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Policía bueno y policía malo: reflexiones sobre el problema actual Opinión

Policía bueno y policía malo: reflexiones sobre el problema actual

Rafael Alvear
Por : Rafael Alvear Investigador Postdoctoral del CEDER, Universidad de Los Lagos
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El problema de esta icónica ambigüedad es que, a diferencia de lo que se puede pensar, cuando reparamos en la realidad factual de nuestras policías, aquí: de Carabineros de Chile, dicha dicotomía parece más vigente que nunca, aunque no precisamente como ficción cinematográfica ni tampoco como medio de divertimento cultural.


No hay película de policías que no proyecte la estrategia dicotómica de negociación, conocida como “el policía bueno y el policía malo”. Aun cuando su uso está dado por el objetivo de lograr acceder a información privilegiada, estos dos polos bien parecen resumir las dos formas más icónicas de desempeño policial. Esto último se observa de forma bastante patente en la cinta “Día de entrenamiento” (2001), en la que se da un juego constante entre las dos caras de dicha contraposición: el aprendiz de policía, deseoso de hacer del mundo un lugar mejor y el veterano de policía, hastiado del estándar procedimental de su labor. El policía bueno, Jake Hoyt (Ethan Hawke), es aquel que aparece intentando escuchar a la contraparte, que procura resaltar como empático y apela al uso racional de los medios policiales para lograr su cometido. El policía bueno opera siempre con razón y respeto irrestricto de las normas que regulan su actuar, las que indican un uso proporcional de la fuerza, observancia de los derechos de quienes se ven involucrados en sus operaciones, así como capacidad de responder por sus actos. El policía malo, Alonzo Harris (Denzel Washington), destaca, por su parte, por un cierre absoluto frente “al otro”, procediendo con particular agresividad y beligerancia. El policía malo opera en base a meras emociones, sin reparar en la relevancia de las normas que regulan su actuar ni tampoco en los derechos que le caben a quienes se encuentran involucrados en sus operaciones. Este policía malo, reticente al concepto de “responsabilidad”, es la personificación del sistema policial corrupto, carente de solución posible. 

El problema de esta icónica ambigüedad es que, a diferencia de lo que se puede pensar, cuando reparamos en la realidad factual de nuestras policías, aquí: de Carabineros de Chile, dicha dicotomía parece más vigente que nunca, aunque no precisamente como ficción cinematográfica ni tampoco como medio de divertimento cultural.

La actualidad del policía bueno

Si hay algo más o menos claro, es que en la actualidad Carabineros de Chile parece haber ganado el rol de Jake Hoyt, acaparando de forma evidente la fama del policía bueno. En un momento en que el tema “delincuencia” copa más que nunca los titulares de la prensa televisiva, escrita y radial, la policía chilena aparece como un eslabón de seguridad absolutamente debilitado por un sistema político tosco e indiferente frente al crimen organizado. Carabineros de Chile no sólo estaría “atado de manos”, “incapaz de poder defenderse” (Evelyn Matthei), sino que sería víctima directa de la violencia que se observa en cada esquina y cuadra del país. A propósito del mismo diagnóstico, se habrían realizado una serie de modificaciones legislativas que apuntan a dotar a estos últimos de “chalecos antibalas” contra la delincuencia. Entre dichas modificaciones, ya promulgadas por el Presidente Gabriel Boric, se encuentran disposiciones que amplían las capacidades de control policial, mayores atribuciones para hacer uso de las armas de servicio, incluyendo la denominada “Ley Nain-Retamal”, la cual establece la denominada “legítima defensa privilegiada” para los funcionarios policiales. Así se configura un escenario de irrestricto soporte político-gubernamental a la institución, cuestión que ha sido incluso confirmado por el General Director de Carabineros, Ricardo Yáñez, quien hace solo semanas ha declarado su conformidad con el gobierno, por cuanto “todos los cambios en todas las innovaciones, incrementos que hemos tenido en recursos, en presupuesto, renovar el parque de aeronaves se ha producido en un año y eso habla del apoyo de esta autoridad con la institución”.

