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Donald Trump no deja ver el bosque (parte III) Opinión

Donald Trump no deja ver el bosque (parte III)

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Augusto Varas
Por : Augusto Varas Presidente de la Fundación Equitas
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Gobernanza corporativa despótica. A diferencia de formas clásicas de autoritarismo, el trumpismo opera dentro de los márgenes formales de la democracia, erosionándola desde adentro, mediante el uso estratégico de antiguas normas, narrativas e instituciones.


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Concentración del poder: la “doctrina ejecutiva unitaria”

La “doctrina del Ejecutivo unitario”, principio constitucional asociado con la centralización del poder en la presidencia, es la norma a la que apelaron los presidentes Reagan y Bush, con el apoyo  de los miembros de la Corte Suprema Antonin Scalia y Samuel Alito, para aumentar el control presidencial, gobernar vía órdenes ejecutivas y resistirse a la supervisión. Según Sobkowski (2024): 

“La Corte Suprema ha adoptado la idea de la Teoría del Ejecutivo Unitario. Su visión de la presidencia –y de la democracia estadounidense– es presidencialista. Dicho de otro modo, los miembros de la Corte creen que el presidente debe poder ejercer la autoridad vertical dentro del Poder Ejecutivo mediante el ejercicio del poder de destitución. Además, como era previsible, los presidentes de ambos partidos han comprado la idea”.

Durante el primer Gobierno de Trump, en su testimonio ante el Senado para evitar el nombramiento del actual miembro conservador de la Corte Suprema, Brett Kavanaugh, el constitucionalista Peter Shane (2018) afirmó: “En la fundación del país se nos dijo que nuestra Constitución nos otorga ‘una República, si podemos conservarla’. La teoría del Ejecutivo unitario amenaza, en lugar de promover, ese mandato sagrado”.

De acuerdo con Noah Rosenblum, citado por Knutson (2025), la interpretación de Trump es una versión expansiva, la que se observa cuando  justifica órdenes ejecutivas refiriéndose al “presidente electo democráticamente […]. Eso es una apelación a la legitimidad democrática, no a la Constitución […]. Él dice: ‘Fui elegido por ustedes para ser el líder, así que estoy al mando. Puedo hacer lo que quiera’”. El vicepresidente Vance fue más allá, afirmando que “los jueces no pueden controlar el poder legítimo del Poder Ejecutivo”. Una muestra de esto es el arresto por el FBI de la jueza Hannah Dugan, acusada de evitar la captura de un inmigrante. 

Considerando la mayoría conservadora en la Corte Suprema es improbable que la versión maximalista de esta doctrina sea modificada en el mediano plazo. Con esta interpretación, Trump ha gobernado a través de un gran número de órdenes ejecutivas.

Durante todo su primer Gobierno (2017-2021) firmó 220 órdenes, las cuales fueron sobre control migratorio y seguridad fronteriza, políticas económicas proteccionistas, energía y medio ambiente, desregulación de la industria de combustibles fósiles, ley y orden, salud y políticas sociales.

En este segundo mandato, solo entre el 20 de enero y el 11 de abril de 2025 ya ha firmado 184 órdenes ejecutivas. Estas se han dirigido a temas de gobierno federal (46), economía (35), inmigración (11), clima y energía (15), seguridad nacional (10), política exterior (7), educación (6), salud (5), y otros (49).

Corporativismo

Un segundo nuevo elemento en este intento de nueva gobernanza es la corporativización y captura del Estado por un tipo específico de intereses económicos. Philippe Schmitter (1974) define el “corporativismo social” como un sistema de representación de intereses en el que el Estado reconoce, regula y a veces incluso fomenta organizaciones jerárquicas y no competitivas de sectores clave (como asociaciones empresariales), otorgándoles un papel en la formulación de políticas públicas.

Estas tienen más autonomía frente al Estado y mantienen un rol importante en la estructura de representación política y económica. En el caso de los EE.UU., la informal “captura del Estado” ha ido en aumento. Kaufmann (2024) señala que “Estados Unidos ha experimentado un aumento sustancial en el grado de captura del Estado medido desde 1996”. 

