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¿Potencia el sistema de partidos políticos el buen funcionamiento de la democracia chilena? Opinión

¿Potencia el sistema de partidos políticos el buen funcionamiento de la democracia chilena?

Mauricio Henríquez R.
Por : Mauricio Henríquez R. Abogado, director jurídico de Fundación Iguales
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Cuando hablamos de partidos políticos en Chile se nos presenta una situación bastante paradójica. Por una parte, a nivel de institucionalidad y cooperación entre grupos políticos, resulta positiva su evaluación, es decir, nos encontramos con bloques estables que proveen gobernabilidad, donde la diplomacia prima entre sus principales actores. Es más, si comparamos la situación con el resto de Latinoamérica, sin duda que la institucionalidad política de Chile presenta virtudes difíciles de reconocer en los países vecinos.

Sin embargo, este mismo sistema de partidos políticos, con el pasar de los años, ha presentado una serie de deficiencias que demuestran su dificultad para evolucionar de la mano con los cambios que experimenta la sociedad. Cuestión que se agudizó con la crisis social del pasado 18 de octubre de 2019, en donde parte de la crítica iba directamente a la clase política que había dirigido el país durante los años posdictadura. El deterioro de la relación entre los partidos y la ciudadanía ya no es solo cuestión simbólica y de estudio académico, sino que se evidencia de manera concreta en el comportamiento de las chilenas y los chilenos.

No obstante, de igual forma el sistema en Chile es, como se verá, extremadamente cerrado. Los costos de entrada para nuevos partidos políticos, sumado al sistema electoral, que si bien fue reformado sigue teniendo deficiencias importantes, hacen que la representación política de intereses diversos sea limitada a las convicciones de unos cuantos actores que en la práctica parecen ser incapaces para representar adecuadamente los intereses de los ciudadanos, sumando que las mismas instituciones políticas se ven afectadas por tensiones internas relacionadas con el poder que detentan los autodenominados “líderes” por sobre la militancia colectiva.

Es menester, entonces, considerar que lo expuesto anteriormente constituye una alerta importante para creer y estudiar la posible inestabilidad que pudiesen generar los partidos políticos a la democracia alcanzada por Chile. ¿Potencia, entonces, el sistema de partidos políticos, la mejora y el buen funcionamiento de la democracia chilena? Es lo que a continuación se intentará resolver.

La noción de democracia sin partidos ha sido tema de discusión desde hace varios años, debido a la debilidad que estos grupos han mostrado y el bajo nivel de apoyo ciudadano con el que cuentan. Sin embargo, parece ser que su participación en ella es necesaria, pero no “un mal necesario”, llamarlo así sería insuficiente, habría que aceptar quizás que su funcionamiento es distinto a medida que la misma democracia se va perfeccionando.

En Chile, al contrario de lo que se cree, la crisis de los partidos políticos no la trajo el triunfo de los candidatos independientes. Si se quiere buscar responsables, deberíamos quizás mirar dentro de la organización de los mismos partidos.

Resulta paradójico e increíble que hace no muchos años Chile era citado como un ejemplo de sistema de partidos consolidados y estables en América Latina (Mainwaring y Scully, 1999; Siavilis 2000; Zucco, 2015). Sin embargo, a partir de 2010 comenzaron a surgir voces que fueron cuestionando la supuesta fortaleza de este sistema. Es así como la estabilidad electoral y la consolidación institucional parecían contrastar con una baja y decreciente integración social y niveles de identificación partidaria. Movimientos sociales como los estudiantiles o feministas hicieron replantearse las normativas vigentes del sistema de partidos políticos, dando origen así a que en 2016 se promulgara la Ley 20.915, que vino a modernizar y fortalecer el carácter público-democrático de dichos grupos.