 

La imagen simbólica de la Institución de Carabineros de Chile queda ratificada en la resonancia comunicacional obtenida con motivo de los lamentables fallecimientos de Álex Salazar, Rita Olivares y Daniel Palma. Al tiempo en que destaca la transmisión en vivo del funeral de Daniel Palma a través de diversos canales de televisión, resalta también la entrevista dada por el mismo General Yáñez a propósito del asesinato de este último, donde se le ve declarando con lágrimas en sus ojos. El exabrupto mencionado por la periodista Paulina de Allende-Salazar, quien en un programa de televisión se refirió al cabo Palma como “paco”, es entonces confrontado no sólo con la exclusión de un punto de prensa, sino incluso con el despido inmediato por parte de su canal de televisión, Mega. De lo que se trata, tal como lo han señalado parlamentarios del amplio espectro político es de “proteger a Carabineros” de los delincuentes, cuestión resumida por los dichos del Presidente Boric, quien ha señalado hasta el cansancio que “nuestros Carabineros se van a defender”, y que éstos “cuentan con todo mi respaldo”. Los vientos no se detienen, y hoy el viento despliega la bandera de Carabineros, enarbolada de forma generalizada por la gran mayoría del establishment político, resonancia que ha llegado incluso a la misma ciudadanía. Hace solo un par de semanas, la aprobación de Carabineros alcanzó así su máximo histórico en la encuesta CADEM, arribando a un 79% de respaldo ciudadano. En este contexto, Carabineros de Chile, la policía buena de la película, hace caso a su popular “un amigo en tu camino”, para desdoblarse a lo largo y ancho de Chile en pos de controlar la delincuencia, más aún cuando ésta es importada desde el extranjero. 

 

La latencia del policía malo

 

Pero no todo lo que brilla es oro. El momento actual de “enamoramiento” del sistema político y ciudadanía respecto de Carabineros, contrasta con lo que hasta sólo algunos meses eran circunstancias de debacle y corrompimiento a toda escala. El denominado “estallido social” de 2019 conllevó, tal como fue ratificado por informes de organismos internacionales como Amnistía Internacional, la ONU, Human Watch Rights, entre otros, una serie de violaciones de DD.HH por parte de funcionarios policiales, tales como homicidio, tortura, violación, etc. Al respecto, se constatan grosso modo un total de 10.936 casos de violaciones de derechos humanos ocurridos durante el estallido social –respecto de las cuales únicamente existen 130 casos formalizados, 206 personas imputadas y 16 condenas–. Como lo ha resumido Amnistía Internacional, la violencia policial apuntó a establecerse como “política deliberada para dañar a manifestantes”. Lo relevante de esto último, es que dicha situación fue abiertamente defendida por Generales de Carabineros como Enrique Bassalleti, quien señalara en noviembre de aquel 2019, que el uso de escopetas antimotines se compara con la quimioterapia por cuanto “se mata a células buenas y células malas”. En esa línea, si bien Carabineros puede cometer algunos errores, esto ocurre, al decir del General Director de la época, Mario Rozas, “en un rango bastante aceptable” –palabras aducidas solo un par de días después de que 2 alumnas menores de edad fuesen objetivo de disparo de balines de goma al interior de su escuela–. 

 

El policía malo, al ritmo del movedizo Alonzo Harris, pasa por sobre el sistema, e inventa pruebas, tal como ocurrió en 2017 con la famosa Operación Huracán, en la cual Carabineros adulteraría pruebas para incriminar a sus detenidos, en 2018 con el montaje policial diseñado con motivo del asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca (montaje apoyado por parlamentarios como F. Kast), o en el mismo contexto del estallido social en 2019, con las decenas de denuncias de montajes perpetrados por dicha institución. Al respecto, la imagen actual del General Yáñez, con lágrimas en los ojos en un punto de prensa, contrasta con su constante negativa a declarar por las imputaciones contra su persona, provenientes de la Fiscalía, por “el delito de apremios ilegítimos”, dada la ausencia de “acciones tendientes a evitar que se materializaran los apremios ilegítimos y las torturas que se verificaron durante un periodo determinado [estallido social]. Esto, en su rol anterior en la institución, cuando él fungió como director de Orden y Seguridad“. El cierre institucional en materia de responsabilidad, que acrecienta las suspicacias cuando se habla en la actualidad de “legitima defensa privilegiada”, nos recuerda asimismo a los innumerables casos de corrupción, resumidos varios de ellos en el denominado “Pacogate”, el que incluye circunstancias ocurridas entre 2006 y 2017, e involucra el mayor fraude en la historia de Chile, con un desfalco ascendente a aprox. 35.000 millones de pesos. Por todas estas circunstancias, Carabineros de Chile, institución que históricamente ha gozado de amplio respaldo popular, alcanzaba sus mínimos históricos de apoyo ciudadano en 2020 con un 34%.

