Publicidad
Desarrollo profesional docente y evaluaciones: más apoyos y una revisión al alcance de esta política Opinión

Desarrollo profesional docente y evaluaciones: más apoyos y una revisión al alcance de esta política

Publicidad

La evaluación docente es un procedimiento técnico complejo, multidimensional y del que se desprenden visiones particulares sobre la enseñanza y la profesión. Por ello, habitualmente la evaluación docente reviste conflicto y difíciles consensos.


Después de una larga discusión en el Congreso, recientemente este aprobó la ley que establece que los profesores de establecimientos públicos dejen de ser evaluados por dos sistemas distintos, la Evaluación Docente y el Sistema de Desarrollo Profesional Docente, y sean evaluados por este último, tal como ocurre en el sector particular subvencionado, lo que beneficiará a 116 mil profesores. 

Esta doble evaluación deriva de la coexistencia de dos instrumentos que regulan la profesión en Chile: el Estatuto Docente (Ley 19.070 de 1991, 1997; 20.501 de 2011; 21.544 de 2023) y la Ley de Desarrollo Profesional Docente (2016, 2022). Ambos sistemas, distintos e independientes respecto de resultados y consecuencias, comparten el mismo instrumento de evaluación de las prácticas pedagógicas (portafolio).

El Estatuto Docente los obliga a evaluar su desempeño periódicamente, y si por 2 años consecutivos no alcanzan el nivel acordado como mínimo, deben ser desvinculados de la docencia. Por su parte, el Sistema de Desarrollo Profesional docente se ocupa del encasillamiento de profesores, asignándolos a un tramo de desarrollo profesional, al que corresponde una remuneración determinada, según el resultado obtenido en el mismo portafolio, y añadiendo resultados de dos pruebas, una de conocimientos pedagógicos y otra de conocimientos disciplinares. En caso de resultados insatisfactorios, este último sistema de reconocimiento, si la/el docente no alcanza el nivel mínimo en 2 evaluaciones, también es desvinculado del sistema, y no puede retornar sino hasta 2 años más tarde, desde el nivel inicial. Este sistema contempla acciones de apoyo al desarrollo profesional. 

A lo largo de esta discusión destacaron dos argumentos fundamentales: la necesidad de disminuir el agobio a los docentes (a favor de una evaluación única) y la de mantener la doble evaluación porque una de ellas (la de desempeño, o Evaluación del Estatuto Docente) asegura que un docente que rinde insatisfactoriamente sea desvinculado de sus funciones, con mayor celeridad. Este último argumento omitía que en ambas instancias la salida del sistema estaba considerada.

Para comprender los alcances de esta tensión hace falta situar el debate en los procesos de reformas educativas que en el mundo han optado por dos tipos de soluciones y combinaciones de ellas: respuestas gerencialistas, sustentadas en rendición de cuentas e incentivos individuales: evaluaciones con consecuencias punitivas en un esquema constante de premios y castigos, y respuestas basadas en el desarrollo de capacidades profesionales, los apoyos y la confianza en los docentes. En Chile vivimos una larga pugna entre soluciones de uno y otro tipo, entre la rendición de cuentas y el despliegue de apoyos, un hibridaje complejo.

La evaluación docente es un procedimiento técnico complejo, multidimensional y del que se desprenden visiones particulares sobre la enseñanza y la profesión. Por ello, habitualmente la evaluación docente reviste conflicto y difíciles consensos. También, vale señalarlo, no son pocos los países que han desechado la opción de desarrollar sistemas de evaluación docente como el que implementa Chile, a sabiendas de que los costos monetarios son elevados y el impacto concreto en la mejora educativa es poco evidente. 

En su último libro, el reconocido sociólogo de la educación Emilio Tenti Fanfani (La escuela bajo sospecha, 2021) sugiere que, para comprender estas dificultades, es clave alejarse de concepciones simplificadoras y estandarizadas de la enseñanza y concebirla como una “performance” que necesita y depende de otros: debe lograr que a unos otros (sus estudiantes) les ocurran algunas cosas (aprendan).

Así, el virtuosismo y la comunicación son rasgos esenciales de la profesión difíciles de objetivar y clasificar: ¿Cómo se hace para medir y evaluar la cantidad de pasión, de curiosidad, de creatividad y sentido crítico ante el conocimiento y la cultura que puede producir un docente en sus estudiantes? ¿Cómo se hace para establecer cuánta autonomía logra desarrollar en ellos? Sabemos que los resultados de aprendizaje no son atribuibles únicamente a un docente, cada vez más, son producto de un trabajo colectivo en el que participan distintos profesionales docentes y no docentes. También tenemos evidencias más que suficientes de que el aprendizaje no depende solo de la performance de un profesor o profesora: existen múltiples factores sociales que influyen fuertemente y que, en el caso de Chile, se expresan dramáticamente en la segregación e inequidades del sistema escolar.  

Otro argumento necesario de incorporar frente a las iniciativas que buscan aumentar el control y la evaluación en los docentes es que habitualmente le atribuyen a esta un poder que las investigaciones han mostrado es muy relativo. Es importante establecer una relación entre medios (la evaluación docente) y fines (mejorar la calidad de la educación) sin reduccionismos, y situada materialmente en la escuela chilena de hoy. 

Si bien es cierto que el fin último es el aprendizaje y desarrollo integral de niños, niñas y jóvenes, que se encomienda a los profesores, también es cierto que, para cumplir a cabalidad esta función encomendada, el Estado debe cumplir con un piso mínimo: asegurar a los docentes procesos formativos de calidad que permitan el círculo virtuoso, en la formación de profesores.

Estamos avanzando en este sentido, sin embargo, la calidad transversal no está garantizada. En ese escenario, la expulsión del sistema educativo de profesores que no alcanzan desempeños acordados solo hace que el hilo se corte por la parte más delgada, derivando en una responsabilización individual de lo que más bien parece ser una desresponsabilización del Estado respecto de las condiciones de los escenarios escolares y la formación inicial y continua de los docentes, un chivo expiatorio que no resuelve el problema, pero que aparenta hacerlo.

Parece momento ya de pensar desde otra lógica, la que nos ha sido más esquiva, la de promover confianza en nuestros profesores y ofrecer los apoyos para su desarrollo profesional, de manera que, si no logran un nivel de saberes y desempeño que hayamos acordado como mínimo, tengan la certeza de que los estaremos apoyando para aprender lo que haga falta y poder seguir ejerciendo con la seguridad de que no están solos en su crecimiento profesional, pues hay un compromiso nacional que nos involucra en la apuesta que hemos hecho por quienes se forman. 

Educar es una labor que tiene tanto de compleja como de cautivadora; admirada y sujeta a múltiples ojos y controles; es también un quehacer afectuoso, creativo y riguroso, que exige diálogo y, a la vez, mucha escucha. Hacerlo en los tiempos actuales y en nuestros escenarios institucionales de desigualdad y precariedad, hace que la enseñanza de niñas, niños y jóvenes siga siendo un lugar que debemos cuidar, mejorar y apoyar. Los medios para lograrlo no están en el camino de fortalecer la evaluación docente. ¿Y si ponemos energías y recursos en otras vías? Dos que nos resultan urgentes y aún muy poco visibles. La primera, los formadores de docentes, actor trascendental en la preparación y desarrollo profesional del profesorado. La segunda, el imperioso desafío de mayor democracia y participación en los espacios escolares, requisitos para una genuina y nutritiva colaboración y aprendizaje entre docentes. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias