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Una Plurinacionalidad que nos urge Opinión

Una Plurinacionalidad que nos urge

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Domingo Namuncura
Por : Domingo Namuncura Trabajador Social. Exdirector nacional de Conadi. Exembajador de Chile en Guatemala.
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En varios sentidos, la propuesta de la nueva Constitución para declarar a Chile como un Estado Plurinacional conmueve a varios, en particular al mundo conservador, el que reacciona visceralmente para infundir temor en la ciudadanía, incluso engañando con la idea de que “Chile se convertirá en varios países”, lo que evidentemente es absurdo en todo sentido.

Conmueve también a una ciudadanía que nunca ha tenido una real oportunidad de conocer en profundidad la historia y la cultura de los Pueblos Indígenas, más allá de ciertos hechos simbólicos y algunas reminiscencias folklóricas, todo ello impuesto por un modelo educativo colonial, tradicional y discriminatorio que ha desconocido las cualidades de las culturas indígenas.

Recién, en las últimas décadas y particularmente luego del V centenario del descubrimiento y conquista de América en 1992 y en adelante, los chilenos y chilenas hemos comenzado a conocer parte de esa historia que el Informe oficial de la Comisión Nacional de Verdad y Nuevo Trato, del 2004, que lleva la firma de tres presidentes de Chile (Lagos, Aylwin, Bachelet), se ha encargado de profundizar y revelar.

Para diversos sectores de los Pueblos Indígenas, paradójicamente, la idea de Plurinacionalidad también se presenta como un tema nuevo, que no está presente en los contenidos de la Ley Indígena 19.253, promulgada en 1993, ni en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por Chile en marzo del 2008, ni en la Declaración Universal de Derechos Indígenas de septiembre del 2007. ¿De dónde nace y cómo surge este concepto?

Es fruto de un largo proceso que tiene una dimensión antropológica, social, política y cultural. Sus inicios se remontan a las políticas indigenistas de los primeros Estados nacionales emancipados de España. Luego transitó hacia el siglo XX de manos de un multiculturalismo que expresó sus primeros reconocimientos a la idea solo de reconocer diversidades culturales sin derechos específicos. De ahí, a mediados del siglo XX, derivó hacia la idea de pluriculturalidad, en donde instrumentos y tratados internacionales como la Declaración de DDHH de 1948 y el Convenio 169 de la OIT marcaron de manera profunda la convicción de que la existencia de culturas diversas –entre ellas las de los Pueblos Indígenas– implicaba reconocer derechos esenciales y específicos. A fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, se ha comenzado a entender de mejor manera que los derechos que emanan de la diversidad cultural en las naciones deben tener un correlato específico en los Estados y que esto está definido, principalmente, por el carácter de pueblos y naciones preexistentes.

La Plurinacionalidad implica comprender que Chile, por ejemplo, no tiene una identidad única sino plural. Concurren a su formación la sociedad castellana que se radicó en este territorio desde la conquista y la Colonia, e instaló su modo particular de vida, con el Derecho Castellano y la alianza con la Iglesia. Los vínculos entre castellanos y nativos desarrollaron una sociedad mestiza, intermedia, con agrupaciones sociales que llevarían sobre sus hombros la construcción material del Estado y que no tuvieron más alternativa que sujetarse al nuevo ordenamiento institucional poscolonial. Los pueblos indígenas fueron excluidos de este proceso, básicamente, con la idea de asimilarlos al nuevo modelo dominante, sin reparar mayormente en las raíces profundas, ancestrales, que perviven hasta hoy como un cemento de la identidad cultural de los pueblos.

Esta base plurinacional que conformó los inicios y el desarrollo de la sociedad chilena nunca fue valorada y reconocida como tal por los gobiernos iniciales y sucesivos, ni por la Iglesia –con su enorme influencia– ni por las clases sociales dominantes que le negaron a la diversidad cultural un sitio relevante en la formación del Estado. La relación con los Pueblos Indígenas siempre fue crítica y la inmensa mayoría de leyes, normas y decretos que se firmaron en 212 años de historia republicana fueron, en su gran mayoría, completamente desfavorables. La Ley Indígena 17.726 del Presidente Allende fue liquidada por la dictadura militar y reemplazada en 1979 por el Decreto Ley 2.568, que declaró que “las tierras indígenas dejarían de llamarse indígenas e indígenas sus habitantes”.

