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La ética que falta en la academia: silencio, poder y relaciones rotas Opinión

La ética que falta en la academia: silencio, poder y relaciones rotas

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Francisca Beroíza Valenzuela
Por : Francisca Beroíza Valenzuela Doctora en Educación. Investigadora Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES.
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Las universidades no son solo espacios de producción de conocimiento. Son también espacios de encuentro —y a veces de desencuentro— entre personas.


En el mundo académico, los vínculos laborales suelen sostenerse en un equilibrio frágil entre colaboración y jerarquía, entre reconocimiento mutuo y distancia profesional. Es un espacio donde se premia la productividad, pero rara vez se habla del cuidado. Donde se valora la autonomía intelectual, pero pocas veces se consideran los afectos como parte legítima del quehacer académico.

Sin embargo, el trabajo académico es, ante todo, relacional. Ninguna investigación se construye en el vacío. Tesis, proyectos y artículos nacen en vínculos humanos. Algunos de esos vínculos habilitan creatividad, confianza y expansión. Otros, en cambio, reproducen lentamente estructuras de dominación que se camuflan como profesionalismo. Como advierte Bourdieu (1999), las relaciones académicas no están libres de poder: operan bajo lógicas jerárquicas que pueden devenir en violencia simbólica, muchas veces naturalizada.

Cuando un vínculo académico se rompe —cuando se deteriora la confianza, el respeto o el cuidado— lo habitual es el silencio. El retiro progresivo. La evasión educada. Casi nunca se nombra lo que pasó. Casi nunca se cierra de manera explícita.

Una querida amiga, a quien llamaré Monserrat, me compartió recientemente una experiencia que ilustra esta dinámica. Académica universitaria, 20 años de experiencia, con un fuerte compromiso intelectual con su trabajo. Tras varios meses de fricciones con una colaboradora —comentarios despectivos, silencios fríos, falta de escucha, narcisismo excesivo— Monserrat decidió escribir un correo de cierre de la colaboración. Largo, claro, respetuoso, profundamente honesto. Relató cómo se había roto la confianza, cómo eso afectó su bienestar emocional y su salud, cómo ya no podía seguir. La respuesta fue escueta, burocrática, profesional. Se abordaron los puntos operativos. Se evitó toda mención a lo emocional. Ese tipo de no-respuesta no es casual. Como señala Ahmed (2010), las instituciones están diseñadas para permitir ciertos afectos y desalentar otros: la eficiencia se celebra, la vulnerabilidad se margina. El silencio, en este caso, funciona como una forma de evasión emocional y simbólica. Es una manera de decir: “No me haré cargo de eso”, pero también un acto de cobardía y de nula inteligencia emocional.

La cultura del desapego institucional

La academia, en muchas de sus formas, ha construido una ética del desapego. El liderazgo se ejerce desde la distancia, la sobreexigencia o la indiferencia. Se legitima la frialdad como profesionalismo, y se castiga la vulnerabilidad como falta de rigor. Como advierte Gill (2010), esta cultura de silencio y presión emocional constante produce daños reales —aunque muchas veces invisibles— sobre quienes están en etapas formativas. 

No es casual que Monserrat sintiera que su bienestar se trastocaba, que la relación académica la llevaba a sentirse desvalorizada. Como plantea bell hooks (1994), enseñar y aprender no puede desligarse del cuerpo, de la afectividad, de la experiencia concreta. La desconexión emocional no es profesionalismo: es negación.

Las relaciones en el trabajo académico no son neutras. Lo que ocurre en ellas —cuando hay cuidado o cuando hay desprecio— afecta profundamente la experiencia humana, la salud mental, el bienestar y el desarrollo profesional de quienes las habitan. Una ética del cuidado en la academia implica precisamente hacerse responsable del impacto que se tiene sobre otras personas. Tronto (1993) nos recuerda que el cuidado no es solo una emoción: es una práctica ética. Y Puig de la Bellacasa (2017) profundiza aún más: el cuidado es también una forma de conocimiento. Implica estar atento a lo que necesita el otro, a los vínculos que se sostienen y a los que se rompen.

Las universidades no son solo espacios de producción de conocimiento. Son también espacios de encuentro —y a veces de desencuentro— entre personas. Las relaciones que allí se tejen no pueden reducirse a funciones, roles o indicadores de desempeño. Son vínculos donde se juega la confianza, la formación mutua, la validación simbólica, el acompañamiento y el cuidado.

Cuando estas dimensiones se descuidan —cuando el silencio, la evasión o la frialdad se naturalizan como formas legítimas de interacción— se daña algo más que un proyecto o una tesis. Se erosiona la posibilidad misma de habitar la academia con dignidad. Por eso es urgente construir relaciones universitarias más éticas, más afectivas, y más conscientes del poder que ejercen —y del daño que pueden evitar— si se cultivan con atención, escucha y respeto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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