 

Del policía malo al policía bueno

 

El sucinto resumen de las dos caras del “Jano-policial” nos lleva a pensar en aquello que ha pasado “bajo el puente” y que explica el tránsito del rol de policía malo al policía bueno. Sin duda que existen realidades fácticas y simbólicas que han complejizado el escenario y ayudan a entender esta situación. Una primera respuesta tiene que ver con el aumento de la delincuencia: el razonamiento se dirigiría a pensar que el incremento de la delincuencia habría transformado a los Carabineros no solo en elemento indispensable para su combate, sino que en víctimas directas de la violencia generalizada y observable en cada esquina de la República de Chile. Esta idea, si bien se basa en la estadística veraz del aumento de delitos de impacto social como los homicidios, tambalea frente a la constatación de los índices más bajos de las últimas décadas en materia de delincuencia generalizada. Esto mismo se solidifica incluso cuando se observa que en países latinoamericanos de larga estabilidad institucional, me refiero a Uruguay, tal como señala Juan Pablo Luna en una entrevista a este medio, la tasa de homicidios cada 100 mil habitantes sigue siendo 3 veces mayor a la que se observa en Chile en la actualidad. Una segunda respuesta, vinculada a la anterior, tendría que ver con un desborde de migrantes, quienes habrían llegado importando y masificando formas inusitadas de violencia. Si bien es cierto que en el sistema institucional chileno cada vez emergen más actores asociando la aparición de nuevas formas criminales con delincuentes provenientes del exterior, la generalización visible de fondo, que asocia migración con delincuencia (e invita a su criminalización) choca frente a estudios recientes que refutan la tesis de una relación causal de un aumento de la migración con un respectivo aumento de la delincuencia. El caldo de cautivo en que se ha transformado el tema “migración” aparece así como un comodín tramposo. Así, tanto el argumento del caos de seguridad como el argumento del “tsunami” migratorio, parecen tambalear en su objetivo de ser argumentos suficientes para el escenario descrito. ¿Entonces qué?

 

Aun cuando es posible encontrar en las dos posibilidades anteriores elementos que contribuyen a una sensación generalizada de inseguridad, a la vez que a la pulsión masiva por generar mayor control policial, pienso que el centro del asunto está situado en otro lugar. Aquí me refiero más bien a un proceso de agotamiento y cambio de eje en el espíritu político-cultural experimentado por parte de la ciudadanía; es decir, apunto más bien al sujeto que observa respuestas como las citadas más arriba, y no tanto al objeto de dicha observación como tal. Así, esta situación estaría marcada por un agotamiento respecto de los escenarios de protesta, asociados hoy a desorden, violencia y destrucción, así como un cambio de eje destinado a poner el orden, la tranquilidad y el status quo en el centro de las expectativas ciudadanas. Esto último sería impacto (in)directo del “estallido social” y del rechazo a la Nueva Constitución en 2022, por cuanto Chile viviría ahora mismo un momento de “restauración conservadora”, que no sólo dejo caer, por ejemplo, la concepción del Estado plurinacional debatida hasta solo algunos meses, sino que impactó también en la función y lugar social de Carabineros en el seno de la población. Pasadas las horas de la revuelta, la sociedad chilena habría transitado así a un espacio de regresión de tal magnitud, que los diagnósticos político-institucionales habrían vivido un proceso de metamorfosis, convirtiéndose en prácticamente irreconocibles. Así, por ejemplo, las frases grandilocuentes del Presidente Boric en su defensa a Carabineros, contrastan con sus llamados pasados a reformar, sino a construir desde cero dicha institución policial.

 

Pero, ¿cómo comprender el motor de dicho cambio de eje?

