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Las telarañas del silencio Opinión Imagen referencial

Las telarañas del silencio

Odette Magnet
Por : Odette Magnet Periodista y escritora, y ex agregada de prensa de las embajadas de Chile en Washington, D.C. y Londres y ex agregada de prensa y cultura en el Consulado General de Chile en La Paz, Bolivia.
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En Argentina, 115 ciudadanos y ciudadanas chilenos fueron desaparecidos, entre ellos mi hermana María Cecilia, de 27 años, socióloga, y su marido argentino, el médico Guillermo Tamburini. Ambos fueron secuestrados del departamento de Buenos Aires, en la madrugada del 16 de julio de 1976. Ninguno de los dos cuerpos ha sido encontrado hasta ahora.


En una conferencia sobre el célebre escritor chileno José Donoso, en octubre de 1994 en Santiago, su tocayo José Saramago dijo que “estamos hechos de palabras. Hasta el silencio necesita la palabra que lo diga. Nacemos e inmediatamente comenzamos a escuchar los sonidos y a aprender cómo articula la palabra entre ellos. Rompemos el silencio del cerebro con las primeras palabras que pronunciamos. Después la recreamos usándolas, luego, en el papel, queda la sombra de ellas, nada más que la sombra, y sólo mucho más tarde descubriremos que las palabras son en sí mismas, música.”

Como hija de la palabra, como periodista en dictadura, como reportera y redactora de derechos humanos de revista HOY, conté –como otros colegas– todas las pesadillas imaginables, con el máximo de detalles que permitía la férrea censura. Nunca hubo una semana en que faltara alguna. Creamos una melodía tenebrosa. Macabra. Durante años denunciamos las sucesivas y permanentes violaciones a los derechos humanos en Chile: los detenidos desaparecidos, los campesinos enterrados vivos en los hornos de Lonquén, mis compañeros de banco, Eduardo Jara y Cecilia Alzamora, secuestrados de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica; pobladores allanados, sacados de sus casas en la madrugada, semidesnudos, acorralados como ganado en una cancha de fútbol, mujeres violadas por perros y ratas, dirigentes sindicales y profesionales relegados a zonas inhóspitas de Chile.

Suma y sigue. Los jóvenes quemados, Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas; la mujer dinamitada, María Loreto Castillo; los torturados, los exiliados, los secuestrados, los tres comunistas degollados; Sebastián Acevedo, el padre que se inmoló, desesperado, porque sus hijos estaban en poder de la policía secreta de Pinochet, la CNI, en Concepción, al sur de Chile; mi colega José Carrasco, dirigente del Colegio de Periodistas (como yo), secuestrado de su hogar en la madrugada y acribillado con trece balas al día siguiente del atentado de Pinochet, en septiembre de 1986. André Jarlán, el sacerdote francés que recibió una bala loca en la cabeza, quizás no tan loca, mientras leía la Biblia, en su dormitorio de la población La Victoria de Santiago.  

Recuerdo todo como si fuera ayer. Porque fue ayer. Soy periodista de una generación que luchó con fuerza y con miedo durante la dictadura. Con la mano temblando al abrir la puerta de la casa, al levantar el auricular, al abrazar a mi hija, al mojar las sábanas en la noche, al sentir el taxi que pasa por mi lado y yo apuro el tranco y mi espalda se tensa porque ahora sí, ahora sí que me disparan por detrás. Pero no, quizás mañana. Y el mañana se convirtió en otro mañana y después de muchos años me atreví a pronunciar la palabra futuro. 

Hicimos resistencia con la palabra. Aprendimos a escribir entre líneas, a avisar con la mirada. Así se nos fueron 17 años, en permanente emergencia, bajo estado de sitio, bajo estado de perturbación de la paz interior, bajo la retórica militar que pretendía disfrazar la barbarie de una dictadura que no dio tregua. Con su mal aliento, la muerte agazapada, lista, siempre lista para caer encima sin aviso. La vista y la mente puestas en los otros, en los que corrían peligro, en los enemigos de la patria, los terroristas, los exiliados, los marginados. Se estaba en una vereda o en otra. Nos mintieron, nos engañaron, nos amenazaron, nos prohibieron el duelo. Nos robaron el futuro y nos pisotearon el pasado. Pero no pudieron arrebatarnos nuestra dignidad y la de nuestros caídos: esa es nuestra gran victoria.

Terminada la dictadura, nos pusimos a cazar palabras, las nuestras, abandonadas en el olvido, humilladas en la tortura o arrojadas al exilio. Nos propusimos encontrar nuestras voces, como si fuesen objetos perdidos en una guerra sin destino, como son todas las guerras. Añorábamos rescatar nuestra identidad como personas, primero, y como patria arrebatada, después. Comenzamos a amasar la democracia al son de las palabras, con dedos torpes, más bien vacilantes. La fuimos armando como si se tratara de un enorme rompecabezas de miles de diminutas piezas, marcados por la urgencia, el anhelo profundo de dejar atrás los tiempos del cólera, de rescatar nuestras voces, aclarar la garganta, levantar la mano. Al mirarnos al espejo, tanto tiempo empavonado, nos sorprendimos de estar vivos y abrazamos la esperanza en sucesivos brindis. 

