Reflexionar sobre el quiebre de la democracia, con todas sus responsabilidades históricas, es justamente lo que nos permite salir del cautiverio victimista, agradeciendo lo que el fracaso nos ha enseñado sobre nosotros mismos, como dice Michael Ignatieff, y de este modo abrazar la esperanza, entendida no como convicción de optimismo sino como certeza de sentido, justamente para construir una sociedad mejor.
La crispación en el debate público sobre los 50 años del golpe de Estado en Chile, ocurrido el 11 de septiembre de 1973, no sólo muestra una grave confusión entre la discusión acerca de los hechos que lo causaron y el juicio moral que pueda tenerse sobre él, sino también una preocupante omisión intelectual sobre el significado del propio quiebre de la democracia.
En su columna dominical en el “El Mercurio”, Carlos Peña invita a una necesaria distinción entre, por un lado, la constatación de los hechos (“¿qué causas concurrieron en el golpe?) y, por otro, su valoración moral o política (“¿fue correcto el golpe”?). “Una cosa son las circunstancias que condujeron al Golpe (su facticidad); otra cosa es que haya debido ocurrir (su moralidad). Sin esta distinción “ninguna reflexión moral puede emprenderse”.
Peña señala que “la izquierda debe aceptar que es necesario reflexionar sobre las causas del Golpe (sin perjuicio de condenarlo), y la derecha aceptar que es necesario condenarlo (sin perjuicio de examinar las causas que lo produjeron).” Porque “se pueden discutir las causas del golpe, pero no su condena”.
La discrepancia sobre las posibles causas del golpe -concluye Peña- son parte de la convivencia democrática y, por ende, una discrepancia legítima. No así su justificación, porque ello significa relativizar “ciertos compromisos incondicionales, ciertos imperativos categóricos” que conlleva la propia convivencia democrática, como son los derechos humanos fundamentales.
En este sentido, el planteamiento de Carlos Peña es correcto. Porque tal como señala Manuel Antonio Garretón, “no podía haber un golpe de Estado, si no había consecuentemente régimen militar”. Máxime si tal clase de régimen implica, necesariamente, violación sistemática de los derechos humanos.
Y aunque en una democracia constitucional también es posible que funcionarios estatales cometan graves atropellos contra derechos fundamentales (la feroz represión policial durante el denominado “estallido social” fue un claro ejemplo), las dictaduras militares son esencialmente conculcadoras de tales derechos. De ahí que un golpe de Estado contra un gobierno democrático, cualquiera sea su signo, deba ser siempre condenable.
Ahora bien, cuando entramos al análisis de las posibles causas del golpe, particularmente desde las agrupaciones de derechos humanos vinculadas a la izquierda más radical, se aprecia -como bien apunta Peña- una pretendida superioridad de juicio moral sobre “las causas de quienes padecieron el golpe” o sobre “el proceso histórico en medio del cual ocurrió su tormento”. Esta fue la razón por la que dichas agrupaciones empujaron la renuncia de Patricio Fernández como asesor presidencial en la conmemoración de los 50 años del Golpe.
Pero esta clase de altanería moral, ¿no ha sido mucho peor en la derecha conservadora, particularmente en la ultraderecha? Uno de los recursos intelectuales a los que suele acudir este sector es lo que Ernesto Garzón Valdés identifica como “el argumento de la primacía de valores absolutos”. Esto es la pretensión de que “existen valores político-sociales que valen absoluta e incondicionalmente” y que son necesarios, o a veces suficientes, para la felicidad y el bienestar social.
Quienes se oponen a dicha concepción, ya sea poniendo en duda su “incuestionabilidad” o dificultando su realización, se convierten en enemigos irreconciliables del orden social y, por ende, su eliminación está justificada.
En otras palabras, la altanería moral de quienes todavía justifican públicamente el golpe y la dictadura no es sino una manera de legitimar moralmente al terrorismo de Estado como medio “necesario” o “inevitable” para restablecer el pretendido orden social cada vez que sea resquebrajado.
Y frente a esta legitimación pública de la arbitrariedad por parte de la ultraderecha, lo preocupante de la actitud de superioridad moral en las agrupaciones de derechos humanos es, precisamente, su omisión de que la memoria del horror es patrimonio de toda la comunidad política y no exclusivamente de quienes fueron víctimas o de quienes son sus deudos.
¿O acaso las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales, las torturas, los asesinatos selectivos, los encarcelamientos injustificados, entre otros vejámenes, no trastocaron los imperativos categóricos de la convivencia democrática?
Es precisamente el significado público de la conciencia universal del horror perpetrado por la dictadura lo que nos obliga a tener un dialogo abierto y pluralista entre todos los miembros de la comunidad política, sin discriminación alguna, sobre las posibles causas del golpe de Estado.
Esto nos permite discernir no solamente sobre el fracaso o la derrota de la Unidad Popular, como lo plantea Daniel Mansuy de manera reduccionista, sino también de qué modo la democracia pudo ser salvada de un golpe de Estado, asumiendo que la justificación del Golpe es una inmoralidad para todo demócrata que se precie de tal.
Por ello, omitir el significado público de la memoria del horror, de la que todos somos partícipes como miembros de una misma comunidad política, separándola de toda explicación posible sobre el quiebre de nuestra democracia, acusándola de “negacionista”, no es sino una cautividad de la memoria y, a su vez, un “negacionismo” de la conciencia histórica, un cautiverio que nos paraliza, sin emancipación posible hacia el futuro.
La memoria, así como su justicia y reparación, exigen hacerse cargo de la lección histórica del quiebre democrático. De lo contrario, el “Nunca más” se desvanece en la soledad de las víctimas y de sus deudos, y peor aún: en la legitimación del terrorismo de Estado, que hoy gana terreno en las urnas y en las encuestas de opinión pública.
Reflexionar sobre el quiebre de la democracia, con todas sus responsabilidades históricas, es justamente lo que nos permite salir del cautiverio victimista, agradeciendo lo que el fracaso nos ha enseñado sobre nosotros mismos, como dice Michael Ignatieff, y de este modo abrazar la esperanza, entendida no como convicción de optimismo sino como certeza de sentido, justamente para construir una sociedad mejor.