay que formularse tres preguntas, a saber:
1.- ¿Por qué las elites se desprestigiaron y en qué momento comenzó su desprestigio?
2.- ¿Por qué las elites abdicaron a influir en la sociedad a partir de los años 2006-2011, llegando, incluso, a casi autoanularse en la actualidad?
3.- ¿Existe actualmente en Chile una elite política? Y si no existe, ¿cuándo dejó de existir?
No pretendo, por el momento, responder dichas preguntas. En todo caso, me parece que es necesario efectuar una consideración preliminar antes de emprender cualquier intento de respuesta.
La palabra elite tiene cierto matiz aristocrático, en cuanto los aristoi (los que poseen la areté) siempre son los mejores. Pero la areté griega y la virtú romana –o lo que nosotros llamamos el talento, el genio, el don o simplemente la inteligencia natural– no son mecánicamente heredables. La genialidad, a diferencia de la posición social, no se puede transmitir ni biológica ni socialmente. Una cosa es la aristocracia y otra cosa es la nobleza. La diferencia no es baladí.
Los títulos de nobleza se pueden heredar; la areté –o sea, la genialidad–, no. Incluso en ciertos casos pueden ser términos opuestos. Así, por ejemplo, la nobleza francesa de mediados del siglo XVIII no tenía nada de aristocrática, era la negación de ella. La nobleza es heredable; la areté, no. Y no solo en el campo de la política, también en otros dominios. Si fuera heredable, hoy tendríamos a Wolfgang Amadeus Mozart décimo primero, Georg Wilhelm Hegel noveno o a Otto von Bismarck séptimo.
No en vano un sabio florentino del siglo XVI decía que la virtú política es una cualidad que les es dada a muy pocos y que, además, no se hereda. Por eso, de acuerdo a ese sabio, el mejor régimen político no es la monarquía hereditaria sino la república aristocrática.
En Chile, el problema radica en el hecho de que nuestra república alberga en su interior gérmenes monárquicos o, simplemente, de caciquismo. Peor aún: de burdos nepotismos y de sinecuras filiales. Ejemplo emblemático: Sebastián Dávalos Bachelet. Concretamente, la República de Chile está colonizada y fagocitada por dinastías políticas y, desde luego, también está gangrenada por el nepotismo y por las prácticas clientelares. En efecto, tanto a nivel local como nacional existen personas que carecen de talento y que tienen un puesto político por el solo hecho de ser nieto de…, hijo de…, hermano de…
Dicho esto, habría que preguntarse si en Chile, en estricto rigor, tenemos una elite política o si, lisa y llanamente, tenemos una clase política apoltronada en sus puestos regurgitando lugares comunes. Una clase que, como todas las clases, tiene intereses, sesgos de clase y reacciones de clase, a las cuales la prensa las denomina “reacciones corporativas”. Pero tal clase no califica para elite.
Pese a lo señalado, también hay que contemplar una posibilidad un tanto extraña, a saber: que existe una elite política, pero que ha abdicado a cumplir con sus funciones. De ser así, se trataría de una elite política tan claudicante como la elite intelectual. Esta última tampoco quiere interpelar racionalmente a las muchedumbres vociferantes, menos aún criticar a los violentistas callejeros. Obviamente, en ambos tipos de elites hay excepciones; pero son solo eso: excepciones.
Por último, es pertinente consignar que también existe una zona gris habitada por seres enigmáticos que no forman parte ni de la elite ni del pueblo. Esos seres son los lobos esteparios. Ellos rehúsan someterse a los imperativos del rebaño y desconfían de todos los zagales. Ellos se han amancebado con la soledad y miran al mundo con distancia y escepticismo, lo cual suscita la ira de los pastores y sus iglesias. Siempre están bajo sospecha. Sus críticas no son bienvenidas; irritan al pueblo y exasperan a los poderosos.
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