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La más feliz o la más amarga de tus horas  Opinión

La más feliz o la más amarga de tus horas 

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Juan Pablo Sanhueza
Por : Juan Pablo Sanhueza Egresado de derecho
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Dar rienda suelta a todos y cada uno de los debates que este proceso ha puesto en relevancia, es una necesidad democrática, una pulsión de vida de nuestra sociedad, un nuevo aire para vivirlo, no para respirarlo nos diría Gonzalo Rojas, el poeta.


“Que nos divide”, “que genera distinciones entre chilenos e indígenas”, “que nos hace discutir”. Seguramente nos hemos topado directa o indirectamente con estas y otras aseveraciones similares a propósito del proceso Constituyente en general, y la propuesta de nueva Constitución en particular. Sin ánimo de poner en tela de juicio las intenciones detrás de este tipo de afirmaciones, me propongo en esta oportunidad ponderar cuánto de lo que se atribuye al proceso constitucional y la propuesta de nueva Constitución tiene que ver, efectivamente con dicho proceso, y cuánto corresponde a una radiografía al Chile real, ese que estalló en octubre de 2019 al caer en cuenta que quienes nos pretendían conducir política, cultural y económicamente, se encontraban a años luz de comprender y siquiera empatizar con las carencias, demandas y vivencias de la mayoría abrumadora del país.

¿Sería una nueva Constitución la responsable de que haya naciones preexistentes al Estado de Chile o sólo pretende reconocer un estado de las cosas? ¿Es el proceso constituyente el que creó divisiones ideológicas entre quienes pensamos distinto o simplemente nos atrevimos a sacar la voz al calor del debate que impregna grupos de whatsapp, reuniones familiares y parrillas programáticas en televisión y redes sociales? ¿Iba todo Chile por la carretera del desarrollo o sólo estuvimos décadas construyendo autopistas, concesiones mediante, con muros tan altos que a un sector le resultaba imposible ver que al otro lado de la carretera había paraderos llenos de trabajadores endeudados que hacían malabares para llegar a fin de mes?

Es en ese sentido que me atrevo a levantar la sospecha de que la propuesta de nueva Constitución, y el proceso institucional constituyente que le antecedió, poco y nada tienen que ver con la división, el antagonismo (agonismo diríamos para hablar de adversarios en vez de enemigos) y la incertidumbre que se le pretende atribuir; sino que, parafraseando al poema, sería más bien ese momento en que indefectiblemente nos encontramos con nosotros mismos y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de nuestras horas. Estamos en ese momento del cara a cara, donde rehuir a nuestra realidad (feliz o amarga) no es opción, donde pierden fuerza las elucubraciones fantasmales al bolivarianismo o el abuso de recursos externos para evitar la necesaria y sana confrontación democrática entre iguales.

Entender que en una comunidad política, como lo es un país, existan diversas posiciones entorno a todas y cada una de las cuestiones que atraviesan nuestras vidas individuales y colectivas (en lo cotidiano y en lo no tanto) no es extraño ni debiese alertarnos. Lo que sí debiese ponernos en alerta es creer que sería posible que en un país haya una idea unívoca en torno a todo lo que nos acontece, porque en primer lugar ello no es posible, y en segundo lugar supondría que hay una negación absurda de la realidad. El hecho que reconozcamos los múltiples desencuentros que hemos tenido y que seguiremos teniendo no es sinónimo de una sociedad fragmentada, dividida, parcelada o destruida como han querido instalar los más apocalípticos profetas del anti-apruebo. El encuentro basado en mínimos comunes políticos y democráticos no es el resultado de la homogeneización de las diferencias ni puede deberse a que estamos escondiendo debajo de la alfombra las diferencias que nos habitan, sino que es simplemente la delimitación de una misma cancha donde todos los equipos juguemos todos los partidos, con nuestros colores distintos, con nuestras pasiones a tope y con la legítima posibilidad de querer disputarlo todo bajo el mismo arbitraje democrático. ¿Es más cómodo autoconvencernos de una sola versión oficial? Probablemente; ¿Dejan de existir las diferencias por el sólo hecho de declararlo así? Difícil; ¿Es mejor que las diferencias tengan cauces democráticos para expresarse? Absolutamente.

¿Llegaremos siempre a la imposible verdad única discutiendo? Intuyo que no. Pero sin duda, vale la pena estar de acuerdo en la virtud del desacuerdo para afrontar el futuro y los convulsos tiempos que se nos vienen como país y como región. El psicoanálisis ya se ha encargado de dar cuenta que la represión o la negación representan un gran peligro como mecanismo de defensa y, en definitiva, son pulsiones de muerte que tienden a la autodestrucción. Así, por buscar mantener el equilibrio de un determinado orden simbólico de las cosas, terminamos por pavimentar nuestro trayecto hacia la aniquilación de la sociedad democrática. A contrario sensu, la aceptación de un problema (la falta del desacuerdo como un valor democrático en este caso) requiere un gran esfuerzo e incluso puede traer aparejado dolor y sufrimiento al tener que dejar ciertas comodidades y placeres que, a la postre, están siendo destructivas.

De allí que dar rienda suelta a todos y cada uno de los debates que este proceso ha puesto en relevancia, es una necesidad democrática, una pulsión de vida de nuestra sociedad, un nuevo aire para vivirlo, no para respirarlo nos diría Gonzalo Rojas, el poeta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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