Un día cualquiera, como son todos los días, nos detuvimos para reanudar, para considerar, para echarnos a andar en busca de algo parecido al futuro. Fuimos muchos los que nos adentramos en las aguas de la literatura: novelas, cuentos, obras de teatro, poesía, ensayos, lo que fuera. A tientas como en una pieza oscura. Tropecé conmigo misma, mi mundo profundo de claros y oscuros. Las palabras fueron brotando como callampas en un bosque húmedo y cayeron como una cascada de agua fresca en las cuencas de mis manos. Como hija de la palabra y el dolor, necesitaba escuchar mi voz. Fui lentamente quitándome las telarañas del silencio. 

Este año conmemoramos los 50 años del Golpe chileno. La fecha nos sigue dividiendo, al igual que el primer día. En algo hay acuerdo: ese 11 de septiembre de 1973 cambió el rumbo de las vidas de millones de chilenos y chilenas, incluso de aquellos que aún no habían nacido. Septiembre, mes de la patria. Los volantines al viento, la fonda con su música estridente, la empanada recalentada, el sol que se desliza por la cresta de la ola. La cueca sola, cada vez más sola. Viva Chile, mierda.

Según datos actualizados del Ministerio de Justicia, en Chile hay aún 1.469 víctimas de desaparición forzada. De ellas, 1.092 son detenidas desaparecidas, mientras que otras 377, que fueron ejecutadas, están en la misma condición. Del total de personas, solo 307 han sido identificadas. 

En Argentina, 115 ciudadanos y ciudadanas chilenos fueron desaparecidos, entre ellos mi hermana María Cecilia, de 27 años, socióloga, y su marido argentino, el médico Guillermo Tamburini. Ambos fueron secuestrados del departamento de Buenos Aires, en la madrugada del 16 de julio de 1976. Ninguno de los dos cuerpos ha sido encontrado hasta ahora.

El 27 de mayo de 2016, al cierre del llamado juicio Plan Cóndor, Humberto José Román Lobaiza (de 89 años) y Felipe Jorge Alespeiti (de 87), fueron los únicos dos imputados en el secuestro y desaparición de María Cecilia. El primero fue condenado a 18 años de presidio y el segundo a 12. Ambos ya cumplían arresto domiciliario por otros crímenes de lesa humanidad y ninguno de los dos, claro, reconoció nunca responsabilidad alguna. 

Hace un par de meses, el Gobierno anunció la puesta en marcha del Plan Nacional de Búsqueda de los Detenidos Desaparecidos. El Presidente aseguró que “desde el Gobierno nos hemos comprometido porque nos desgarra el alma, no solo la humana, sino la de la Patria, al saber que todavía hay quienes buscan a sus seres queridos. Ha pasado mucho tiempo. Va a ser difícil. El éxito es improbable, pero tenemos el deber moral de no dejar jamás de buscar a quienes faltan, a quienes fueron asesinados por sus ideas y defender la libertad del hombre y la mujer de nuestra patria.”

Pienso en la gente que se enjuaga la boca con la reconciliación y la necesidad de dar vuelta la hoja mientras levanta la copa en el cóctel de rigor y las palabras caen del aire como bolas de fuego en una magistral proeza circense que se cierra con un brindis.

El coraje de saber, la voluntad de recordar son gestos inequívocos. La memoria tiene que ver con el reencuentro con uno mismo y con los otros, con recuperar el centro, la brújula, el sentido de pertenencia, la noción de identidad. La memoria sabe a lealtad y amor porfiado. Es la forma en que las personas y los pueblos se explican y explican su historia, su origen, su razón de ser. Para soñar genuinamente en un futuro, como país y como personas, debemos primero abrazar lo que dejamos atrás. Sumergirnos en la memoria y, si es necesario, en el dolor. 

Chile tiene serios problemas con la memoria, la verdad, el dolor. Nos cuesta mirarnos al espejo, le tememos al conflicto, lo negamos. Yo no quiero olvidar, yo me niego a olvidar. No dispongo de otra herramienta que la palabra. No tengo otra joya que la memoria. “El mundo está plagado de piedras preciosas en bruto, tan atractivas como misteriosas”, asegura Haruki Murakami, Premio Princesa de Asturias de las Letras. “Los escritores”, dice, “están dotados de vista suficiente para dar con esas piedras. Con la actitud adecuada se pueden recoger y seleccionar tantas de esas piedras en bruto como uno quiera”. Yo estoy en eso, recogiendo piedras, de aquí, de allá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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