En 1990 con el inicio de la transición democrática y la aprobación de la Ley Indígena 19.253, a partir de 1993 se abrió una pequeña ventana en favor de los derechos indígenas. Luego, con el Convenio 169 se ha ido tomando conciencia de que los pueblos indígenas son sujetos de derechos específicos, todo ello ratificado por Naciones Unidas y en diversos tratados internacionales y por el histórico Informe de Verdad y Nuevo Trato. Pero nada de ello ha cambiado el triste antecedente de que, a diferencia de otras 15 naciones en el continente, Chile y Uruguay son los únicos países que nunca incluyeron a los pueblos indígenas en sus constituciones.

El estallido social del 18 de octubre 2019 abrió las puertas de par en par para una nueva Constitución y mandató a una Convención electa democráticamente por el pueblo chileno para poner fin a un ciclo histórico de 42 años regido por una Constitución generada en dictadura. Este proceso singular pone en cuestión muchos intereses políticos, sociales y financieros. Y remueve las bases esenciales de un ordenamiento jurídico que ha sido beneficioso para unos pocos (“la casa de algunos”) y negativo para la gran mayoría de los chilenos (los no invitados a la casa de algunos).

Hoy, a pocos días de un referéndum histórico, es totalmente natural y no resulta extraño observar la desmesurada agitación del mundo conservador, que pone a los indígenas casi como “enemigos de la unidad nacional”, de la unidad territorial, de la bandera de Chile y del himno nacional, y los apunta como sujetos que exceden sus demandas, que pretenden adueñarse de grandes territorios y de sus recursos, y que con su “justicia indígena” buscan privilegios mayores y distintos al común de los nacionales. Alegan que con el “consentimiento indígena” no habrá proyecto posible de realizar si no cuenta con su venia, en desmedro del interés de progreso y desarrollo de todos los chilenos.

¿Alguien, en su sano juicio y de verdad, puede pensar seriamente que demandas de reconocimiento y de justicia social que los pueblos indígenas vienen señalando a la sociedad chilena por más de 100 años de historia, se resolverán ahora, de golpe y porrazo, en pocos días más como por milagro, al aprobarse una nueva Constitución que tan solo recoge una experiencia histórica de difíciles logros y conquistas indígenas que han significado superar los muchos dolores infligidos? ¿Y que ahora, en pocos días más, los humillados, discriminados, invisibilizados y marginados, de la noche a la mañana pasarán a ser, casi, los nuevos “dueños de Chile”?

Lo notable es que nunca ha pasado por la mente de los pueblos indígenas y de sus liderazgos históricos constituirse como un Estado dentro del Estado nacional, además porque política y jurídicamente es inviable. Todos los derechos consagrados hoy en la legislación chilena son más que suficientes para avanzar en un fortalecimiento de tales derechos y todo ello está recogido –como correspondía hacerlo– en la nueva Constitución.

No es extraño entonces el actuar de la derecha. Pero sí sorprende que en sectores de izquierda y de centroizquierda surjan voces y conductas “comprensivas” y “solidarias” hacia el discurso antiindigenista de la derecha. Y expersoneros y figuras de gobiernos anteriores, progresistas, que ocuparon altas responsabilidades en el Estado, se inclinan por el rechazo a una propuesta de una nueva Constitución, acogiendo la animadversión en contra de los indígenas. Tal vez, es importante que ello ocurra así, porque –entre otras cosas– esto da cuenta que sectores pretendidamente progresistas mantienen un pensamiento colonial y oligárquico. Solo que, en aquellos tiempos de gobierno, no se notaba. Y la verdad que reluce hoy es tremendamente esclarecedora.

Chile nunca dejará de ser una nación indivisible. Su idioma, su bandera, su himno nacional son una realidad permanente. La Plurinacionalidad es una invitación a reconocernos como habitantes diversos, socialmente plurales, multiculturales e interculturales, componentes todos que siempre han existido y seguirán existiendo. Esto representa nuestra Plurinacionalidad de siempre. La que fue escondida e invisibilizada y que hoy aflora como en un jardín de muchas flores.

No hay nada que temer, chilenos y chilenas. El mundo conservador se desespera ante la sola posibilidad de tener que atenuar sus privilegios, ni siquiera perderlos del todo. Tendrán que compartir. Es comprensible que estén urgidos. Pero los derechos sociales de todo un pueblo tienen una mayor prioridad. Y la nueva Constitución nos abre las puertas de par en par, ahora sí, de un ordenamiento jurídico que nos brinda mejores oportunidades a todos y todas, con los pueblos indígenas incluidos. No desaprovechemos esta magnífica oportunidad que las luchas sociales nos brindan en 212 años de historia.

                                                                                                               

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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