Un papel central en las políticas económicas de EE.UU. lo ha tenido el sector de las grandes finanzas. Sus principales actores fueron, hasta antes del segundo Gobierno de Trump, las corporaciones financieras más grandes: JPMorgan Chase, Bank of America, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs Group, Morgan Stanley, U.S. Bancorp (U.S. Bank), Truist Financial Corporation, PNC Financial Services, y Charles Schwab Corporation.

A nivel global, Griffith-Jones y Brett (2016) observaron que, a partir de los años 90, “el sistema financiero creado en los últimos treinta años [está] cada vez más desregulado, liberalizado y globalizado”. En ese mismo período, el “Consenso de Washington”, entre sus diez consideraciones para expandir estas fronteras en América Latina, planteó la necesaria liberalización de la inversión extranjera directa y desregular y supervisar prudencialmente las entidades financieras.

Estos cambios continuaron ampliando el poder de las corporaciones financieras, las que, rescatadas por los respectivos Estados durante la crisis de los derivados de 2008, siguieron teniendo un papel político central. 

En la actualidad se observa una tensión entre quienes corporativamente capturaron y quienes en este segundo Gobierno de Trump capturan el Estado en los EE.UU, ya que este “otorga a personas con claros conflictos de intereses corporativos la facultad de regular y supervisar a las corporaciones” (Public Citizen Tracker, 2025).

Estas figuras son representantes de un sector corporativo distinto y de menor rango relativo que el anterior mundo de las finanzas globales. Quienes capturan el Estado ahora son millonarios del mundo de los servicios, medios de comunicación o políticos. Como proxis se puede ver a Scott Bessent, actual secretario del Tesoro, CEO de Key Square Capital Management, el más adinerado del gabinete, quien maneja una empresa que representa una mínima fracción del capital de JPMorgan Chase. El resto del gabinete está vinculado a otros sectores. La persona más rica del mundo, Elon Musk, posee el equivalente del 5.95% del mismo banco. 

La tensión entre estos nuevos sectores corporativos y el financiero es ilustrada a partir del estudio internacional de casos de David-Barrett (2025), quien afirma que “en los países con el Estado capturado, ningún sector está a salvo de la interferencia política. […] Pero los bancos corren un riesgo especial. [Se] implementan diversas medidas para tomar el control de las instituciones financieras de un país. […] También modifican las políticas y regulaciones económicas del Gobierno. […] A veces, los oligarcas simplemente roban directamente al Estado. Una nueva forma de ‘captura’ es la realizada por Elon Musk, quien a través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) tomó control del sistema de pagos del Tesoro, obteniendo acceso a la información sobre el destino de los 6 billones de dólares anuales del Estado y a toda la información financiera de ciudadanos y empresas estadounidenses”. 

Por tales razones, en la cuenta anual del CEO de JPMorgan, Jamie Dimon (2025), la nueva postura crítica del sector financiero frente a la política proteccionista de Trump quedó clara: “Esta no es particularmente buena para los mercados de capitales”, por dos razones fundamentales, “si los Estados Unidos, por cualquier razón, se convierte en un destino de inversión menos atractivo, el dólar estadounidense y la economía podrían sufrir si los extranjeros vendieran sus activos estadounidenses”, al tiempo que una recesión castigaría a la banca por préstamos impagos, tal como sucedió en 2008. 

Despotismo

A partir de algunas características de su segundo mandato, el proyecto político y la forma de conducción de los asuntos públicos por Donald Trump han sido definido por algunos autores, sea como liberalismo autoritario, iliberalismo, nacional-capitalismo o neofascismo. Sin embargo, más allá de la persona de Trump, el trumpismo como estilo de accionar político tiene más bien un carácter despótico, dado que el Ejecutivo adopta un conjunto de actitudes y prácticas, abusando de su superioridad y poder en el trato con los demás, pero sin romper las normas constitucionales, tal como las interpreta la actual Corte Suprema. 