 

Estas circunstancias no carecen de elementos de tipo “sociológicos”. A las cuestiones antes mencionadas hay que sumarle el fenómeno de lo que Emile Durkheim entendía hace 1 siglo como “conciencia colectiva”, definida como la totalidad de las convicciones y sentimientos del promedio de los miembros de una misma sociedad. Allí, destaca el sufrimiento social producido por cualquier aflicción generada a dicha conciencia, la cual hace emerger el sistema penal como alternativa para ofrecer un castigo a su vulneración. En ese sentido, Durkheim entiende que la conciencia colectiva se daña no por una conducta criminal, sino que, a la inversa, una conducta es “criminal” porque daña la conciencia colectiva. Así se explica, dice Durkheim, que algunas conductas sean sujetas del apelativo “criminal” sin que por eso supongan un daño estructural a la sociedad. La nueva iniciativa “Antigrafitis”, que postula penar con hasta 10 años de cárcel a quienes rayen con grafitis edificios patrimoniales, es un ejemplo claro de una transgresión a la conciencia colectiva que no involucraría un daño de tipo objetivo al desarrollo de la sociedad; si se compara esto último con las ínfimas penas asociadas a los delitos imputados en el “Pacogate” debido al fraude por 35.000 millones de pesos, salta a la vista la diferencia. El punto es que la sensibilidad de la sociedad respecto de casos de alta connotación pública, sobre todo en materia de delincuencia callejera, acapara la mirada de la ciudadanía, alentando entonces la reacción en pos de retomar el equilibrio de dicha conciencia colectiva. 

 

Pues bien, si me permiten mencionar una posibilidad de respuesta, sostengo que la conciencia colectiva sufrió en el Plebiscito de 2022 un momento de transformación fundamental. Si en el contexto del “estallido”, la conciencia colectiva de la sociedad chilena había transitado a poner la desigualdad y el abuso político-policial en el centro del corazón de la sensibilidad ciudadana, ese centro fue objeto de variación con el rechazo de la propuesta de Constitución del año pasado. Es en ese momento donde el “sujeto observador”, el ciudadano y su conciencia, se transformó hacia adentro, transformando a su vez con ello el “afuera”. Así, lo que hasta hace 2 años era diabólico, es hoy día divino, lo que hasta hace poco era insalvable, es hoy día receptor de nuevas atribuciones, lo que hasta el año pasado debía ser intervenido por el poder civil, debe ser sujeto de un estándar jurídico mayor. A partir de esto, se entiende el nacimiento de la agenda de seguridad, así como del plan “calles sin violencia”: más allá de contener una serie de cuestiones que pueden ser razonables (por ejemplo, la tipificación de nuevos delitos, la mejor coordinación policial, etc.), termina cayendo en lo global en la atracción fatal de una conciencia colectiva que llama meramente a la fortificación del Estado Policial para resolver cuestiones que desde todo punto de vista, si bien pueden ser administradas con las policías, no pueden ser en lo absoluto resueltas a través de ellas. Me refiero aquí a la necesidad de confrontar las raíces de la delincuencia, con políticas públicas destinadas a generar mayor inclusión social, a aumentar y mejorar las condiciones laborales, a fortalecer la presencia del Estado y los derechos adheridos al mismo, etc. –todas cuestiones totalmente ausentes en las propuestas del gobierno y el Parlamento–.

 

Para terminar, solo queda una advertencia más o menos obvia: Más allá de la fama de policía bueno o policía malo, más allá de si Alonzo Harris está de vacaciones o sólo ha sido opacado temporalmente por Jake Hoyt, no vaya a ser que la sensibilidad de la conciencia colectiva vuelva a trastocarse más pronto de lo que se espera, y que para entonces nos demos cuenta que hemos terminado por blindar la cara corrupta del mundo policial. El movimiento dialéctico dejaría entonces en evidencia a quienes buscaron decidir sobre políticas públicas con el estrés de la popularidad de dicha conciencia, y quienes, más allá de ésta, procuraron hacerse cargo además de la realidad de fondo que posibilitaba su formación y escándalo. Quizás sea hora, de una vez por todas, de agregarle racionalidad, ecuanimidad y medidas de fondo a un eje de seguridad que sólo parece enfocado en calmar con efectismo el clamor inmediato de una conciencia en permanente movimiento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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