Lo que en la teoría vendría a potenciar y modernizar el sistema de partidos y devolver la credibilidad de estos, en la práctica la tendencia al desapego de la ciudadanía con estas organizaciones se agudizó. Entre julio de 2014 y diciembre de 2019, la confianza en los partidos disminuyó de un 6% a un vergonzoso 2% (CEP, 2014; 2019). Y el claro ejemplo de esto son las pasadas elecciones del 15 y 16 de mayo de 2021, que en realidad solo vinieron a reafirmar lo que hace buen tiempo se tenía claro: no hay confianza en los partidos políticos. Y no es que solo los independientes se hayan impuesto en la Convención Constitucional, donde 103 de 154 de sus integrantes no tienen militancia partidaria, sino que también en la elección de alcaldes, cuestión impensada, 105 de los 346 corresponden a líderes con independencia política.

Pero ¿por qué la reforma del 2016 fue insuficiente? Marcada por exhibir el financiamiento irregular de la política, evidentemente esta reforma fue insuficiente, y no solo porque no se enfocó en revertir la tendencia de desapego y desconfianza en los partidos políticos, sino que también porque esta ley estuvo cargada de un excesivo institucionalismo en donde una discusión relevante e importante quedó fuera, a saber, la capacidad de agregar demandas sociales al funcionamiento de dichos grupos.

Pero el problema es más profundo aún, la tendencia hasta el momento ha sido entender la institucionalidad de los partidos solo como una cuestión de “estabilidad”, sin tomar en cuenta la capacidad de adaptación y de responder a cambios sociales que tienen estos, para así incorporar las demandas que emanan desde las ciudadanas y los ciudadanos como una cuestión de principios y bases de su funcionamiento. La dificultad y consecuencia de lo dicho anteriormente se refleja al momento de poner en funcionamiento los instrumentos electorales con los que contamos actualmente, dejando estos como resultado una nula capacidad de representación, obligando a los candidatos a coordinarse en grupo para poder ganar elecciones.

Entonces es claro, los partidos políticos como simples instrumentos electorales no resuelven problemas sociopolíticos. Estamos de acuerdo, la coordinación electoral es un elemento necesario, pero no es suficiente para el funcionamiento de la democracia.  Pero, entonces, ¿basta con la eliminación de los partidos del sistema institucional para solucionar el problema? No, en realidad, puesto que el sistema de partidos presenta cualidades positivas y negativas. El marco normativo permite que se creen nuevos partidos políticos y que estos compitan democráticamente por conseguir representación, pero, y a pesar de la reforma legal, se hace difícil que nuevos grupos puedan perdurar, toda vez que el sistema sigue siendo relativamente cerrado, entregando incentivos para hacer perdurar a aquellos con más tradición y experiencia, manteniendo los clásicos bloques políticos derivados de la transición democrática.

Sin embargo, actualmente existe una presión y una exigencia por parte de la sociedad para contar con partidos, grupos políticos y movimientos sociales más abiertos y transparentes, obligando a estos últimos a implementar dentro de su estructura canales de información y transparencia para todos aquellos que deseen saber sobre los movimientos y orgánica institucional interna, sean o no militantes.

En términos de funcionamiento interno, la creciente individualización de la política y los políticos, y la autocreación de “líderes” internos, amenaza a los partidos tanto en sus proyectos sociales como en su estructura colectiva, motivados cada vez más por agendas individuales y proyectos propios que van dejando en la sombra la institucionalidad y la capacidad para actuar con relación a bases y principios.

Finalmente, la desvinculación de los partidos con sus militantes y la propia ciudadanía, que constituye la crisis de representación por la que estamos pasando, es reflejada en la falta de confianza, identificación y apoyo electoral. Son estos, los partidos, los que no logran adaptarse a los cambios sociales, culturales y políticos que se han producido en Chile, generando una brecha tan grande que a ratos pareciera que viven en un país paralelo donde las necesidades por las que trabajan son muy distintas a las que de verdad la sociedad necesita.

Partidos débiles, sin programa claro, enfocados en proyectos personales, con apoyo casi nulo y baja credibilidad, es lo que actualmente tenemos en nuestro país y que en la práctica se refleja, gracias a todos estos factores, en el fortalecimiento de liderazgos populistas e inestabilidades gubernamentales. Debemos cuestionarnos sobre la posibilidad de mantener coaliciones estables y gobernabilidades potentes con las actuales regulaciones a los partidos políticos o, si es necesario, abriéndose una enorme oportunidad con la Convención Constitucional, de reformar la raíz de estos grupos intermedios.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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