Este despotismo se ha expresado en órdenes ejecutivas decidiendo la restricción indirecta de las libertades individuales (universidades y oficinas de abogados); la discriminación, exclusión o expulsión de minorías consideradas enemigas de la nación (expulsiones indiscriminadas); el uso de la violencia y movilización de masas como herramienta política (asalto al Capitolio y perdón a un condenado por asesinato en esa ocasión); la censura de los medios de comunicación y control de la información; y la promoción de valores tradicionales y religiosos.

Igualmente, el trumpismo es agresivo verbalmente. En sus campañas Trump ha denostado a sus opositores políticos, como a Hillary Clinton, apodándola Crooked Hillary (Hillary la corrupta); a Joe Biden, Sleepy Joe (Joe el dormilón), acusándolo de ser “el peor presidente de la historia de nuestro país. Es débil, ineficaz y está destruyendo a Estados Unidos”; y al Partido Demócrata afirmando que los “demócratas están destruyendo nuestro país. Son débiles contra la delincuencia, contra las fronteras y contra el liderazgo. No les importas tú; solo les importa el poder”.

En su campaña presidencial de 2024, Trump acusaba que “los demócratas quieren imponer el socialismo en Estados Unidos con políticas como Medicare para todos y el Green New Deal. Estas ideas destruirán nuestra economía y nuestra libertad”.

También fomenta una lucha existencial entre el liberalismo valórico y las creencias políticas y culturales de sectores fundamentalistas religiosos, el nacionalismo cristiano blanco. Este va “desde sectores del catolicismo y del protestantismo hasta iglesias y megaiglesias pentecostales y neopentecostales”. Tanto así que, en la “Cámara de Representantes, miembros como Lauren Boebert y Marjorie Taylor Greene han manifestado su rechazo a la separación entre Iglesia y Estado” y estiman que “los cristianos deben tomar el control de áreas clave de la sociedad, como la familia, la religión, la educación, los medios de comunicación, artes y entretenimiento, lo negocios y el Estado” (Marty, 2025).

Rechazando la política DEI fue despedido el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Charles Q. Brown, argumentando que su cargo lo habría obtenido por ser afroamericano. Y se despidió a dos mujeres: la jefa de Operaciones Navales, la almirante Lisa Franchetti, la primera mujer en servir en el Estado Mayor Conjunto; y a la comandante de la Guardia Costera, la almirante Linda Lee Fagan.

Además, en temas valóricos y de libertad sexual el reconocimiento de solo dos sexos biológicos y el rechazo a la diversidad sexual se expresó en las órdenes ejecutivas “Defendiendo a las Mujeres del Extremismo de la Ideología de Género y Restaurando la Verdad Biológica en el Gobierno Federal”; en la prohibición de tratamientos de afirmación de género para menores, “Protegiendo a los Niños de la Mutilación Química y Quirúrgica”; en las restricciones en escuelas públicas, “Eliminando la Indoctrinación Radical en la Educación K-12″; en la prohibición de mujeres trans en deportes femeninos, “Manteniendo a los Hombres Fuera de los Deportes Femeninos”; y en la prohibición de personas transgénero en las Fuerzas Armadas  (una jueza federal bloqueó temporalmente esta orden).

A los investigadores de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades se les indicó que debían eliminar de su trabajo cualquier referencia a “género, transgénero, persona embarazada, personas embarazadas, LGBT, transexual, no binario, asignado hombre al nacer, asignado mujer al nacer, biológicamente hombre, biológicamente mujer”. Esto alcanza hasta las embajadas de EE.UU. en el exterior, las que exigen a sus proveedores un certificado de no tener políticas DEI.

En la misma dirección, y con la justificación de reponer la libertad de expresión, limitó los contenidos de los medios de comunicación al prohibir conceptos y palabras asociadas a los programas DEI. Al mismo tiempo, estas medidas abren más espacio a aquellos medios afines a su proyecto.

De hecho, aproximadamente 20-25% de la audiencia total de medios de comunicación en EE.UU. consume medios conservadores o de derecha; medios liberales representan alrededor del 50-60% de la audiencia total (CNN, MSNBC, The New York Times, The Washington Post); y medios neutrales alrededor del 10-20% de la audiencia total (Associated Press, Reuters). 

