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Y si no es formación de pregrado, ¿qué? Opinión

Y si no es formación de pregrado, ¿qué?

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Julio Labraña
Por : Julio Labraña Director de Calidad Institucional Universidad de Tarapacá. Sociólogo, magister en Análisis Sistémico aplicado a la Sociedad de la Universidad de Chile y Doctor en Sociología por la Universität Witten/Herdecke, Alemania. Es investigador en Educación Superior.
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Frente a esto, antes que proponer un nuevo ideal, un primer paso, quizá inevitable, sea formular el problema con suficiente rigurosidad.


Toda organización requiere no solo cumplir sus objetivos, sino también asegurarse de que dichos objetivos son socialmente valorados. Caso contrario, la organización corre el riesgo de perder legitimidad, elementos cruciales para su supervivencia y desarrollo. Esta necesidad de validación externa impulsa a las organizaciones a observar continuamente su nicho, de modo de ser capaces de alinearse con las expectativas, siempre cambiantes, de su sociedad.

Si bien este dictamen es correcto para las organizaciones en general, es especialmente certero en el caso de las universidades. Ellas no solo requieren alcanzar sus objetivos de docencia e investigación, sino también demostrar su relevancia y utilidad. Así, las universidades, instituciones sociales por excelencia, tienen que no solo ser, sino también parecer: en esto radica precisamente la relevancia del concepto de prestigio para el análisis de los sistemas de educación superior y su correlato, esto es, la capacidad de presentar sus actividades frente a la sociedad como necesarias y, más aun, dignas de ser financiadas.

En este sentido, las fórmulas de legitimación que las instituciones de educación superior emplean a este fin son variables históricamente. Durante muchas décadas, la expansión del acceso a la educación superior fue vista como un signo claro de progreso social y un motor de movilidad ascendente. Este paradigma fomentó la percepción de que la educación universitaria era, en sí misma, una garantía de éxito personal y profesional. Como correlato, además, permitió establecer que la inversión en las universidades era siempre deseable.

Los efectos de esta fórmula encontraron un correlato en la masificación y universalización de la educación superior. En efecto, la proliferación de instituciones y el aumento en el número de graduados fueron aplaudidos como indicativos de una sociedad que avanza hacia mayores niveles de educación y, por ende, de desarrollo. Asociado a la anterior, la educación superior crecientemente subrayó funciones particulares que servían a su legitimación: formación de capital humano avanzado y oportunidades de movilidad social.

Sin embargo, esta fórmula, fundada en la relevancia económica de la formación de pregrado, muestra hoy señales de desgaste –y no ya solo en Chile–. Los egresados de educación terciaria enfrentan un mercado laboral saturado y una economía que no siempre puede absorber la creciente oferta de trabajadores calificados. La promesa de que un título universitario es sinónimo de una mejor calidad de vida se ve como resultado cada vez más cuestionada. Luego, la empleabilidad parece ya no encontrarse asegurada y, más importante, se comunica profusamente sobre esto.

Como resultado, surge una creciente demanda de que las universidades demuestren cómo contribuyen al bienestar de sus egresados y de la sociedad en general de maneras que van más allá de su labor de credenciales. Lo que antes era evidente, ya no convence y las organizaciones universitarias deben ya buscar nuevas formas para presentarse.

Aquí, las universidades pueden bien sobrevivir sin referir exclusivamente a esta fórmula de legitimación. Pero la confianza pública depende de que puedan presentar sus actividades como relevantes y adaptadas a las necesidades actuales. La diversidad de funciones asignadas hoy a las instituciones educativas, que he discutido en otra columna junto con Tomás Koch bajo el concepto de educacionalización, refleja exactamente esta búsqueda.

Frente a esto, antes que proponer un nuevo ideal, un primer paso, quizá inevitable, sea formular el problema con suficiente rigurosidad. Más que consolidar inmediatamente una nueva fórmula de legitimación, con un concepto que hoy suene ya razonable o a la moda, las universidades, junto con sus comunidades académicas, deben ser capaces de definir qué es aquello específicamente universitario que los estudiantes, con todo, solo pueden encontrar en este tipo de instituciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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