Este despotismo trata de reproducir la histórica autoimagen de los EE.UU. como A City on the Hill, étnica y culturalmente homogénea. El lema de la campaña presidencial de Trump en 2024, MAGA (Make America Great Again), como expresión de nacionalismo extremo, idealizó la nación como entidad superior con un pasado glorioso que se busca recuperar (“Solíamos fabricar cosas en este país. Nuestras fábricas estaban en auge, nuestros trabajadores prosperaban y nuestras comunidades eran fuertes. Bajo mi liderazgo, recuperaremos la manufactura estadounidense y pondremos a nuestra gente a trabajar”).

También, priorizó la autarquía e intereses nacionales sobre el libre comercio (aranceles) y exhortó a recuperar la grandeza nacional (“Nuestros antepasados ​​construyeron esta nación con coraje, determinación y una creencia inquebrantable en el sueño americano. Les debemos recuperar ese espíritu y hacer de Estados Unidos la tierra de las oportunidades una vez más”, afirmó el dominio global (“Estados Unidos es la nación más grande en la historia del mundo, pero con Biden y la izquierda radical, nos hemos convertido en un hazmerreír. Restauraremos nuestra fuerza, nuestro orgullo y nuestro dominio global”).

Y ensalzó su anterior administración (“Miren lo que está sucediendo ahora: la inflación está fuera de control, el crimen está desenfrenado y nuestros enemigos ya no nos temen. Pero bajo mi liderazgo, no teníamos ninguno de estos problemas. Volveremos a las políticas que funcionaron y haremos que Estados Unidos sea más fuerte que nunca”).

Conclusiones

Considerado solo en su dimensión política doméstica, sin entrar en los temas económicos e internacionales, el trumpismo es un intento estructurado de transformación más profunda de la gobernanza estadounidense. No se trata solo de la figura y forma de conducirse de Trump, sino de un proyecto político impulsado por sectores conservadores radicales que llevan décadas intentando reformular el rol del Estado.

En 1994, Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes, formuló el programa político The Republican ‘Contract with America’. Una de sus diez propuestas de leyes para los primeros 100 días de Gobierno era “Desalentar la ilegitimidad y el embarazo adolescente prohibiendo la asistencia social a madres menores de edad y negando el aumento de la AFDC [Aid to Families with Dependent Children] para hijos adicionales mientras reciben asistencia social”. Treinta años después, muchas de esas propuestas serían parte de las principales banderas del trumpismo.

Aun cuando muchos problemas sociales e institucionales asociados al ascenso de Trump no son nuevos, el trumpismo reorganizó y potenció estos elementos en una forma de gobernanza inédita, caracterizada por la concentración de poder, la distinta captura corporativa del Estado y un estilo abiertamente despótico en su retórica y acción.

Esto ha sido posible gracias al efecto simultáneo y combinado, por una parte, de las fallas de legitimidad del sistema político estadounidense y, por la otra, de la gobernanza implementada por Donald Trump, que fortalece el poder presidencial –el Ejecutivo unitario– y trata de expandirse bajo una justificación democrática (la voluntad del pueblo), la que hemos caracterizado como corporativismo despótico. Así, mientras intereses económicos particulares toman el control de agencias del Estado, se intenta debilitar los contrapesos institucionales y sociales.

A diferencia de formas clásicas de autoritarismo, el trumpismo opera dentro de los márgenes formales de la democracia, erosionándola desde adentro mediante el uso estratégico de antiguas normas, narrativas e instituciones. Esto lo convierte en una amenaza compleja, más difícil de identificar y confrontar más allá de la persona del gobernante.

Finalmente, este corporativismo despótico también es un síntoma del fracaso de las élites políticas tradicionales (incluyendo al Partido Demócrata) para ofrecer alternativas sostenibles y mayoritarias al descontento social. En muchos sentidos, Trump canaliza estas frustraciones reales, aunque lo hace con soluciones regresivas y excluyentes, lo que le impedirá la legitimidad política del proyecto al que aspira.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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